Las interpretaciones sobre su figura son tan abundantes como contradictorias. Puede decirse que hay un Bolívar para cada partido. La derecha hizo de él un hombre de orden, la izquierda prefirió imaginarlo como un hombre del pueblo.
Ningún historiador es tan insensato como para negar la importancia de Simón Bolívar. Sus biografías repiten que fue el artífice de seis repúblicas de la actualidad: Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador, Perú y Bolivia… Aunque esta idea, mil veces repetida, no deja de plantear problemas. ¿Hay que contar también Panamá, que se independizó de España por su cuenta, antes de unirse a la Gran Colombia? ¿No tuvo nada que ver San Martín en la emancipación de Perú? Puntualizaciones aparte, resultaba obvio que nos hallamos ante una figura titánica y muy difícil de aprehender en sus múltiples dimensiones. Muy a menudo las diversas facetas de su personalidad parecían estar en guerra entre sí: “Fue un hombre excepcionalmente complejo, un libertador que desdeñaba el liberalismo, un soldado que menospreciaba el militarismo, un republicano que admiraba a la monarquía”.1
Bolívar procedía de una más que acaudalada familia de la aristocracia caraqueña, los denominados “mantuanos”, en alusión al manto que lucían las damas, o también “grandes cacaos”, por el producto de sus plantaciones. El bienestar de los suyos le permitió crecer entre algodones, rodeado siempre de criados solícitos.
Según una historia repetida por muchos historiadores, el patriarca de la familia, Juan Vicente Bolívar y Ponte, junto a otros dos distinguidos venezolanos, escribió en 1782 a Francisco de Miranda para quejarse de la opresión española y pedirle ayuda. John Lynch apunta que, si la carta es auténtica, constituye un testimonio de disidencia política. El problema es que se trata de un documento apócrifo. Miranda no era entonces muy conocido y no es creíble que unos aristócratas arriesgaran su posición para contactar con él.2
Muy a menudo las diversas facetas de su personalidad parecían estar en guerra entre sí: “Fue un hombre excepcionalmente complejo, un libertador que desdeñaba el liberalismo, un soldado que menospreciaba el militarismo, un republicano que admiraba a la monarquía”.
Cuando Bolívar y Ponte muere, deja viuda, María Concepción Palacios, y cuatro hijos. El pequeño Simón es el benjamín de la familia, con apenas tres años. La tragedia familiar se repite poco tiempo después con el fallecimiento de María Concepción, víctima de la tuberculosis. El futuro Libertador pasa entonces al cuidado de su tío, Carlos Palacios. Su nodriza, la negra Hipólita, una esclava, será a partir de entonces una madre de sustitución. Él le rendirá siempre una veneración profunda. Pero la relación con su tutor legal nuca estará presidida por la confianza o el entendimiento. Con apenas doce años, Bolívar se fuga de casa y acude a la de su hermana María Antonia, ya casada. Comienza entonces un pleito entre tío y sobrino que acabará con este último internado en la escuela de Simón Rodríguez, uno pedagogo muy avanzado para su época. Maestro y discípulo sabrán compenetrarse a la perfección. Bolívar, durante el resto de su vida, guardará un profundo reconocimiento hacia el hombre que, según sus propias palabras, formó su corazón “para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”.3
No obstante, puede discutirse hasta qué punto el maestro contribuyó a moldear al discípulo. John Lynch, en su conocida biografía, señala que el impacto de Rodríguez se ha sobrevalorado. Para Antonio Sáez Arance, los historiadores y hagiógrafos han sobrevalorado el influjo de un hombre que se habría limitado a enseñar las primeras letras al joven Simón. Al idealiza esta relación únicamente estaríamos proyectando sobre el Libertador “estereotipos literarios como el Emilio rousseauniano”. La importancia de Rodríguez en la vida de Bolívar se debería a su encuentro posterior, no a su relación poco armónica durante la infancia del Libertador.4
Para un criollo ambicioso, la Corte era un destino obligado porque eran en los aledaños del poder donde se decidían cargos y rentas. El viaje, además, poseía un indiscutible valor formativo. Desde el punto de vista de un americano, Europa era el equivalente al Grand Tour de los jóvenes británicos acomodados. Por ello, nuestro protagonista viaja a Madrid en 1799, donde le acoge su tío Esteban. Un amigo de Esteban, Manuel Mallo, disfruta de una influencia considerable por su amistad con la reina, María Luisa de Parma. Según las malas lenguas, el apuesto guardia de corps cuenta con libre acceso al lecho real. Durante su estancia en la capital el joven caraqueño aprovecha para formarse y divertirse. Es entonces cuando encuentra a la que será su esposa, María Rodríguez del Toro, sobrina de un marqués, con la que regresa a Caracas. La tentación de imaginar un enamoramiento romántico es fuerte, pero no hay que olvidar que la boda, como operación económica y social, presentaba todas las ventajas imaginables. Ella morirá apenas transcurridos unos meses, víctima de la fiebre amarilla. En honor a su memoria, el desconsolado viudo promete entonces no contraer nunca un nuevo matrimonio, aunque no por eso renuncia al sexo. Con el paso del tiempo interpretará su desgracia doméstica como un momento que cambió su vida para siempre, al hacerle salir de la privacidad hogareña para entrar en el mundo de la política.
De nuevo en Europa, en París, donde lleva tren de vida ostentoso, se relaciona con exiliados latinoamericanos. Tomará como amante a una mujer casada, Fanny de Villars, una de las grandes pasiones de su turbulenta vida amorosa. Entre tanto, aprovecha para leer con avidez a los grandes pensadores ilustrados: Voltaire, Rousseau, Montesquieu, D’Alembert… Uno de sus biógrafos destaca su talento para “combinar la vida de lujo y despilfarro con una verdadera vocación de estudio”.5 Entre tanto, permanece atento a la actualidad política. Aunque admira a Napoleón, le decepciona la desenfrenada ambición del corso, que traiciona los ideales republicanos al proclamarse emperador.
Es probable que en Francia entrara en contacto con el naturalista prusiano Alexander von Humboldt. Los términos de su encuentro se han exagerado a menudo. Lo más probable es que se limitaran a intercambiar algún comentario sobre América Latina. No hay pruebas, en cualquier caso, de que Humboldt se diera cuenta de que estaba delante de un futuro líder de la independencia. Él mismo, años después, reconocería que en aquellos momentos no pensó que el caraqueño fuera otra cosa que un soñador: “Jamás le creía llamado a ser jefe de la cruzada americana”.6
En 1805, en una escena mil veces repetida por la historiografía, el juramento del Monte Sacro, proclama solemnemente ante su mentor, Simón Rodríguez, que no descansará hasta destruir el dominio español sobre América. Tenemos diversas versiones del episodio, proporcionadas por sus dos protagonistas, pero, según Bushnell, no existen dudas acerca de su veracidad. Se trata, en cualquier caso, de un momento de resonancias épicas, en las que el futuro Libertador debió tener presente la imagen de Aníbal jurando odio eterno a los romanos. Obsesionados con el menor detalle acerca de su ídolo, los bolivaristas dedicarán un tiempo precioso a la polémica bizantina sobre cuál fue la auténtica colina de Roma en la que se produjo la escena. La cuestión, por supuesto, no es ésa, sino advertir que la declaración grandilocuente no pasa de las simples palabras. Es más, en esos momentos Bolívar se relaciona con el embajador español en la capital pontificia. Pío VII los recibirá a ambos en audiencia.7
Mientras nuestro héroe se encuentra en Europa, Francisco de Miranda protagoniza un fallido intento para liberar Venezuela. A la hora de la verdad, sus compatriotas se niegan a rebelarse contra el dominio español. Es más, lo apoyan activamente. Uno de los que se apresuran a ofrecer sus servicios a la Corona es Juan Vicente Bolívar. Su hermano Simón, en cambio, no se opone a la intentona, pero, por motivos no del todo claros tampoco está a favor. ¿Qué peligros cree que pueden derivarse la aventura? En cualquier caso, él no regresa a su patria hasta junio de 1807, cuando la oportunidad de pasar a la acción ya se ha desvanecido. De todas formas, se dedicará a sus negocios, no a la política, por más que en su interior se sintiera ya independentista. Como mucho, es posible que hablara con amigos, con ocasión de alguna tertulia, sobre el descontento que inspiraba el gobierno metropolitano. Entre los criollos prima la fidelidad a España, a la vez que se abre paso entre ellos un deseo creciente de participación en los asuntos públicos. Se reclama autonomía, todavía no independencia.
Bolívar convirtió sus palabras en actos en 1810, cuando se estableció una Junta que debía gobernar en nombre de Fernando VII, por esas fechas cautivo de Napoleón. Según la historiografía tradicional, éste será el punto de arranque de la Independencia. El gobierno criollo, necesitado de cuadros, encontrará en Bolívar a un partidario entusiasta. Lo enviará a Londres en misión diplomática, junto a Andrés Bello y Luis López Méndez, en parte para aprovechar su conocimiento de Europa, en parte porque él se ofreció a costear de su propio bolsillo los gastos de la embajada. Francisco de Miranda, buen conocedor de los entresijos de la política británica, ejerce de guía con los tres venezolanos. Bello defiende un régimen autonómico para Venezuela. Bolívar, en cambio, pese a las instrucciones recibidas, propugna la independencia ante los británicos y encuentra en Miranda un apoyo a sus convicciones. Londres, sin embargo, se resiste a hacer nada que pueda incomodar a los españoles, a los que necesita en esos momentos para mantener la presión contra Napoleón.
El papel del Libertador en la primera república va a ser, sin duda, poco glorioso. Poco es lo que puede hacer en medio de la incompetencia generalizada, con una burguesía empeñada en conservar a todo trance sus privilegios, de forma que los mestizos y los negros no encuentran ningún aliciente para incorporarse al proceso de la emancipación.
Bolívar instó a Miranda a regresar a su patria y luchar desde allí por la independencia. El viejo conspirador, por supuesto, no se hace de rogar, aunque en esos momentos, para la elite criolla, no deja de ser un anciano poco preparado para las tareas de gobierno. Una vez en Caracas, ambos forman parte de la Sociedad Patriótica, una institución escandalosa para los biempensantes al admitir en su seno a mestizos y mujeres. Desde su seno, ambos presionan para que se formalice la ruptura con España. Frente a los partidarios de la prudencia, Bolívar defiende en términos enérgicos una política valiente: “¡Que los grandes proyectos deben prepararse con calma! Trescientos años de calma ¿no basta?” Había llegado, a su juicio, la hora de actuar. Finalmente, la independencia queda proclamada de manera formal el 5 de julio de 1811. Las dificultades, sin embargo, era inmensas y no sólo por el poder que aún conservaban los españoles. Ciudades como Maracaibo o Coro protagonizan movimientos centrífugos en oposición a la hegemonía que detenta Caracas.
El papel del Libertador en la primera república va a ser, sin duda, poco glorioso. Poco es lo que puede hacer en medio de la incompetencia generalizada, con una burguesía empeñada en conservar a todo trance sus privilegios, de forma que los mestizos y los negros no encuentran ningún aliciente para incorporarse al proceso de la emancipación.
Un terremoto muy destructivo, con especial incidencia en la capital y en ciudades como Mérida o Barquisimeto, sume a los patriotas en el caos. Los realistas no pierden la ocasión de proclamar que Dios ha enviado la catástrofe para castigarles por su desobediencia al Rey. La pérdida de Puerto Cabello, una plaza bajo la autoridad de Bolívar, tras una sublevación de los prisioneros españoles, será el golpe de gracia para la causa de los independentistas. Avergonzado, el aprendiz de comandante implora benevolencia a Miranda: “Mi general, mi espíritu se halla de tal modo abatido que no me siento capaz de mandar un solo soldado”. No obstante, también intenta dejar claro que él no tiene la culpa del desastre. Los verdaderos responsables son aquellos que lo han traicionado. Entre ellos, el propio Miranda, al que acusa veladamente de no haberle prestado la ayuda que tanto necesitaba.8 Pese a que la patria se ha perdido en sus manos, él afirma que ha cumplido con su deber. Según Robert Harvey, el Libertador se muestra aquí como “un fanfarrón malcriado, tenso, egocéntrico, mucho más preocupado por su reputación que por el revés de la causa”.9
El viejo Precursor, desmoralizado, capitula en San Mateo y prepara su fuga. No imagina que un grupo de sus antiguos subordinados, entre los que se cuenta el Libertador, va a entregarlo a los españoles. La historiografía venezolana acostumbrará a correr un tupido velo sobre este episodio poco edificante. Desde la trinchera contraria, el español Salvador de Madariaga acusará a Bolívar de renegar de sus principios para salvar el pellejo. Madariaga era un ferviente antibolivariano, pero John Lynch, un historiador más ecuánime, se muestra igualmente crítico: “El arresto de Miranda fue una acción innoble, […], un castigo que no se merecía un hombre que había trabajado duramente tanto tiempo en favor de la causa americana”.10 Para justificarse, nuestro protagonista dirá que no se propuso para servir al rey sino dar su merecido a un traidor.
¿En qué pensaba en aquellos instantes? Su resentimiento con Miranda es patente. Si la decisión hubiera estado en su mano le habría hecho fusilar. Él, como tantos otros, no entiende la pasividad del Precursor, obsesionado con unas tácticas defensivas con las que ha desperdiciado la ventaja numérica de sus tropas. En cualquier caso, no deja de resultar llamativo que los españoles victoriosos no procedan a la confiscación de los bienes de un patriota tan significado como Bolívar. Éste, con su situación pendiente de un hilo, opta por marcharse al extranjero y afrontar el porvenir incierto de los exiliados políticos. Monteverde, el jefe realista, le concede un pasaporte. Teme que, si continúa en Venezuela, “su influencia y conexiones” puedan llegar a ser peligrosas, dado lo especial de las circunstancias.11
En diciembre de 1812, a través del Manifiesto de Cartagena, Bolívar llama a los neogranadinos a unirse al combate por la libertad. Hay que retomar esfuerzos y corregir los errores del pasado, como la tendencia a promulgar leyes perfectas sobre el papel, pero inaplicables en la realidad.
Nadie espera que Bolívar protagonice un regreso espectacular, pero eso es precisamente lo que va a suceder. En diciembre de 1812, a través del Manifiesto de Cartagena, llama a los neogranadinos a unirse al combate por la libertad. Hay que retomar esfuerzos y corregir los errores del pasado, como la tendencia a promulgar leyes perfectas sobre el papel, pero inaplicables en la realidad. Su postura es la de un pragmático, no la de un doctrinario. Por eso dirige duras críticas a todo los “visionarios” que, en lugar de luchar por lo posible, han imaginado “repúblicas aéreas”. Una y otra vez, insistirá en que la constitución estadounidense funciona en Norteamérica, no en América Latina.
Durante la denominada “Campaña Admirable”, gracias a su rapidez de movimientos, obliga a retirarse a las tropas realistas, superiores en número, a las que pilla por sorpresa para, inmediatamente después, incorporar a los soldados vencidos a su propio ejército. Los éxitos militares van acompañados de una decisión extremadamente polémica, cruel, pero comprensible en el contexto de unas guerras salvajes. Cuando firma el Decreto de Guerra a Muerte promete a los españoles que les espera el fin a no ser que apoyen activamente la secesión. Los americanos de origen, en cambio, verán garantizada su integridad, aunque no sean patriotas. Desde su óptica, no hace más que responder a las atrocidades del bando realista.
El Decreto, en cierta medida, afectó de manera negativa a la imagen de los patriotas, pero por otra parte los benefició en términos militares: fueron muchos los españoles que desertaron de las filas realistas. Desde entonces, las valoraciones historiográficas son más benevolentes o más críticas en función de las simpatías del autor. David Bushnell le quita importancia a la medida: no hay que tomarla al pie de letra porque nunca llegó a aplicarse estrictamente, aunque también sea cierto que la amenaza de la pena de muerte siempre estuviera ahí. A su vez, Antonio Sáez Arance comenta las repercusiones de la medida desde el punto de vista de la construcción de una nación incipiente: el Decreto polariza la lucha al establecer con toda claridad un “nosotros” contra un “ellos”.12
La guerra relámpago será coronada con la proclamación de la Segunda República. Su gran artífice verá recompensada su gesta con el título de “Libertador”, por el que es conocido hasta hoy. Será el mayor orgullo de su vida.
La segunda independencia venezolana, al repetir los errores de la primera, acabará igualmente con un fracaso clamoroso. ¿Por qué han de apoyar los negros y los pardos a los mismos criollos que los explotan cada día? El realista José Tomás Boves, al frente de su “Legión Infernal”, destroza a los patriotas en la batalla de La Puerta. Según la historiografía tradicional, el caudillo de los míticos llaneros, rudos y magníficos jinetes, habría sido crueldad personificada, un auténtico psicópata. Sería más objetivo, por el contrario, consignar cómo su liderazgo representa el ansia de venganza de la plebe contra los abusos de los hacendados. Estos latifundistas se apropiaban en los Llanos de una tierra que hasta entonces había sido colectiva, no propiedad particular. No es de extrañar, por eso, que una multitud de desheredados buscara oportunidades de beneficio económico a través del saqueo. Defendían, pues, sus propios intereses, no los de la Corona. Los realistas siempre fracasaron en su intento de mantenerles bajo control. Como señala John Lynch, si hicieron lo que hicieron fue por luchar por su libertad y por su ganado, en un momento en que los criollos fomentaban su privatización. No resulta sorprendente que las autoridades realistas, atemorizadas ante su empuje, los definieran como “insurgentes de otra especie”.13 Su lealtad era para con su caudillo, un ser concreto al que conocían, no para una patria, idea abstracta que les resultaba ajena.
Tras la victoria de Boves el pánico cunde entre los patriotas. Bolívar reacciona con la ejecución de unos ochocientos prisioneros, sin excluir a los que estaban hospitalizados. Se trata de una medida preventiva con vistas a impedir un posible alzamiento al amparo del reciente triunfo del caudillo de los llaneros. Tiene en mente la forma en que había perdido Puerto Cabello, dos años atrás, y no quiere que se repita el mismo fracaso.
La situación ha escapado a todo control. Venezuela se halla sumida en la anarquía, sin que ningún bando tenga la fuerza suficiente para asumir el control. Realistas y patriotas luchan entre ellos mientras se alzan contra la dominación blanca. Los independentistas temen el dominio negro más que el de los españoles. Bolívar no tendrá más remedio que refugiarse en Jamaica, donde escribirá la celebérrima Carta en la que hace autocrítica y fija directrices para el futuro. En esos momentos su porvenir parece muy oscuro: vive en la pobreza, con dificultades para pagar el alquiler. La necesidad lo obliga a depender de Maxwell Hyslop, un amigo inglés que le presta el dinero que tanto necesita. Pero él no es un hombre que se hunda en las dificultades, sino lo contrario: es en los peores momentos cuando da lo mejor de sí mismo. Sabe que la tenacidad es la condición sine qua non de la victoria. Guiado por este espíritu, alternará en los años siguientes éxitos y fracasos.
Venezuela se halla sumida en la anarquía, sin que ningún bando tenga la fuerza suficiente para asumir el control. Realistas y patriotas luchan entre ellos mientras se alzan contra la dominación blanca. Los independentistas temen el dominio negro más que el de los españoles.
España, libre ya de la ocupación francesa, había lanzado un ambicioso intento de reconquista a las órdenes de Pablo Morillo, uno de sus generales más capaces. Las victorias van a sucederse para los realistas, aunque ninguna será suficiente para acabar con los rebeldes, sobre todo porque los excesos represivos, en forma de fusilamientos, confiscaciones y deportaciones, van a tener un efecto contraproducente para la causa de la metrópoli. Mientras tanto, las tropas monárquicas evidencian síntomas de agotamiento. Bolívar, consciente de que su causa necesita apoyos, abre la puerta a la abolición de la esclavitud, aunque la emancipación está reservada sólo a los que abracen el partido republicano. De esta forma, los esclavos pasan a tener un motivo para luchar por la independencia, sobre todo porque los españoles se muestran incapaces de igualar la oferta. Tienden, de todas formas, a mostrarse renuentes en lo que para ellos es una guerra entre blancos.
Nuestro protagonista actuó, en parte, por principios, pero sobre todo por interés político. Necesitaba partidarios y quería que los negros se ganaran su libertad en el campo de batalla. De esta forma, las bajas que inevitablemente se producirían entre ellos ayudarían a desactivar la temida “cuestión racial”. Puesto que los esclavos son una amenaza por su excesivo número, la guerra contribuye de esta forma, según Bolívar, a paliar el problema.
Movido por la necesidad de conectar con las clases populares, el Libertador otorga protagonismo a generales de extracción humilde como José Antonio Páez o el mestizo Manuel Piar, al que hace fusilar cuando teme que pueda hacerse lo suficientemente poderoso como para acaudillar, supuestamente, a las pardos, indígenas y negros contra los criollos. Sabe que no está siendo del todo justo, porque otros que han sido acusados de lo mismo que Piar no han sido tratados con tanta severidad, sobre todo si son blancos, pero piensa que la ejecución constituye, en esas circunstancias, una “necesidad política”. Debe imponer su autoridad en términos inequívocos, de manera que nadie sienta la tentación de atreverse a desafiarla. Pero no se trata sólo de una cuestión de establecer quién es el líder; también están juego principios políticos opuestos. Si Piar encarna el regionalismo y la revolución negra, Bolívar se presenta como el adalid del centralismo y la paz interracial. Él, además, encarna el imperio de la ley, algo por completo diferente al poder personal de un caudillo.
Páez era todo lo contrario de un militar profesional. Se ganó la estima de sus hombres compartiendo una vida llena de privaciones e incomodidades, en la que muchas veces había que dormir al raso o conformarse con un pedazo de carne sin sal como alimento. En el campo de batalla, tampoco dudaba en arrostrar los mismos peligros. Como general, su estrategia acostumbraba a ser muy básica. Se limitaba a lanzar cargas en tropel de sus lanceros, “los mejores y más osados jinetes del mundo”, a decir de un enemigo de su causa, el capitán español Rafael Sevilla.14
Cuando Páez se reúna con el Libertador, éste, pese a su origen aristocrático, sabrá vencer las reticencias de los llaneros demostrando que no desmerecía al jinete más esforzado. No obstante, Páez no dejó de mantener un criterio propio por más que aceptara su jefatura. Su ausencia de disciplina podía transformarse en un auténtico inconveniente durante la lucha contra el enemigo.
Más que los rudos llaneros, con los que nunca sabe bien a qué atenerse por el abismo cultural que los separa, Bolívar conecta con los oficiales británicos, que se incorporan en número creciente a sus filas. Su aportación, a la hora de instruir a los patriotas, será inestimable. Uno estos militares, el irlandés Daniel Florence O’Leary, se convertirá en su edecán y biógrafo. Pero a América también llegan soldados voluntarios, reclutados en una situación de ilegalidad porque, en teoría, los ingleses no estaban en contra de España. Se formó así un grupo de extranjeros, la denominada Legión Británica, que, a decir de John Lynch, marcó la diferencia en el transcurso de los combates. De ahí que el propio Bolívar dijera que el auténtico Libertador era Luis López Méndez, el responsable del reclutamiento en la capital del Támesis.15
El paso de la formidable cordillera, en medio de mil penalidades a casi cuatro mil metros de altitud, se convierte en una hazaña épica. Sólo el carisma de Bolívar explica que sus hombres, inmersos en aquella ruta infernal, le siguieran. Convencidos de lo imposible de tal proeza, los realistas permanecen desprevenidos.
En 1819, en una nueva demostración de su genio militar, nuestro protagonista atraviesa por sorpresa Los Andes. El paso de la formidable cordillera, en medio de mil penalidades a casi cuatro mil metros de altitud, se convierte en una hazaña épica. Sólo el carisma de Bolívar explica que sus hombres, inmersos en aquella ruta infernal, le siguieran. Convencidos de lo imposible de tal proeza, los realistas permanecen desprevenidos. Es entonces cuando el Libertador cae sobre el ejército del Rey en Boyacá. La victoria, aplastante, le abre el camino hacia Bogotá. Morillo, al informar sobre el desastre, escribe que su enemigo ha recuperado en un solo día lo que el ejército español había conseguido tras cinco años de muchos combates. Para David Bushnell, ésta fue la batalla más importante en la vida de Simón Bolívar, la que marcó un antes y un después. Hasta ese momento había ganado unos combates y perdidos otros. En adelante, su trayectoria militar consistirá en una sucesión de éxitos, sólo con alguna derrota de carácter puntual.16
Como militar, nuestro hombre sobresale por la rapidez de sus movimientos y su tremendo arrojo en combate. El realista Rafael Sevilla cuenta en sus memorias cómo, mientras dirigía sus tropas, no temía ponerse al alcance de las balas enemigas: “Veíamos al mismo Bolívar montado en su mula en medio de sus edecanes, recorrer el campo a tiro de fusil de nosotros”.17
De todas formas, la metrópoli se resiste a reconocer que la independencia es irreversible. Un nuevo ejército aguarda en Cádiz, listo para cruzar el Atlántico. La rebelión de Riego a principios de 1820 significa el inicio de un gobierno liberal a la vez que un golpe formidable a los planes para restaurar el antiguo status quo en el Nuevo Mundo. Para los partidarios del absolutismo está claro que la jura de la Constitución no puede ser otra cosa que una “infausta nueva”. El nuevo régimen, a su juicio, tenía que acelerar por fuerza el desmoronamiento de la causa española. Riego era un traidor y no había hecho más que favorecer “a la insurrección americana”.18
Morillo, a falta de refuerzos, se ve obligado a negociar con el Libertador. Pero el gobierno constitucional de la península pide un imposible: paz a cambio de que los patriotas reconozcan su autoridad. A éstos, por descontado, no les ocurre rendirse ahora que están en una posición de fuerza. ¿Por qué van a conformarse con menos de la independencia? Como la cuestión está mal planteada por las autoridades metropolitanas, se firma un armisticio, con el cual, de hecho, España reconoce la existencia de los rebeldes, pero la ansiada paz no llega. Habrá que esperar al año siguiente para que Venezuela alcance su libertad definitiva, tras otro triunfo resonante de las armas patriotas, esta vez en Carabobo. El éxito, por desgracia, se ve oscurecido por la situación anárquica del país. Nuestro héroe parece sentirse desbordado por el desorden. “Esto es un caos: no se puede hacer nada de bueno porque los hombres buenos han desaparecido y los malos se han multiplicado”, escribe en un instante de abatimiento.19
Sobre Perú, gran bastión del dominio colonial, convergen el ejército de Bolívar desde el norte y el de José de San Martín desde el sur. Ambos próceres se entrevistan en Guayaquil, en un encuentro que no ha podido ser esclarecido del todo por los historiadores. Los historiadores, desde entonces, se han dividido entre los partidarios del venezolano y los del argentino. Lo que parece claro es que ambos hombres, lejos de congeniar, defendían proyectos incompatibles. Bolívar se mantenía intransigente en su rechazo a los españoles. San Martín, al que le hubiera importado llegar a un acuerdo con ellos para establecer algún tipo de monarquía, opta entonces por ceder el campo a su colega, que llegará a Lima en 1823. Las victorias de Junín y de Ayacucho significarán la derrota total de los partidarios de la metrópoli. Comienza, sin embargo, un periodo no menos complicado. Hay que organizar los nuevos estados en medio de continuas disensiones. Bolívar, aunque rechaza la figura de un rey, persigue, en realidad, una forma de gobierno monárquico disfrazado de república. Le obsesiona la idea de alcanzar, de una forma o de otra, un gobierno fuerte.
Debe tomar una decisión con respecto al Alto Perú. ¿Hay que colocar la región bajo el gobierno de Lima o en manos de la autoridad de Buenos Aires? La zona acaba convirtiéndose en otro Estado independiente, que adopta el nombre de Bolivia en homenaje al Libertador. Éste va utilizar la nueva república como campo de pruebas para aplicar políticas que no ha podido llevar a cabo ni en Colombia ni en Perú. Fiel a su concepción de un país de pequeños propietarios, lanza una reforma agraria para que los indígenas accedan de manera individual a la tierra. En la práctica, la medida sólo beneficiará a los latifundistas blancos, que acaparan en poco tiempo las fincas. La población nativa se verá así en peores condiciones, marginalizada en un Estado donde la Constitución que ha elaborado el Libertador les impide el derecho al sufragio, limitado en función del grado de alfabetización.20
Aunque Bolívar era un republicano convencido, implantó una presidencia vitalicia en la que el titular tenía derecho a escoger a su heredero. En la práctica, el sistema no se diferenciaba mucho de una monarquía tradicional, aunque se suponía que el sucesor ascendía a su cargo no por derecho de nacimiento sino por méritos propios.
Desde el punto de vista del régimen político, Bolivia constituía un híbrido paradójico. Aunque Bolívar era un republicano convencido, implantó una presidencia vitalicia en la que el titular tenía derecho a escoger a su heredero. En la práctica, el sistema no se diferenciaba mucho de una monarquía tradicional, aunque se suponía que el sucesor ascendía a su cargo no por derecho de nacimiento sino por méritos propios. Se buscaba, por este camino, establecer un gobierno lo suficientemente fuerte como para asumir los considerables retos del periodo inmediatamente posterior a la independencia, una etapa en la que la estabilidad política aparecía amenazada por nuevos vientos revolucionarios.
El Libertador soñaba con que todas las tierras latinoamericanas presentaran un frente unido en la esfera internacional, de forma naciera así una nueva potencia capaz de medirse de igual a igual con Estados Unidos y los países europeos. La idea no es constituir una nueva nación, algo obviamente imposible, vista la enorme diversidad de los pueblos continentales, sino establecer un vínculo confederado. Este lazo entre naciones iguales en derechos debía garantizar la defensa común frente a una hipotética intervención europea, a la vez que impulsaría el desarrollo con la creación de un espacio económico común, a través de la supresión de los aranceles.
No será eso lo que ocurra: las fuerzas centrífugas hacen imposible que el viejo imperio de los españoles presente un mínimo de unidad, por tenue que ésta sea. Mientras tanto, los generales de la independencia van en camino de convertirse en nuevos autócratas. En 1826 Páez protagoniza una rebelión, la denominada “Cosiata”, con vistas a separar Venezuela de la Gran Colombia. La situación posee un matiz irónico: Páez, nombrado por Bolívar jefe militar, cuenta con los medios para destruir la obra del Libertador.
Desde Caracas, la dependencia de un gobierno foráneo se vivía como una humillación, por lo que se esgrimieron todo tipo de agravios, en ocasiones inventados. Si los venezolanos no tenían más representación en el Congreso no era porque estuviesen marginados sino porque se resistían a desplazarse a la Nueva Granada, en un viaje largo y fatigoso, a ocupar sus cargos. Además, aunque estuvieran subrepresentados en los puestos políticos, disfrutaban de una absoluta hegemonía en los de carácter militar.21
Para evitar una guerra civil Bolívar promete la amnistía a Páez y sus seguidores. Los dos generales escenifican una reconciliación en público: Páez lleva su propia escolta, el Libertador se acerca a él sin protección. En un intento desesperado de frenar su rebeldía va a colmar de honores al jefe llanero, al que denominará “Salvador de la República”. Como político, siempre destacará por un agudo sentido del pragmatismo a la hora de enfrentarse a todo aquello que no puede evitar.
Tanto en Perú como en Colombia se multiplican las conspiraciones en su contra. La América que él ha liberado se ha convertido en un infierno de facciones enfrentadas entre sí. Para sus enemigos está claro que ambiciona el poder absoluto.
Apaga un fuego sólo para que enseguida se enciendan otros. Bolívar hace llamamientos a la unidad, pero todo es en vano. Tanto en Perú como en Colombia se multiplican las conspiraciones en su contra. La América que él ha liberado se ha convertido en un infierno de facciones enfrentadas entre sí. Para sus enemigos está claro que ambiciona el poder absoluto. ¿Fue un precursor, tal vez, de los caudillos que van a proliferar en el continente? Como ha señalado Antonio Sáez Arance, dos rasgos principales le separan de este tipo de mandatarios: respeta siempre la legalidad formal y no patrocina redes de clientelismo o corrupción.22
A la hora de construir la paz todo falla. Nuestro héroe intenta favorecer a los indígenas, pero sus medidas resultan del todo contraproducentes. La población originaria cambia la propiedad colectiva de la tierra por la individual… Los campesinos encuentran entonces que carecen de recursos para hacer viables sus explotaciones. Sólo les queda el camino de endeudarse con los terratenientes, el primer paso para acabar perdiéndolo todo y verse reducidos a la condición de jornaleros.
Tras dos años finales de continuos fracasos, Bolívar muere el 17 de diciembre de 1830 en medio de la soledad y la amargura, físicamente exhausto y sumido en la depresión, no solamente por los continuos ataques contra su buena fama, también por el asesinato de Sucre, el más leal de sus generales, en el que había pensado como sucesor político. Llegado a este punto, está convencido de que todos los esfuerzos de su vida han servido de muy poco. Servir a una revolución, aseguró en una demostración tremenda de desengaño, equivale a arar en el mar. A los latinoamericanos únicamente les queda una sola perspectiva de futuro: emigrar.
Desde su desaparición, las interpretaciones sobre su figura son tan abundantes como contradictorias. Puede decirse prácticamente que hay un Bolívar para cada partido. La derecha hizo de él un hombre de orden, como reflejan los elogios de Vallenilla Lanz a su faceta más autoritaria. La izquierda, por el contrario, prefirió imaginarlo como un hombre del pueblo. Manuel Pérez Vila, por ejemplo, lo vio como el generoso reformador que intentó establecer cambios en favor de los indígenas. Sus medidas habrían fracasado por la estrechez de miras de otros, los verdaderos culpables de que se torciera la historia americana.23 De esta forma, siempre hay un Libertador a la carta para satisfacer cualquier necesidad política o intelectual. ®
Notas
1 Lynch, Simón Bolívar, p. VII.
2 Lynch, Simón Bolívar, pp. 9–10.
3 Campos, Bolívar, p. 25.
4 Sáez Arance, Simón Bolívar, p. 20. Lynch, Simón Bolívar, p. 22.
5 Bushnell, Simón Bolívar, p. 18.
6 Lynch, Simón Bolívar, p. 31.
7 Sáez Arance, Simón Bolívar, p. 29.
8 Sáez Arance, Bolívar, pp. 56–57.
9 Harvey, Los Libertadores, pp. 106–107.
10 Lynch, Simón Bolívar, p. 85.
11 Harvey, Los Libertadores, p. 119.
12 Bushnell, Simón Bolívar, p. 49. Sáez Arance, Bolívar, p. 63.
13 Lynch, Simón Bolívar, pp. 111–112.
14 Sevilla, Memorias de un oficial del ejército español, p. 145.
15 Lynch, Simón Bolívar, p. 168.
16 Bushnell, Simón Bolívar, p. 93.
17 Sevilla, Memorias de un oficial del ejército español, p. 181.
18 Sevilla, Memorias de un oficial del ejército español, pp. 259, 274.
19 Lynch, Simón Bolívar, p. 191.
20 Sáez Arance, Bolívar, pp. 134–135, 137.
21 Bushnell, Simón Bolívar, p. 142.
22 Sáez Arance, Simón Bolívar, pp. 152–153.
23 Prólogo a Campos, Jorge. Bolívar, p. 13.