Para el yucateco los ritos son necesarios. Sin embargo, desde que vive en Argentina cada vez que se arma en su hogar el arbolito de navidad, Bayote arquea las cejas, frunce la boca como haciendo puchero, siente que se le forma un bolo de angustia en la garganta y todo se detiene para quedarse hundido en la nostalgia más primaria.
Un José de tamaño real, que de tan grande mete miedo. Una Virgen María con cara de Farrah Fawcett, que le llega a José a la cintura. Un Niño Dios que, por proporciones, podría pasar por hijo de José y la Virgen… excepto por la cara de gordito malo que tiene.
Vacas, caballos, ovejas recostadas y burros diminutos, comparados con el tamaño de los tres humanos del pesebre. Viruta “verde”, para simular pasto.
Metros de papel madera que se transforman en montañas con picos helados. Cielos estrellados pintados con témpera.
Y velando por todo el nacimiento, arriba —a la derecha del Padre—, una Virgen de Guadalupe tamaño mañiquí (le lleva más de una cabeza a José) con pelo natural alaciado y las pestañas marcadas con rímel rabioso. El manto que la cubre marca un cuerpo de muñeca sexy. “Un calco de Gina Montes”, pensará con nostalgia el que recuerda.
Así despierta en la cabeza de Alejo Bayote un nacimiento perdido en su memoria. No sabe cuántos años tenía, pero guarda la certeza de que era un niño setentoso. Tampoco recuerda si fue en su casa, en la de algún pariente o en un posible hogar de otro pueblo yucateco. Mucho menos sabe si las escenógrafas eran extrañas, las mujeres de la familia materna o paterna.
Y es que Bayote, el mexicano que hace casi seis años se fue de su tierra para hacer ancla en Buenos Aires, revive un recuerdo que, aunque amarrado con hilos finitos en su mente, arrastra una gran neta: la de rememorar con gran felicidad cada nacimiento que se armaba en las fiestas navideñas de su infancia.
Porque para el yucateco, como para la mayoría de los mexicanos, los ritos son necesarios. Sin embargo, desde que vive en Argentina cada vez que se arma en su hogar el arbolito de navidad, Bayote arquea las cejas, frunce la boca como haciendo puchero, siente que se le forma un bolo de angustia en la garganta y todo se detiene para quedarse hundido en la nostalgia más primaria.
El motivo de tanta mala sangre se cae de maduro: en Argentina no hacen nacimientos. O por lo menos no se acostumbra a hacerlos en las familias que él conoce. Tampoco hay ramadas y mucho menos posadas. Los sudacas arman el arbolito, escriben la carta a “Papá Noel” (Santa Claus es de otras latitudes) y ya. Todo lo demás es folclore mexicano para los sudacas medio herejes.
Y es que, hasta en su propia casa —mitad mexicana-mitad argenta— matarían de un infarto al Zorro, el Principito y hasta a Saint-Exupery porque en Argentina los ritos no son “tan” necesarios. Hasta la incrédula de su hija de casi siete años empieza a palpar un mundo con marcado agnosticismo: “Si Dios creó el mundo ¿Entonces quién creó a Dios?”
Bayote la escucha, toma aire, ensaya una respuesta mental pero verbaliza pocas explicaciones. Porque ahora no tiene ganas de racionalizar. Quiere recordar la navidad como eso: un nacimiento cíclico e infinito, que vuelve a empezar cada año —allá con frío, acá con calor— con todo el sincretismo maravilloso que sólo existe sin explicaciones en su tierra lejana.
…Con una María protectora, al mejor estilo de los Ángeles de Charly; un José con cara de varias copas, dispuesto a cantarle a la Virgen “Eso que tu me pides, es imposible…”y una Guadalupe sensual que, como un gran panóptico, todo lo observa. Mientras se menea al ritmo de “La carabina de Ambrosio”se quita el manto, suelta brillitos y queda con poquitas plumas aquí y allá… Para irse volando, hasta el próximo nacimiento. ®