“Mi nena hermosa, mi madre murió hoy a las 5:30 a.m.”. Palabras como éstas que llegan mediante un mensaje SMS te cambian la vida, te rompen en pequeños pedazos que van quedando esparcidos en el tiempo y la geografía.
Sábado 18 de junio de 2011, acababa de llegar a la ciudad de Monterrey desde el Distrito Federal. Esa mañana abrí la cortina de la ventanilla del autobús y volví a ver las sierras áridas, el imponente Cerro de la Silla y las cactáceas cuando mi madre me avisó del fallecimiento de mi abuela en Torreón, Coahuila. El verano apenas llegaba y ya nos la había arrebatado.
En un lustro de ausencia en Nuevo León las cosas pueden cambiar mucho. Entonces nadie hablaba de balaceras, secuestros, Zetas ni de otras atrocidades. Esa misma semana habían asesinado a dos escoltas del gobernador Rodrigo Medina y circulaba una sobrecogedora noticia que advertía que en Monterrey se cometía un asesinato por hora. Unos días antes varios cuerpos quedaron diseminados por diferentes puntos de la ciudad.
¿Por qué había ido ahí a pesar de tan negras circunstancias? La boda de un amigo de la infancia me hizo sentir un poco temeraria. Mi destino final era el pueblo de Santiago, donde en agosto de 2010 fue ultimado el alcalde Edelmiro Cavazos Leal. “Como nosotros ya estamos acostumbrados pues ya no nos asustamos”, decía con seguridad mi amigo, que me contaba del caos urbano y de cómo los narcobloqueos le impedían el paso para salir a trabajar.
Mi abuela no había fallecido a consecuencia del narcotráfico, aunque perder a un ser querido acentúa un sentimiento de orfandad en medio de estos tiempos bélicos; a ella la había vencido el cáncer de mama, al igual que a su hija mayor Bertha Alicia en 2009 y a la cantante de Santa Sabina, Rita Guerrero.
A cuatro horas de distancia se encontraba mi familia organizando el sepelio en un Torreón no menos violento que su orgullosa hermana norteña. Ambas ciudades ocupan los encabezados por sus noticias sangrientas. Algunos regios ironizan: “Estamos de moda”. El refulgente sol y el intenso calor húmedo me sofocaban y hacían que en mi mente bullera un mar de ideas contradictorias. Recordaba el pasado y pensaba en el presente y el futuro simultáneamente. Mi abuela se había ido y yo no encontraba la forma de regresar a Torreón inmediatamente sin toparme con unos matones en el camino.
Mi abuela Abigail había nacido en Zacatecas en 1931, el mismo día que yo, con 53 años de diferencia. Emigró a Torreón con su madre y sus tres hermanos tras la muerte de su padre en la profundidad de una mina. Las catástrofes mineras son anteriores a los tiempos en que surgió la corrupción del líder sindical Napoleón Gómez Urrutia, pero dudo que mi bisabuela haya recibido una indemnización o algún tipo de apoyo gubernamental. Sus lazos familiares en Zacatecas se perdieron para siempre.
En la década de los treinta Torreón aún era joven y próspero, el cultivo del algodón se encontraba en su mayor auge, razón por la cual una diáspora de zacatecanos, duranguenses, potosinos y hasta extranjeros echaron raíces en la ciudad del “oro blanco”.
Dormí unas pocas horas para ir después a la misa de cuerpo presente. Mi abuela me hacía madrugar para todo, cosa que detestaba, y ahora lo hacía otra vez, para su funeral. La catedral estaba llena. En medio del pasillo un ataúd blanco y una mujer de ochenta años en su interior, zacatecana de origen y torreonense por adopción. Los presentes rezaron y cantaron. Rompí en llanto.
Abigail estudió hasta la secundaria, se enseñó a nadar en el Canal del Coyote, uno de los brazos del río Nazas que se transformó en el Bulevar Constitución con el paso de los años; trabajó cosiendo guantes de béisbol y, como muchas adolescentes de la época, buscó en un temprano matrimonio el fin y no el medio. A los diecisiete años procreó a su primera hija y poco después vendrían siete más. Cuando murió su madre ella asumiría las riendas de la familia con un carácter rígido, religioso y autoritario, aunque sus hijas asumieron un papel demasiado independiente para el tiempo y la ciudad en que vivían. A mí me educó de una manera severa en mi infancia, y hubo ocasiones en que llegué a temerle. Nunca la vi llorar excepto en el funeral de otra de mis tías, en 1995. Con el tiempo Abigail se volvió más dócil.
En Santiago, Nuevo León mientras se celebraba la boda de mi amigo, tuve que partir en medio de la noche. El dueño de la hacienda donde se realizó la fiesta se ofreció a llevarme hasta la central de autobuses de San Jerónimo, en San Pedro Garza García, para ir a despedirme de Abigail. En el trayecto el Cerro de la Silla lucía oscuro y siniestro; recorrimos el Bulevar Edelmiro Cavazos, llamado así en honor a su difunto alcalde de 39 años. El joven me contaba cómo se había vuelto un personaje estimado por la población y su descontrol posterior. “A mí no me da miedo venir a Santiago, sí pasan cosas pero… te acostumbras”. El tema del narco en la región era insoslayable. Tomé el último transporte a Torreón.
Tras unas horas de recorrido volví a abrir la cortinilla del autobús, no sabía si me encontraba aún en Nuevo León, Durango o Coahuila, sólo vi luces intermitentes, patrullas por doquier, caos, escuché murmullos de los demás pasajeros. No quise averiguar más. Algo malo acababa de ocurrir.
Dormí unas pocas horas para ir después a la misa de cuerpo presente. Mi abuela me hacía madrugar para todo, cosa que detestaba, y ahora lo hacía otra vez, para su funeral. La catedral estaba llena. En medio del pasillo un ataúd blanco y una mujer de ochenta años en su interior, zacatecana de origen y torreonense por adopción. Los presentes rezaron y cantaron. Rompí en llanto.
Al final me acerqué a su féretro, deposité un beso y los empleados de la funeraria se apresuraron a llevárselo a la cámara de incineración. Cuando la vi alejarse una parte de mí se rasgó como un pedazo de papel. Sentí su despedida silenciosa y definitiva.
Esa misma tarde regresé a la Ciudad de México en un vuelo barato y casi improvisado. Aún sentía el sol resplandeciente y el calor impregnándose en mi piel. Atrás dejaba las balaceras y los estragos del narcotráfico norteño para regresar a la todavía segura capital. Oí en mi cabeza la pregunta tierna que mi abuela me hacía siempre al partir: “¿Ya se va, mi niña?” Sentí cómo brotaban mis lágrimas. Mi mirada se clavó en la ventanilla del avión, afuera el cielo claro y unas nubes tupidas. En mi imaginación infantil Abigail, ahora etérea, vagaba por ahí. ®