Recordando que es otoño

Volveré después si la vida me lo permite a contemplar esos pequeños detalles de mi tierra que, por cotidianos, no se hacían presentes a mis sentidos. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, dicen.

Volver al pueblo.

Vuelvo a mi tierra y la atmósfera es otra, tan distinta a la de las últimas ciudades en las que he estado en días atrás. Se trata de una percepción que de seguro se puede explicar científicamente, pero prefiero entenderlo desde lo emocional: me gusta estar aquí, donde parece que el tiempo corre más lento y sin pretensión.

El aire se siente tierno, la lluvia ligera apenas moja, el cielo luce inabarcable y las nubes parecen no moverse. Camino y pronto reconozco y me reconocen. Aura dice en broma que parezco de esas reinas y reyes de los festivales de primavera que van saludando mecánica e incesantemente en las caravanas. Aunque eso ha pasado siempre, a veces me pregunto si es porque aquí todos nos conocemos o porque de alguna forma he hecho las cosas bien. El caer gordo se paga con la indiferencia o pasándose a la otra banqueta, mientras que detenerse a saludar, estrechar la mano, preguntar genuinamente cómo estás y conversar sin prisas, implica tiempo, el activo humano más valioso.

Primero me encuentro al Chabelo a ras de carretera, afuera de un taller, con un hombre viejo. Pienso en que no me saludará pues hace muchos años que no lo veo. “¿Cómo estás, Jaimito? ¿Sigues en la Ciudad de México?” No me sorprende que sepa qué es de mi vida actualmente, al fin y al cabo, pueblo chico infierno grande, no siempre para mal, parece. Conversamos un poco y sigo mi camino recordando cuando llegaba a la tienda de pinturas de mi padre, siempre vestido igual: ropa vieja, gorra y una mochila pequeña en la espalda que lo hacía lucir gracioso; con su voz grave, de cuerpo imponente que me recordaba al actor Agustín Bernal. De niño, su mano al estrechar la mía ejercía una fuerza que reconocí idéntica treinta años después.

Afuera pasaba un riachuelo donde pescábamos renacuajos con vasos de plástico y lanzábamos barcos de papel que seguíamos hasta perderse en los tubos del alcantarillado. La Lima tenía fama de barrio bravo, pocos se atrevían a entrar, sobre todo si pertenecías a otro, eran los tiempos de las pandillas, la pertenencia y la burda defensa del territorio.

Recorto camino por La Lima, un viejo y tradicional barrio. Con los años ha cambiado demasiado sin perder su esencia: la forma de ser de quienes lo habitan. Allí vivía mi tía M con la que en vacaciones me quedaba algunos días para jugar con mis primos. Su casa era humilde: letrina, fragmentos de piso de tierra, cortinas en lugar de puertas, olor a humedad y al Bobby, un perro callejero de raza irreconocible. Afuera pasaba un riachuelo donde pescábamos renacuajos con vasos de plástico y lanzábamos barcos de papel que seguíamos hasta perderse en los tubos del alcantarillado. La Lima tenía fama de barrio bravo, pocos se atrevían a entrar, sobre todo si pertenecías a otro, eran los tiempos de las pandillas, la pertenencia y la burda defensa del territorio. Yo siempre me creí seguro porque sentía que las credenciales de mi tía autorizaron mi presencia. Hoy la curva y larga calle que conforma el barrio está pavimentada, las casas se remodelaron con el paso de los años, pasando de tejas y adobe, a concreto y colores pasteles; de los cholos, drogadictos y lacras poco o nada queda, los consumió el vicio, el narco o el paso del tiempo.

Afuera encuentro a señoras sentadas en sillas de palma que pelan garbanzos, hombres en cubetas que beben caguamas, niños que juegan a las canicas, niñas que saltan en un pie de número en número en la rayuela trazada con pintura y no con gis, como en mis tiempos. La gente me mira, sabe que no soy de allí pero aun así me saluda. Varios buenas tardes y movimientos de cabeza asienten mientras avanzo hasta llegar a la iglesia de San Juan, donde mis padres ayudan a los servicios religiosos y mi hermano toca la guitarra en misa o la hace de monaguillo. En una de las paredes afuera de la iglesia hay una pintura descarapelada de Jesucristo que detiene la mano de un hombre que está a punto de inyectarse heroína en la vena. “No lo haga, compa”, digo con voz chistosa. Estoy feliz.

Por la noche acudo a jugar una cascarita de fútbol con mi amigo B y sus amigos. Tengo un poco de nervios pues hace mucho que no estoy en un campo y las últimas veces mi lesión de rodilla se manifestaba alertándome que tuviera cuidado, a riesgo de pasar otra temporada con muletas y bastón. Venzo la duda y asisto por la buena temporada de ánimo y ejercicio que atravieso. En el centro deportivo hay mucha gente, unos en las canchas, otros en las mesas que toman cervezas. Acuso que también me motiva el imaginarme al terminar el placer del alcohol recorriendo mi garganta, saciando la sed y curando el cansancio.

Antes de que fuera nuestro turno un partido se detiene porque hay un conato de bronca. El típico “agárrame que lo madreo” entre jóvenes imberbes y maduros panzones; se dicen cosas con las que creen ofender un honor inexistente. Pienso que es tan estúpido pelearse por un partido llanero. Entiendo la pasión de algunos, lo que no comprendo es cómo puede llevarlos a grados en los que ponen en riesgo la vida misma, porque ha ocurrido, lamentablemente, que arriben pistoleros a arrebatarle la vida a otro, no sé si por rencores del fútbol o por el discurso conveniente: “Andaba en malos pasos”. B cuenta que hace poco les tocó presenciar a un sicario entrar a la cancha y disparar contra la humanidad de alguien. Lo dice como si nada, aquí ese tipo de cosas se ha vuelto moneda común.

Juego y disfruto a pesar de errar varios tiros o quedarme atrás en dribles; como portero recibí varios goles y perdimos por una diferencia incontable. Al menos metí un gol y sentí en el cuerpo el agotamiento gozoso del movimiento. Después de una hora terminamos, cooperamos para pagar la renta y tomamos asiento para beber mientras platicamos y reímos por las anécdotas y la carrilla que va de turno en turno; nadie se salva. En algún punto dos de los amigos de B comenzaron a contar una historia que dije “me la robo para volverla literatura”. De jóvenes solían ir a Quinta las Rosas, un conocido salón de fiestas, a realizar el negocio de sus vidas: pagaban al guardia treinta pesos y le pedían chance de entrar. Una vez dentro, sigilosos y con naturalidad tomaban asiento en una mesa de las orillas en la que comenzaban a solicitar tragos y comida, mimetizándose con los demás invitados hasta que se disipaba la posibilidad de que fueran sacados a patadas. No sólo comían y bebían a un bajo costo, esperaban hasta el final de la fiesta e iban a la barra, donde entre el alcohol y el cotorreo terminaban por hacer amistad con los meseros, quienes les obsequiaban grandes bolsas de churros que llevaba uno a casa de su madre porque tenía un pequeño negocio de papas cocidas y demás botanas. B bromea que con eso hicieron el segundo piso de su casa. Todos reímos.

Amanece y salgo por un café del Oxxo. Estoy adolorido del cuerpo y camino cojeando. Es temprano y la gran avenida está vacía. A lo lejos se escucha el barrendero raspar el asfalto con su escoba de mimbre, una de las decenas de iglesias da el cuarto de hora con campanadas, el sol va saliendo detrás de mí y el aire fresco me recuerda que estamos en otoño.

En casa escribo repasando en la memoria lo agradable de estar de vuelta al menos un par de días, entonces tocan a la puerta con fuerza. Aquí no hay timbres ni interfón o guardia de edificio que filtre la lata causada por un militante de Morena con una encuesta sobre si estoy a favor o en contra del partido. “Soy apolítico”, respondo y recibo el periódico que edita deseándole un buen día. Recuerdo cuando los domingos los testigos de Jehová acudían y no tenía el corazón ni el carácter para mandarlos a la chingada como la mayoría. Escuchaba con atención su discurso y las preguntas sobre si creía en la vida después de la muerte, en el paraíso o si concordaba en que el mundo vivía una crisis tremenda. Sí, coincidía, mas no por las mismas razones: que el diablo hacía de las suyas. Si existe el mal no es un único demonio, lo somos todos.

Más tarde me iré, habrá de existir la nostalgia del adiós mas no lágrimas y la opresión en el pecho de las primeras despedidas. Dejo a mi hija bien y ambos satisfechos del tiempo juntos. Volveré después si la vida me lo permite a contemplar esos pequeños detalles de mi tierra que, por cotidianos, no se hacían presentes a mis sentidos. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, dicen. Ahora ya no siento que haya perdido algo, tengo dos hogares y aprendo a ver con otros ojos este lugar que me hizo lo que ahora soy. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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