(Réquiem por la) Belleza propia y ajena

Desde Montevideo, tierra de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont

“En la juventud no hay nada peor que decirle a una mujer bella e inteligente que es bella. Sus constantes rugidos, su impotencia por verse obligada una vez más a demostrar quién es y de lo que es capaz más allá de las artes decorativas que todos le atribuyen le hacen la vida dolorosa y la llenan de rabia.”

Desde Montevideo, tierra de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont.

María Tarriba

“A un paso de la tumba ya no tienes nada que demostrar”, mi amiga María había dicho ‒con gran tino‒ en su comentario a un post de mi blog que nos pintaba de jóvenes. O, mejor dicho, en ese preciso punto de inflexión que tiene la juventud de las mujeres allá por los treinta años. Para la identidad femenina, ese momento es como haber llegado a lo alto de una montaña sólo para constatar que una apenas subió la primera de las tantísimas escalas de una agotadora cordillera. Como les pasó a los sobrevivientes de los Andes, compatriotas míos, cuando trataron de encontrar un camino que los sacara con vida desde el medio de la nada hasta Chile. Cuando una mujer que fue bella en su juventud empieza a envejecer, a menudo se siente igual de extraviada y sin fe: la tarea de salvarse a sí misma parece ser titánica, amenazadora, agobiante. Pero quedarse quietecita al lado de un avión inservible que ya el mundo dio por perdido (por lo que nadie lo seguirá buscando), congelada entre la nieve y manteniéndose viva a fuerza de cadáveres como alimento, tampoco parece ser una opción menos arriesgada. Si la bella no es necia, si se da cuenta, ahí andará la pobre dando tumbos por un tiempo en pos de su casi hercúlea aspiración a sobrevivir y dejar atrás los hielos, la muerte. De descubrir un brote verde aquí, una hierbecita allá que le den la pauta, acaso, de una minúscula esperanza de poder algún día empezar una nueva vida. No importa si en ese momento se ve a sí misma flaca, famélica, trastornada por las pérdidas y la incisiva convivencia con los duelos; sólo cuenta ‒contaría‒ la posibilidad de empezar una nueva vida, como digo. De concebirse a sí misma bajo otra identidad.

Una vez, en mi deseado y temido pueblo de Tepoztlán, me encontraba sumergida en una densa plática de “cosas importantes” con mis amigas Marisol y María. Estábamos ‒precisamente‒ a un paso de la treintena, por lo que los temas nos arrastraban a las profundidades de ciertas alternativas peligrosas, de esas, quizás, para toda la vida: necesarias definiciones vocacionales, el discreto encanto de las potencialidades aún no plenamente realizadas, los Escila y Caribdis de formar pareja o tener hijos, los proyectos personales. Todo eso, más sus correspondientes sabotajes.

Y envejecer, por supuesto. Las tres habíamos sido, en la juventud, realmente llamativas, bellas, requeridas por el sexo opuesto (y a veces por el propio), y si bien a los veintinueve seguramente conservábamos algo ‒difuso, desdibujado, apenas una huella, pero algo al fin‒ de aquel primer resplandor, sin duda ya no era lo mismo que a los dieciocho, a los veinte.

Y envejecer, por supuesto. Las tres habíamos sido, en la juventud, realmente llamativas, bellas, requeridas por el sexo opuesto (y a veces por el propio), y si bien a los veintinueve seguramente conservábamos algo ‒difuso, desdibujado, apenas una huella, pero algo al fin‒ de aquel primer resplandor, sin duda ya no era lo mismo que a los dieciocho, a los veinte. Así que por la mengua paulatina de nuestras acciones en el Wall Street de las ferohormonas ya podíamos anticipar que la belleza física no sería una condición inherente a nuestras identidades como seres humanos. Era existencia, no esencia; era accidente, no sustancia.
‒A nosotras nos quedarán unos diez años de estar guapas ‒dijo de pronto María. Lo pensé y estuve de acuerdo. De hecho, me resultó un buen negocio aceptarlo: en aquel entonces, de no haber tenido amores y pretendientes una década menores que yo, hubiera pensado que el martillo del remate ya había sido bajado. Pero no. Y diez años hacia el futuro era, todavía, muchísimo tiempo.
Esta escena ocurrió hace mucho más de quince.
Siempre pensé que, justamente, por ese “poder” que me daba la belleza, ese llamar la atención sin tener que hacer nada, ese carácter amazónico y castigador con el que me permitía rechazar a los hombres sin la menor piedad (sobre todo a los que se sentían ganadores, galanes dueños del mundo y niños ricos acostumbrados al beneplácito ajeno), iba a sufrir como loca al envejecer, al pasar de la juventud a la edad madura. A medida que transcurrían los años me obsesionaba saber cuál sería el momento exacto en que el Galleguito Camaño ‒el mesero malhumorado, bruto y adorable del café al que concurría‒ dejaría de decirme “Joven…”, como cada día cuando tomaba mi pedido desde los veinte años, para pasar a decirme “Señora…”. ¿Seguiría siendo “Joven…” a los cincuenta, sesenta, setenta, simplemente porque el Galleguito Camaño también habría envejecido, o terminaría un día con la farsa al mirarme a la cara con más atención? Lástima que el café Sorocabana cerró allá por mis treinta y cinco: nunca lo supe.

Gabriela Onetto

Contra todo pronóstico, envejecer me resultó una liberación, un alivio. Me permitió mostrarle al mundo sin miedo quién era yo en verdad; seducir a los demás ‒en otro sentido‒ desde la mirada existencial, no desde mis otrora bellos ojos. Ahora puedo mirar sin ser vista, como quizás hagan las almas desencarnadas después de la muerte: moverse por ese mismo universo en el que dejaron su cuerpo a la raudísima velocidad de la mente y las emociones; sin límites, sin impedimentos, con libertad absoluta. Dirigirme a un grupo de gente sin temor a la mirada de Medusa sobre mi cara y mi cuerpo; hasta me puedo dar el lujo de ser amable y simpática con quienes se cruzan en mi camino, no arrogante como antes. Porque ningún hombre va a querer arrebatarme nada, porque ninguna mujer va a tener miedo de que le arrebate algo. Soy percibida y escuchada sin los intereses ni los prejuicios de nadie, y ‒lo mejor de todo‒ ya no tengo nada que demostrar. Poca gente imagina la carga que tienen sobre sí las mujeres atractivas y, además, inteligentes: se pasan la vida aliándose con el Padre; rechazando sus aspectos femeninos, como Atalanta, o descollando por su agudeza intelectual y brillantez casi agresiva, como una Atenea que jamás suelta ni espada ni yelmo. Tienen terror de que los otros nada más vean que son bonitas, no que piensan.
O quizás esas hayan sido mis cargas personales; quizás otras mujeres hermosas e inteligentes logren, además, asociarse de corazón con Afrodita y sus promesas. Yo no: yo era como una sirena que embrujaba a los hombres con su canto para hacerlos naufragar, y cuando alguno me importaba mi Artemisa se encargaba de amenazarlo con arco y flecha. O simplemente ponía los pies en polvorosa, aterrada de que me viera “sólo como una mujer”.

Contra todo pronóstico, envejecer me resultó una liberación, un alivio. Me permitió mostrarle al mundo sin miedo quién era yo en verdad; seducir a los demás ‒en otro sentido‒ desde la mirada existencial, no desde mis otrora bellos ojos.

Bueno: ahora me ven “sólo como una persona”. Y me encanta: paso entre los hombres apenas como una brisa, me conecto con las mujeres sin generar desconfianza. Por supuesto que me resultaría placentero ser tan hermosa como antes, pero no cambio lo que gané por nada de este mundo. Soy mucho más “yo” que entonces; soy esa que estaba adentro, asustada. Y mi mayor sorpresa es descubrirme ahora admirando la belleza de las mujeres jóvenes. Porque de los muchachos, tonto sería no hacerlo, pero cuando aparece una chica realmente hermosa la siento como parte del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Me gusta mirar su belleza física; me siento espónsor, hada madrina, tía bruja. Yo, a diferencia de ella, sé que eso no durará, que es como un suspiro de Dios, pero me alegra que exista, que nos recree y fascine la vista.
Y ya sé que decir que hay una belleza que no se ve con los ojos es un tremendo lugar común, pero ¿qué otra nos queda? Pobres escritores, siempre embretados en tocar lo imposible. Cuando Levrero, mi maestro literario, decía que yo era “la mujer más bella del mundo”, seguramente no se refería a Helena de Troya: hablaba de alguien cuya voz podía representarlo, alguien cuyos misterios podían acercarle un reflejo de sí mismo. Veía más allá. En ese sentido tan sutil, de cuando en cuando me topo con gente que todavía me ve bella; eso, lejos de movilizar aquel esclavizante lado mío de amazona, es como un raro y estimulante regalo. Una guiñada cómplice de mi otrora incomprendida Afrodita, un lejano eco de su voz sensual.

María terminó aquel sabio comentario en mi blog escribiendo que, cuando una se da cuenta de que no vale de nada aparentar lo que ya no va a ser (simplemente por el factor tiempo), entonces se posiciona de otra manera. Baja la máscara, o se pone otra, seguramente más adecuada. Ella, con una hermosura juvenil que realmente paraba el tránsito, comparada repetidas veces (físicamente) con Ingrid Bergman y Nastassia Kinski, redondeó su certera intervención diciendo así:

De cualquier manera pienso que la edad nos empareja, en el mejor de los casos nos exige una actitud humilde. Y ya cuando estás a un pie de la tumba, en serio que no hay nada que demostrar. ¿A quién? Tomas tu verdadera dimensión, que ya no da lugar para gran vanidad. Y la juventud es dolorosa porque es sumamente vanidosa y demandante.

Un año (más una semana) después de escribir esto, sus palabras se hicieron profecía y mi bella amiga María murió. Porque uno nunca sabe cuándo está realmente a un paso, dos pasos, un metro, dos metros de su propia tumba. Uno nunca sabe cuándo su acto más reciente, su necio empecinamiento en demostrar o demostrarse algo, habrá sido, tristemente, el desperdicio de las últimas y preciosas horas de su vida. Será difícil que olvide las lecciones de María, su lúcido “A nosotras nos quedarán unos diez años de estar guapas”, hace tanto tiempo; su también lúcido “Tomas tu verdadera dimensión, que ya no da lugar para gran vanidad”, hace tan poco…

Marisol Pons

Sí, en la juventud no hay nada peor que decirle a una mujer bella e inteligente que es bella. Sus constantes rugidos, su impotencia por verse obligada una vez más a demostrar quién es y de lo que es capaz ‒más allá de las artes decorativas que todos le atribuyen‒ le hacen la vida dolorosa y la llenan de rabia. Por suerte, en este sentido la edad pone todo en su lugar.

Parece que Casanova decía que el secreto de la seducción consiste en decirle a una mujer bonita que es inteligente y a una mujer inteligente que es bonita. Por algo el tipo era el maestro. No queda claro, sin embargo, cómo hubiera lidiado el irresistible Giacomo con la coexistencia de ambos factores en una misma mujer (joven, pues la bella e inteligente pasa, al envejecer, a engrosar el patrimonio psicológico de las simplemente inteligentes y cae en las mismas trampas). Que quede abierto el tema, pues, como desafío de investigación empírica para sus valientes sucesores. Y que ‒se los ruego‒ se dignen hacerme saber sus conclusiones oportunamente. ®

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Publicado en: El otro monte, Mayo 2011

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  1. Gracias a las dos por sus largas intervenciones y aportes: entré luego de tiempo y no fue en vano, me dejan mucho. «¿No sería más liberador, no seríamos realmente más nosotras mismas durante toda nuestra vida (no nada más al envejecer) si considerásemos que cada cuerpo, cada mente y cada edad tiene sus propias posibilidades de belleza?»: no podría estar más de acuerdo con esto. Pero jamás hablé de sexualidad, que se entienda,o por lo menos no desde el punto de vista de la mujer: como bien sabemos, las cosas mejoran y mucho con el tiempo. Creo que este texto fue bastante mal interpretado, sobre todo por mi mal tino en cuanto a la elección del medio para difundirlo. No tenía la menor pretensión de universalidad, aunque haya sido presentado así («Jóvenes, bellas e inteligentes» o «¿Cómo envejecen las mujeres?»); en verdad, no es propio de ámbitos de opinión sino de espacios más personales. Para mí, de madura fue un descubrimiento insólito darme cuenta de que había sido bella de joven. No tenía esa seguridad, para nada.Yo veía las reacciones del sexo opuesto, me defendía y me paralizaba por lo que vivía como invasivo y cosificador, pero por algún motivo no fui mientras joven (salvo en épocas muy puntuales) «una mujer que se sabe bella». Eso, la sorpresa del «entenderlo» después y la conciencia de que más que pérdida resultó liberación, cambia toda la lectura del asunto. Pero es evidente que no logré trasmitirlo desde ese (rebuscado) punto de vista, así que no seguiré aclarando aquí en el ágora. Muchas gracias por los comentarios inteligentes, más allá de que esté de acuerdo o no con algunos.

    «Nunca entenderé por qué la belleza tiene que estar tan peleada con la inteligencia». El mito de la manzana de la Discordia podría explicarlo: o se elige un aspecto, o se elige otro, y desde entonces están en guerra. Es el fraccionamiento patriarcal de la Gran Diosa, que era una sola. Con todos los atributos. Y esa fractura está no sólo en lo que una pueda sentir o querer ser, sino en lo que le devuelve la mirada ajena con sus casilleros. Seguramente hoy no sea tan tenso y excluyente para una joven; por lo menos, eso es lo que deseo.

  2. Pilar Rico

    Gabriela, ¡uy, a mí también me gustan los comentarios largos!, tu texto me parece hermoso e inteligente, ¡sin alardear, claro!, abordas grandes verdades que basta comprobar leyendo los comentarios que suscitaron tus letras, para saber que son reales. Hay un punto específico que me parece que habría que resaltar, y es que hay cosas que si no se viven no se saben. Estar en el plano que planteas, el de la belleza e inteligencia, que coincido con María dura tanto más que un poco más, es hablar de excepciones. Lo que no encuentro por ningún lado, y temo estar confundida es en cuanto a que hayas dicho algo sobre que la plenitud del sexo es a los veinte años, aclárame ese punto, porque también sé multiplicar. Y a mí, como a ti, me extraña que el enemigo se tenga en casa, cosa con la que efectivamente se tiene que lidiar -seamos generosas- un poco más que de los 18 a los 20 años, situación por demás que me rebasa y que me cuesta comprender, -como si una eligiera ser de una u otra manera-, que si así fuera, yo hubiera elegido rodearme de hombres lo suficientemente inteligentes para traspasar la barrera de lo simplemente bello y de mujeres que miraran más allá de concursos de belleza y maquillajes, sintiéndose siempre despojadas de algo que por mi mente ni siquiera cruzaba, -pero que afortunadamente, no forman parte de mi mundo, ¿por qué de pronto recordé aquello: soy un ser humano, no un animal?, -disculpe la concurrencia mi humor podrido.

    Nunca entenderé por qué la belleza tiene que estar tan peleada con la inteligencia, aunque aquí se habla también de sensibilidad, bueno, esas sí son palabras mayores, y reunir las tres cosas es casi milagroso, habría de conocerte quien con tan poco tacto, habla de tus carencias emocionales. Conozco desde luego a los personajes de tu escrito, quizá eso es trampa, quizá entonces mi visión esté sesgada por otra mirada distinta, pero es suficiente para mí leer lo que escribes para entender que finalmente lo bella nos resta puntos en todos los demás rubros de la vida y que no es culpa más que de cuestiones estéticas, -digámoslo así para descosificar la cosa-, y que justo de eso se trata, de compartir ahora que hemos pasado aquello de «estar más allá del bien y del mal», y que estamos en eso de la mirada que brilla por estar hoy llena de sabiduría y esa especie de complicidad que te otorgan los años y que te permiten dar cuenta de lo verdaderamente importante de la vida, pero a pesar de ello, ni yo, ni tú, ni María -que valga hacer la aclaración que pocas mujeres en mi vida he conocido tan hermosas como ella y para beneplácito de lo inentendible, hablo de hermosura en todos sentidos-, ni Marisol, tenemos la culpa de haber sido bellas, pero difiero de eso contigo, la belleza es tan subjetiva, que si vuelves objetivas tus palabras es hoy cuando entonces podemos ser aún más bellas que nunca, y ojalá se entendiera que ese despreciar al sexo opuesto, y a veces al propio, no es menospreciar, es preservar, ni tenemos tampoco la culpa de los miedos e inseguridades ajenas. Por otro lado, las tragedias humanas sean naturales o artificiales, no se miden por la magnitud ni pueden compararse, es cierto, pero el dolor de cada quién sólo puede ser comparable con uno mismo, si para ello se utilizan metáforas, creo que es válido y hay que entenderlo de ese modo. Me veo y me ubico ahí perdida, junto a ese avión, porque también la vida que da, despoja de un sólo golpe. Pero entonces es cuando has aprendido a vivir, pero sobre todo a reír. En lo personal, agradezco tus palabras, en lo particular, la belleza ha sido y será siempre, cuestión polémica, que no así pensar siquiera que la mujer pudiera ser lo uno y además poseer más de dos neuronas, -simple y llanamente, o eres una u otra-, y en lo íntimo, Gabriela, estamos en el mismo tren, vamos para el mismo rumbo, no sólo hablo de ti y de mí, hablo de nosotros, de todos nosotros. Ahora, hablemos de filosofía.

  3. Gabriela Damián

    Creo que quienes escriben deberían tener la posibilidad de usar cualquier clase de paralelismos para reforzar el efecto de sus ideas. De esa posibilidad al resultado final, hay un buen trecho de matices, donde también se inscriben los símiles desafortunados, forzados, poco claros, sujetos a malinterpretación (no porque el tema se preste a, sino por falta de pericia del escribiente), estéticamente irritantes, o simplemente malos. La autora, mejor que nadie, sabrá en cuál se ubica «Cuando una mujer que fue bella en su juventud empieza a envejecer, a menudo se siente igual de extraviada y sin fe: la tarea de salvarse a sí misma parece ser titánica, amenazadora, agobiante. Pero quedarse quietecita al lado de un avión inservible que ya el mundo dio por perdido (por lo que nadie lo seguirá buscando), congelada entre la nieve y manteniéndose viva a fuerza de cadáveres como alimento, tampoco parece ser una opción menos arriesgada.»

    A mí, más que las ideas que Beatriz manifiesta en sus comentarios, me parecen dogmáticas, esquemáticas y terribles aquellas que aparecen en el centro de la reflexión de Gabriela Onetto: «me conecto con las mujeres sin generar desconfianza», reforzando esa idea tan triste del «No me odies por ser bonita» y la eterna competencia entre mujeres, limitada al aspecto físico; «…ese carácter amazónico y castigador con el que me permitía rechazar a los hombres sin la menor piedad» o «hasta me puedo dar el lujo de ser amable y simpática con quienes se cruzan en mi camino, no arrogante como antes», donde la belleza femenina es una herramienta de poder gratuito, aleatorio, conseguida sin más mérito que el de la máscara o la genética, que permite tratar despectivamente a todos los demás, disfrutándolo; «cuando aparece una chica realmente hermosa la siento como parte del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad (…) me alegra que exista, que nos recree y fascine la vista», como si la joven en cuestión fuese un florero, un tapiz, una cosa que puede pertenecerle a alguien y que fue hecha para el solaz del público (como si la objetualización del cuerpo femenino no fuese una circunstancia generadora de graves conductas sociales). Me extraña que haber sido bella e inteligente no haya sensibilizado a la autora lo suficiente como para encontrar otra manera de expresar el gozo estético que produce la vitalidad o la armonía de las personas jóvenes más allá de la forma cosificadora y burda de los escritores «muy hombres y ganosos» de mitad del siglo XX.
    Y por último, encuentro una y otra vez en su reflexión la dogmática y lamentable idea de que sólo entre los dieciocho y los veinte se es dueño de la belleza, del esplendor, de la sexualidad plena. ¿No sería más liberador, no seríamos realmente más nosotras mismas durante toda nuestra vida (no nada más al envejecer) si considerásemos que cada cuerpo, cada mente y cada edad tiene sus propias posibilidades de belleza? Para gozar de paz interior durante más años, para forjar nuestra identidad de una forma más rica y significativa, ¿no sería pertinente colocar a la inteligencia al lado del rostro bonito, frente al espejo? Quienes creemos que esto es posible, que la belleza plena (no la que nos venden en la calle y se limita a manifestarse en las nínfulas) estaremos de acuerdo con Gabriela Onetto en este punto: «Por suerte, en este sentido la edad pone todo en su lugar.»

  4. A Toast no me interesa contestarle porque no vale la pena hablar con quienes sacan las cosas de contexto, además de las agresiones gratuitas. A Beatriz sí le agradezco su nueva intervención, y creo que entiendo mejor ahora su parte. Ojalá hayas entendido la mía, aunque veo que sigue insistiendo en los «beneficios» de un sistema que, a mi modo de ver, puede perjudicar e inhibir muchísimo más de lo que puede ayudar. Y vuelvo a lo mismo: de ninguna manera (sigo atónita de tener que hacer la aclaración e incluso me duele, pero en fin)tuve la intención de *comparar* mis naturales procesos internos con la experiencia límite de quienes vivieron una tragedia inenarrable (que además me marcó muchísimo porque ocurrió en mi tierra, aunque sólo fuera una niña, o quizás por eso me marcó todavía más). Si quienes escriben no pueden usar la fuerza expresiva de los paralelismos porque entonces eso podría no ser considerado políticamente correcto o tomado como una frivolidad si se entienden las cosas en sentido literal (sentido bajo el cual, sin duda, lo sería), entonces el único territorio posible sería el del reportaje, la nota, la crónica. La autobiografía, la ficción, los híbridos, se vuelven campos minados en los que difícilmente no termine explotando alguna bomba, y de la poesía mejor no hablemos: sería francamente subversiva, inmoral.

    En lo que te doy toda la razón es en que me considero en el centro. Cualquiera que escriba en esos géneros lo está, lo quiere estar, no porque sea más importante que nadie sino porque él o ella *es* el centro de su interés exploratorio, así se trate simplemente de su mirada sobre el mundo. No creo que haya ningún pecado en ello; lo que sí es posible es que ese tipo de texto tan personal sea más adecuado para otras audiencias o contextos. Escribir de literatura, filosofía o cine lo puedo hacer sin arriesgarme a ser malinterpretada. Lo voy a considerar. Gracias por dedicarle tiempo a leer y a comentar, compartir tus visiones.

  5. «Por algún motivo misterioso, quienes comprendieron realmente lo que traté de expresar fueron las mújeres jóvenes que entran dentro del perfil epicéntrico del texto» No me chinguen, entonces todas las demás personas que no quepan dentro de esa categoría no entenderán la delicia de la manera en la que bajaras los conceptos? Para eso mejor escribe en tu diario y regodeate sola en tu pasado muerto.

  6. Beatriz Rosas

    Gabriela,

    Muchas gracias por el nuevo despliegue de palabras. Y como a tí, me encanta, pero no me asombra por dónde tomas mi comentario.

    Lo que me pone «rabiosa» (por usar tu término, aunque tampoco es para tanto) no es que hables de la belleza femenina. Todo lo contrario. Estoy totalmente a favor de la discusión de ese tipo de temas. Lo que me molesta es el cómo frivolizas hechos históricos realmente trágicos para enfocar la atención en tu papel de mártir del sistema de la belleza del que te beneficiaste por unos años.

    Si prefieres tomarlo como un ataque a tí por haber sido mujer bella, sólo confirmas la idea de que cualquier cosa te sirve para ponerte en el centro. Y no se me olvida. Fuiste bella, de los 18 a los 20, cuando sí cuenta. Así que no te preocupes por poner más manifiestos, ya me quedó clarísimo.
    Saludos.

  7. (para el que le gusten los manifiestos, aquí va uno)

    Beatriz, me encanta -aunque ya no me asombra: es increíble lo rabiosa que suele ponerse la gente, gente femenina en particular, cuando se habla seriamente de la belleza femenina- la ira que logró provocarte mi texto. No sé si alguna ideología o manifiesto te esté impidiendo captar el sentido de una imagen o una metáfora: ridículo sería que alguien comparara no ya su envejecimiento, sino incluso sus propios duelos y enfermedades, con la experiencia límite inenarrable que vivieron los sobrevivientes de los Andes. Me parece increíble el *astigmatismo* que te impide ver que estamos hablando de *procesos internos*, y que para moverse en semejantes territorios para los que no hay mapa alguno -la prueba está en que hay mucha gente que muere olímpicamente sin haberlos pisado jamás-, uno recurre a paralelismos sensoriales y existenciales de todo tipo con la aspiración de llegar a pintar algo, así sea deslucidamente, de lo que está sintiendo. También he usado en otras oportunidades imágenes de naufragios, por ejemplo, y ni por asomo se me ocurre que mis angustias y periplos sean equiparables a los que puede vivir la gente encima de un barco que se está hundiendo en el mar.

    Tu reacción virulenta frente a la osadía de que una mujer que fue bella hable de su propia belleza perdida, como si un exiliado no pudiera hablar con nostalgia de la tierra que dejó atrás, es tan dogmática y fundamentada en esquemas ideológicos que tristemente no repara en el meollo del artículo. Para una mujer que fue bella, pero además inteligente, o talentosa en el terreno que fuere, la pérdida de la belleza física es una *liberación* que le permite ser percibida por lo que es realmente y por lo que tiene para ofrecer. A diferencia de en su juventud. No porque no fuera valorada en los territorios de la inteligencia o el talento, no porque no tuviera logros tangibles bien ganados -si no, el asunto de la belleza sonaría a excusa nada más-, sino porque nunca pudo serlo sin antes pasar por el prejucio de los otros, hombres y mujeres, que la catalogan a priori. Claro que sentirse liberado no quiere decir que uno no tenga a veces dulce nostalgia por lo dejado atrás, como -volviendo al ejemplo del exiliado, y sin que nadie vaya a pensar que me atrevo a comparar de igual a igual el sufrimiento de quien deja su tierra con el de quien deja el resplandor juvenil atrás- le pasaría a quien escapó de una dictadura militar y vive mejor en la tierra que lo acoge y le ofrece una vida en paz. Lo que pasa es que lo que queda en su pasado también es parte de su historia. Y resulta que no todos provenimos de Rusia, de Chile, de Ruanda o de las Bahamas: cada uno proviene de territorios diferentes. Es lógico que no tengan los mismos recuerdos ni las mismas problemásticas, e incluso que no hablen el mismo idioma. Por algún motivo misterioso, quienes comprendieron realmente lo que traté de expresar fueron las mújeres jóvenes que entran dentro del perfil epicéntrico del texto (un refrán apócrifo dice «bella e inteligente: problema evidente»)o las de mediana edad que antes lo padecieron.

    Pero sigamos alimentando las viejas polaridades patriarcales: o se es Atenea o se es Afrodita. Si te tranquiliza, pues entonces quédate con la idea de que -ya que tuvo la osadía impropia de mujeres inteligentes de nombrar la pérdida de la belleza física- la autora de este artículo era sólo bella. Así ninguna «sólo inteligente» del mundo se siente amenazada. Lo que faltaba para completar el kit.

  8. Beatriz Rosas

    ¿De verdad esta persona compara su proceso de envejecimiento y «pérdida» de la belleza con la tragedia que vivieron sus compatriotas en el accidente aéreo de los Andes?

    ¿Es posible perder tanto el sentido de la perspectiva que unas arrugas, y menos atenciones masculinas se vuelven equiparables esa tragedia?

    Es increíble el despliegue de privilegio de la autora, para quien las tragedias reales están simplemente para servir como símiles que le permitan referirse a lo que realmente le interesa: ella. Ella y su belleza perdida. Pero por favor, no nos olvidemos de que fue bellísima. De los 18 a los 20. Lo de inteligente, con ese tipo de comparaciones que traza, se pone en duda.

  9. Carlos Duarte

    Gabriela! Escribes precioso, es una delicia la manera en la que barajas los conceptos, haciendo una emulsión entre detalles íntimos y realidades superfficiales, al grado que no es posible diferenciar una cosa de la otra. Más delicioso aún conociendo a las protagonistas. Un texto muy afortunado y entretenido, me encantaría un equivalente en el plano masculino… Y es que a mí me siguen diciendo «joven», en los cafés y restaurantes, así que ya no sé ni qué pensar…

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