Dice el Astrólogo, personaje de Los siete locos: “No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda”. Su “locura”, dice Thonis, comienza y se agota en su performatividad, pero dejando algunos charcos de sangre.
Come you spirits That tend on mortal thoughts,
unsex me here.
Macbeth, William Shakespeare
Entre el asombro, el estupor y la fascinación, el Astrólogo, personaje de la novela Los siete locos (1929), se halla en espejo ante un universo mudo, cuyos reflejos multiplican una prodigalidad de fuerza y de odio. ¿Cómo poder explotar esto? Concibe una imagen del universo donde ha sido suprimida toda falta, marca y nombre.
No hay relato de origen que pueda dar una versión del universo y por eso el Astrólogo, haciendo las veces de hermano mayor, se sitúa como supuesto autor de una Ley que nunca alcanza a instituir o a firmar. Es que este hermano mayor —en tanto sustituto paterno— no ocupa sino el lugar de una Madre universal de todos los hombres, por su concepción del origen, la muerte y la sexualidad.
El Astrólogo es el narrador confesional de ese origen sin escena —sin versión— que en su utopía de una sociedad perfecta, al pasar por la palabra, no hará sino reproducir lo ya escrito en la historia, donde coexisten la memoria “nueva” de las revoluciones con el retorno a las formas más brutales de la esclavitud.
Su imposibilidad de dar una versión plural del origen deriva en sucesivas fantasías de exterminio y la hipótesis de una solución para la indecibilidad del deseo, que hace hincapié en las formas de la androginia.
Si la sociedad se constituye simbólicamente como un rechazo de lo femenino, en el orden esbozado por el Astrólogo su supresión sería total. Ahí la androginia se envuelve en la unisexualidad mediante una prótesis totalmente asexuada. El cómo explotar deriva en cómo cuantificar esa prodigalidad de fuerzas, que desde el lugar del acreedor ausculta en el espíritu de la época. Una gran masa orgánica que amenaza tragárselo.
La escena de la ejecución de los peleles en Los siete locos puede leerse como escenificación en miniatura de esa imposibilidad: “Vos, pierrot, sos Erdosain; vos, gordo, sos el Buscador de Oro; vos, clown, sos el Rufián; y vos, negro, sos Alfón. Estamos de acuerdo”.
Una de las lecturas de Los siete locos y Los lanzallamas (1931) que ha reparado en el lugar decisivo que ocupa el Astrólogo en el contexto —y en la misma construcción— de la novela ha sido la de Ana María Zubieta (en El discurso narrativo arltiano, Hachette, 1987), que con lucidez refuta las lecturas que de entrada califican ideológicamente a los personajes o asimilan sus enunciados —dialógicos, equívocos— a supuestas ideas de su autor. Argumenta un análisis de las varias reversibilidades que obran entre la utopía, la parodia y el grotesco.
Si la sociedad se constituye simbólicamente como un rechazo de lo femenino, en el orden esbozado por el Astrólogo su supresión sería total. Ahí la androginia se envuelve en la unisexualidad mediante una prótesis totalmente asexuada. El cómo explotar deriva en cómo cuantificar esa prodigalidad de fuerzas, que desde el lugar del acreedor ausculta en el espíritu de la época. Una gran masa orgánica que amenaza tragárselo.
Ahora bien: el discurso del Astrólogo no puede constituirse nunca como un todo, establecer un continuo, habida cuenta del sentido que está en su “mentira metafísica” y que no es ajena a su concepción del origen.
El “todo” siempre se engendra y consuma en su acto de discurso: “No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda”. Su “locura” comienza y se agota en su performatividad, pero dejando algunos charcos de sangre.
Multiplica así enunciados que no describen hechos, donde la enunciación equivale a la realización de un acto como “yo juro”, el cual es en sí mismo un hecho que se sustrae a la diferencia verdadero o falso. El Astrólogo notifica que lo que enuncia puede variar según su interlocutor: “Cuando converse con un proletario seré rojo”. Estos cambios azarosos en lo ideológico y lo ético responden a dos supuestos que obran como axiomas. Por un lado, comprueba la pérdida de toda referencia teológica —“La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico”— y, en contraste con el positivismo de las décadas anteriores, advierte que una “peste de suicidio” se manifiesta ante la falta de respuesta de la ciencia que sustituye la religión. Ahí es donde intenta constituir el bloque, su conjunto elegido, el “seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación”.
La función del padre se juega y presentifica negativamente a través de la comicidad más feroz del grotesco.
Resuena en el relato “El jorobadito” (1933). El novio no puede recibir “legítimamente” una mujer del padre según la ley del intercambio. Ella, la novia, la mujer, está fundida con un orden regulado por el goce de dos mujeres —su madre y ella— y por eso el narrador declara resistirse a ser “uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida”.
El pretendiente pide a su prometida una rara prueba de amor, es decir de separación: que bese al repugnante Jorobadito, como si sólo a través de ese contacto con lo diferente —lo sórdido, lo contrahecho— pudiese salir de ese goce garantizado donde dormita el incesto y en el cual la madre reina como una moral que anula al padre y al novio, que es incapaz de tomarla, prefiere “perderla” como mujer para que ella deje de completarse con el total que es la Madre.
Lo grotesco en Arlt se va desprendiendo del grotesco marcado por la necesidad —el Mateo de Discépolo— y de la lectura sentimental y filantrópica que hiciera el grupo Boedo de Dostoievski.
El grotesco se estiliza en su obra. En “El jorobadito” una mueca sarcástica pretende desbaratar el legado mortífero que se urde entre dos mujeres. El desplazamiento de los códigos centrados en la pobreza, la necesidad o la moral se hace ostensible hasta la irrisión cuando el corcovado enuncia su papel como el cumplimiento de la más alta misión filantrópica. Al estrangular al Jorobadito el cinismo del narrador alcanza su apoteosis. Se muestra en demasía “fiel” a las formas a las que parecía enfrentarse, afines a la moral de esas dos mujeres: el padre no aparece ni siquiera humillado, cumple una función decorativa, por eso el grotesco se torna más feroz.
Al asesinar al Jorobadito el personaje “cumple” la tácita sentencia de las mujeres contra el estropicio y llega hasta lo delirante: se asombra de que socialmente se lo juzgue por ese crimen. La misma sentencia de las madres cumple Erdorsain al descargarle el revólver a la Bizca mientras le reprocha haber tocado las braguetas de los hombres. El cinismo que se palpita en este grotesco feroz deja escuchar el goce mortífero que trabaja los cuerpos desde las mujeres: la posibilidad de un discurso sin tercero.
La ejecución de los peleles es un simulacro demostrativo que el Astrólogo, quien se designa como “hombre de acción”, se ofrece para excitarse, inspirarse. Por un brinco ha entrado en un orden de imposibilidad, común a ese universo sin marca ni nombre.
Del teatro de muñecos, que va aniquilando espectralmente como un sombrío titiritero, al teatro de operaciones, media una dificultad: tiene que completar las conexiones entre los silogismos demostrativos, dotar de alguna eficacia a la mentira en función de la felicidad humana, para que el “miente, miente, miente” pueda reproducirse, hasta tomar la posta de una generación.
Antes le era suficiente dejarse tomar por un rapto mágico, jugar con sujetos reducidos a muñecos. Ahora, la cuestión es hacer muñecos con los hombres. Su monólogo se torna un “sistema telegráfico, vibrante, interrumpido”, que no cesa de inscribir su hipótesis del continuo, el “seremos tales o cuales”, que hace a los diversos grados de iniciación de un programa. Éste no logra conformarse y sólo desencadena en cada frase lo no inscrito.
Lo que sustrae sin dejar marca: la huida misma de lo femenino que tan sólo podría suprimirse en otra Mujer sin falla.
No es casual que el Astrólogo odie a las mujeres “concretas”. Tal cual: “Las mujeres le eran odiosas: las veía abatirse bajo la sensualidad de los machos para ofrecer por todas partes la fealdad de sus vientres hinchados. Tenían exclusivamente capacidad para el sufrimiento; éste era un mundo de gente fatigada, fantasmas apenas despiertos que apestaban a tierra con su grávida somnolencia, como en las primeras edades los monstruos perezosos y gigantescos”.
El núcleo delirante es su creencia de que hay un hilo hacia esas primeras edades y para eso debe resolver el enigma: la diferencia inquietante de lo femenino-masculino, donde lo que falta a un sexo no se completa en el otro, y por eso hay palabra y transmisión de discurso. Intenta homogeneizar suprimiendo toda posible versión del origen. La consecuencia es que siempre viene a encontrarse–desconocerse en el mismo punto de enunciación que lo aprisiona en el imperativo del cero sin posibles sucesores, a causa de que anula el pasaje de un aleph a otro.
Así se lo escucha cuando retraduce la fantasía donde ese origen colma el fin:
Es necesario instalar fábrica de gases asfixiantes. Conseguirse químico. Células, en vez de automóviles camiones. Cubiertas macizas. Colonia de la cordillera, disparate. O no. Sí. No. También orilla Paraná una fábrica. Automóviles blindaje cromo acero níquel. Gases asfixiante importante. En la cordillera y en el Chaco estallar revolución. Donde haya prostíbulos, matar dueños. Banda asesinos en aeroplano. Todo factible. Cada célula radiotelegrafía. Código y onda cambiante sincrónicamente. Corriente eléctrica con caída de agua. Turbinas suecas. Erdosain tiene razón. ¡Qué grande es la vida!
¿Quién soy yo? Fábrica de bacilos bubónica y tifus exantemático. Instalar academia estudios comparativos revolución francesa y rusa. También escuela de propaganda revolucionaria. Cinematógrafo elemento importante. Ojo. Ver cinematógrafo. Erdosain que estudie ramo. Cinematógrafo aplicado a la propaganda revolucionaria. Eso es.
Este pensamiento telegráfico, paratáctico, no es una condensación apretada, sino la imposiblidad misma del programa que no puede establecer un orden de consecución entre las premisas y las conclusiones: “Es necesario crearse la complicación. Y ver claro. Primero instalar el prostíbulo, la colonia en la montaña… pero ¿cómo hacer desaparecer el cadáver?”
La mayor parte de la crítica —que se apoya en Bajtín— no ha registrado todavía que hoy no estamos en la cultura de la fiesta medieval, de la parodia sacra y de la pérdida: al desaparecer el cuerpo mismo del cadáver tanto el carnaval como el duelo se han vuelto imposibles.
Y Arlt anticipa la esctructura de la ideología argentina como una crisis sacrificial que luego tomará la forma de un duelo crónico. Los enunciados que emite el Astrólogo no pueden afirmarse o negarse, se deslizan hacia una lógica modal donde no se atribuye a tal o cual proposición un valor de verdad o falsedad, sino que se indica el modo que las determina.
El “es necesario que S sea P” es uno de los modos explicitados por Aristóteles, afines a la posibilidad —por ejemplo: “es posible que S sea P”—, la imposibilidad y la contingencia.
El modus —“es necesario que esto sea aquello”— nunca encontrará en este discurso el dictum necesario para constituir una proposición de tipo modal “clásica”, en tanto estos enunciados piden ser traducidos a valores de verdad y falsedad. Más bien responden a las llamadas modalidades deónticas del tipo “es obligatorio que…”, que conciernen a lo obligatorio, lo permitido, lo indiferente y lo prohibido.
Es el dilema de si un acto tautológico debe o no ser obligatorio. Todos estos actos enunciados anteriormente por el Astrólogo están prohibidos. Él los enuncia como necesariamente obligatorios. Lo único que no está permitido es su negación, lo cual conduce a un J. Hintikka a la “anarquía moral” o el “nihilismo moral”.
Abundan los verbos realizativos en voz activa y con preeminencia de infinitivos, pero sustrayendo la primera persona singular que nunca los asume.
Estamos ante cierta clase de sofisma en tanto argumento aparente. No es el caso de la sofística tradicional, que puede argumentar sobre cualquier clase de dichos, previa asunción de una posición.
Así, por ejemplo, Antístenes, fundador de la escuela cínica, argumentaría que este tipo de frases no pueden ser falsas ya que son predicados de un mismo sujeto, y si no se dice lo mismo que éste, ya se habla de otra cosa. En sus antípodas, un Protágoras las consideraría “verdaderas” ya que para él el lenguaje es un ser, diga lo que diga.
En ambos casos se asimila “lenguaje” a “proposición”; los sofistas parecen estar hablando acerca de éstas, pero su referencia son todas las frases de la lengua; es un sofisma refutado por Aristóteles, quien instituye la delimitación —clásica— entre enunciar una proposición y decir “cualquier cosa”.
Se notará que el sujeto no está excluido en la construcción de las frases. Se designa como una “fábrica de bacilos”, pregunta quién soy, afirma, niega, vuelve a afirmar y así sucesivamente. Su posición es distinta de la que ocupa Epiménides respecto de su “yo miento”, ya que éste se incluye —es sofista— en una relación total con lo que enuncia: ahí esa paradoja de origen dividido que insistió en la historia de la lógica.
En el enunciado —de la misma forma lógica que “yo miento”— “todos los cretenses son mentirosos” la paradoja se resuelve diferenciando clases superpuestas de tipos lógicos. Con el Astrólogo de Artl esto no es posible: no es un sofista porque se incluye parcialmente en lo que enuncia, cabalga los enunciados en tanto enunciador, los conforma con restos de otros códigos.
Si bien hay una referencia histórica que vincula su discurrir con las revoluciones francesa y bolchevique, su método de acción terrorista presupone un programa inexistente tanto en lo político como en lo militar. No es verdadero ni falso: es performativo como los discursos políticos del populismo. El Astrólogo no es “fascista” ni “revolucionario”. La suya es una performatividad sin masas. Su “ideología” es el recurrir de esa idea fija, siempre denegada, una remisión interminable a la prodigalidad potencial del universo, que se fractura ante la imposibilidad lógica y política que el mismo modo de su enunciación genera. Su impotencia política resulta de que su programa no existe sino en el acto de enunciarse, y de ahí las oscilaciones “de los sí y de los no”. La recurrencia por la cual se ve obligado a “fundar” retrospectivamente el origen como una madre que posee todos los dones.. Pero la inscripción y cuantificación de lo potencial se resuelve en un fallo respecto a “todo”, “lo universal”.
Si bien hay una referencia histórica que vincula su discurrir con las revoluciones francesa y bolchevique, su método de acción terrorista presupone un programa inexistente tanto en lo político como en lo militar. No es verdadero ni falso: es performativo como los discursos políticos del populismo. El Astrólogo no es “fascista” ni “revolucionario”. La suya es una performatividad sin masas.
El discurso del Astrólogo retorna siempre a un cero absoluto: Pierce llamaba así a un cero sustraído a la serie de los enteros y exento de repetición. El Astrólogo se amuralla en lo performativo, conjurando toda instancia constatativa, jugando con las zonas fronterizas de indiscernibilidad. De ahí la resonancia “poética” del discurso. Espera que se inscriba en su discurso una clave universal —Humanidad— a la cual invoca sin poder completar nunca su colección. Esa Humanidad al concebirse como un discurso sin tercero —sin nombre ni ley— es isomorfa a un entre–dos sin salida, alienada en el fantasma “de la Otra mujer que sería la Mujer”, como escribe Daniel Sibony a propósito de este impasse.
Las potencias se suceden en la línea de un falso tercero —representante de la Humanidad—, cuya encarnación sería el interminable ejercicio del terror en nombre de una compasión universal, la cual no puede hacer nada con el odio del origen.
Al enunciar sus palabras las oye como la inscripción de una imposibilidad: nunca traen a sí el “todo”. Él, que se define por la acción, es un sujeto paralizado, vive entre dos tiempos finitos —un antes o un después— donde se urden los meandros de su superstición filantrópica.
Esta vuelta al comienzo mismo de los tiempos radica en su incapacidad para inventar, como los teólogos de Borges, una herejía, y evitar así que los tiempos se agolpen unos sobre otros. Pretende que todo sea simultáneo en un presente tan fugaz, donde siempre es el Astrólogo del minuto posterior.
Nada como ese presente le confirma que algo falla en sus mezclas, en su tratamiento de los “todos” en juego. Pero no quiere saber nada de esto. De pronto, sus dichos suenan a un flatus vocis: esa magia no ha sido ni siquiera parcial. Su impotencia es no poder retornar de ese regreso por el cual los predicados se suceden, sin imposibilidad de un corte. En tal regreso lo primero es siempre lo último, hyteron proteron.
Sus enunciados son en apariencia amorales: convoca al asesinato, cuyo autor sería un criminal sin remordimientos, a quien el Astrólogo celebra anticipadamente como ideal del Monstruo Inocente: “—Claro, lo ideal sería despertar en muchos hombres esta ferocidad jovial e ingenua. A nosotros nos toca inaugurar la era del Monstruo Inocente”. Pero ese ideal no puede encarnar en un personaje como Erdosain, por la misma concepción del pecado que le expone a Hipólita. “No me mire. Posiblemente… vea… las personas han perdido el sentido de la palabra pecado… el pecado es una falta… yo he llegado a darme cuenta que el pecado es un acto por el cual el hombre rompe el débil hilo que lo mantenía unido a Dios. Dios le está negado para siempre”. En Erdosain hay una versión de corte puritano: desconoce que “el justo peca siete veces por día”. Para él hay una falta irreversible sin posible redención y eso lo empuja a un tipo de sacrificio que va de la mano del crimen y el suicidio sin dejar ningún resto.
El hilo que lo separa de Dios lo anuda a la prédica del Astrólogo que ofrece una promesa a su fantasía de total pureza, y Erdosain oscila siempre en un pasaje al acto suicida–homicida. No odia sistemáticamente como el Astrólogo a las mujeres, sino al deseo mismo.
La trama del Astrólogo responde al imperativo del cero: vuelta al origen sin marca, solución por el terror, donde la moral emerge con yugo más feroz que el del imperativo kantiano.
El discurso del Bien que predica el Astrólogo intenta erradicar lo femenino del mundo, pero está hecho de esa misma materia pues cree en una Madre universal. Su moral supone un humanismo apresurado: el terrorismo, un modo de hacer política con la muerte en función de la muerte de la política. La fantasía de solución final y de exterminio está en esa impotencia en dar una versión del origen que es complementario a un relato de los fines: apocalipsis Artl.
En su conversación con el Abogado hace un inventario crítico de las exacciones perpetradas por el capitalismo estadounidense en Panamá y Santo Domingo, con las cuales el otro parece estar de acuerdo por su repudio ético al sistema vigente, que lo llevó a abandonar la Facultad de Derecho, en la que era considerado una eminencia.
El Astrólogo detalla la táctica en términos análogos a los del Mayor: apoyar a los militares en la toma del poder, azuzando y utilizando a los comunistas. Con delectación, enumera los vejámenes que se llevarán a cabo. Incluye el ataque con gases a la población civil y frases que serán proféticas con respecto a la filigrana genocida de la guerra: “—La guerra futura es aérea y química”. Esa conjura poco tiene que ver con la lucha de clases y no reconoce ninguna forma posible de solidaridad. El malestar histórico es tomado como doxa para entronizar a una casta que pueda obrar con “la más absoluta de las impunidades” y con un objetivo de paz totalitaria complementario de esa idea de un origen “fuerte”. Ese “todo” es afín a la supresión de todo asomo de conflicto en la lengua y en el sexo:
Una revolución con una silla eléctrica en cada esquina. El exterminio total, completo, absoluto, de todos aquellos individuos que defendieron la casta capitalista.
—¿Y después?
—Después vendrá la paz.
La indignación del Abogado resuena en esa “tremenda bofetada” que le da como réplica y que remata en un “cross de izquierda a la mandíbula del endemoniado”.
La materia prima —prodigalidad del odio— se le va de las manos ante la imposibilidad de instituir, inventar una herejía que lo arranque de esa perpetua performación de un “yo juro”.
El Astrólogo carece de un nombre secreto que le permita fundar una secta religiosa con sus locos, como la que Borges ironiza en su cuento “La secta del Fénix”, en la cual el único secreto es un rito trivial, tanto que un niño puede adoctrinar a otro.
La interdicción de pronunciar el nombre (del rito) es una mera convención grupal, lingüística: la tradición de esa secta se funda en la suposición de un nombre secreto —afín a la liturgia más banal— que se transmite de generación en generación y que evita un acto de fundación constante aboliendo el tiempo y volviendo al origen del universo —como en el caso del Astrólogo—.
Los hombres del Fénix son hombres comunes —ni violentos ni perseguidos, aclara Borges— a quienes esa convención unirá hasta el fin de sus días. Pueden coexistir con la sociedad establecida. El secreto, más que un nombre sagrado, es la elisión del rito que no puede ser traducido a lo público. El nombre secreto permite el ordenamiento de la genealogía de los sujetos en series y el juego de la fantasía, sin el aplastamiento de un imperativo del cero. Algo del origen ha sido articulado por el lugar que tiene el nombre.
La fina ironía consiste en que estos “sectarios” no tienen en lo genérico ninguna diferencia radical con la clase “humanidad”, con el resto de los hombres. El género humano no deviene objeto de una inscripción que quiere ser singular. A diferencia de las sectas que buscan la fusión —uno de cuyos modelos para el Astrólogo es el Ku-Klux-Klan— en este caso es la blancura. A través del terror, la separación del resto por parte de la Secta del Fénix no nace de una segregación sino de la sustracción al todo de una palabra cualquiera: está fundada en la misma elisión del lenguaje. Esto es precisamente lo que no puede hacer el Astrólogo, obligado a “hacer cosas con las palabras”, performarlas en una sola línea del tiempo. Aquí es posible trazar una frontera —poco atisbada— entre Borges y Arlt.
La trama ordinal del nombre tiene muchas variantes en Borges. Puede ser una mera elisión, como en la Secta del Fénix, pero puede extenderse a todo un relato —el bíblico— y así titula a uno de sus cuentos “El evangelio según Marcos”. En éste, lo que el narrador–personaje da a sus ejecutores gauchos no es sino este relato. El personaje, que tiene secretas relaciones con la muchacha, les ofrece a los Gutres, gauchos analfabetos, que han olvidado ese pasado escrito, la escena del sacrificio de Jesús, como si les dictara un guión de cómo tienen que obrar con él: a los Gutres sólo les preocupa si se salvaron quienes lo clavaron en la cruz; él responde que sí y decreta su sentencia.
Toda muerte, en su escritura, debe pasar por un nombre que a veces puede cambiar la misma muerte, como sucede en “El milagro Secreto” —aunque aquí se trata no de un relato ni de un nombre sino de una letra, la del nombre de Dios, necesaria para que se posponga la sentencia de muerte: “Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de “Los enemigos”.
La letra aparece en un sueño y le permite a Hladík morir como autor de esa obra y no como mera errata: cambiar el tiempo de su muerte, “crear” su tiempo de vida apelando al Dios de las letras.
Otro tratamiento del nombre en Borges es la sustracción que genera lo indiscernible en la misma teología.
En “Las tres versiones de Judas” no se trata del uso que los lógicos atribuyen a los llamados condicionales contrafácticos, contrarios a los hechos, del tipo: “Si Judas no hubiera existido, no habría habido Jesús”. Esto postularía en cierto modo, que Judas es la condición del cristianismo. Esto no constituye ni entuerto lógico ni herejía. Lo primero está en función de lo segundo.
En cambio, la herejía de Nils Runeberg —“miembro de la Unión Evangélica Nacional”— sitúa en simetría invertida a Jesús y a Judas, anulando toda posibilidad de causalidad o de doble. Jesús no deja ahí de pertenecer a la clase única de los hombres que son hijos de Dios. Es separado de la lógica de las procesiones —de la Trinidad—, no igualado ni convertido en otro.
Subyace un tratamiento que evoca la proposición analítica de Leibniz; ahí donde en la mónada el sujeto y el predicado son lo mismo. Jesús y Judas son, luego, indiscernibles. Judas es el mismo Salvador; he ahí el nombre impronunciable que llevará al hereje. Runeberg al infierno para unirse al Redentor.
Por este pasaje en torno a lo teológico, Borges juega en sus ficciones el humor de unas inversiones sucesivas: esos teólogos le permiten como personajes sustraerse a las conversiones indiscernibles y brutales de la historia. A la “infamia” donde unos se convierten en los otros —siglo XIX— o a una contemporaneidad donde no se sabe quiénes son los unos ni los otros y donde el Astrólogo habla de nuevos “amores brujos”, la de los delirios modernos, que nunca han podido dar lugar a una herejía, porque para hacerlo tendrían que pasar por lo teológico como Runeberg. Por eso mismo les privaría de utopía, los apartaría de ese futuro en bruto donde mora ese Bien cuyos grilletes sacuden al Astrólogo.
Kafka asimilaba la posición horizontal al acto mismo de escribir. Pero en el Astrólogo se trata de una verticalidad sin vértigo, definitiva, eco donde lo primero —el odio del origen— será lo último. Aunque lo último no puede ser lo primero, y por eso es siempre el astro-logos del minuto posterior.
La imagen de los cuerpos horizontales recuerda que los hombres sólo han sido igualados en los campos de concentración. El proyecto —con algunas realizaciones a través del Buscador de Oro— de una colonia penitenciaria y tecnológica presupone un estado genocida donde el uso de los gases tiene un lugar central.
En su encadenamiento discursivo, lo posterior resuena como un fallo respecto al “todo” de la prodigalidad potencial y vuelve siempre a lo primero, a su amor por la humanidad, que es la cara posterior de esa abundancia de odio:
Siempre aparece este “como” y yo… yo aquí, sufriendo por ellos, queriéndolos como si los hubiera parido, porque los quiero a estos hombres… a todos los quiero. Están encima de la tierra porque sí, cuando deberían estar de otro modo. Y sin embargo los quiero. Están. Los estoy sintiendo ahora. Quiero a la humanidad. Los quiero a todos como si estuviesen atados a mi corazón con un hilo fino. Y por ese hilo se llevan mi sangre, mi vida, y sin embargo, a pesar de todo, hay tanta vida en mí, que quisiera que fueran millones más para quererles aún más y regalarles mi vida. Sí, regalársela como un cigarrillo. Ahora me explico el Cristo. ¡Cuánto debió quererla a la Humanidad! Y sin embargo soy feo. Mi enorme cara es ancha y fea. Y sin embargo debiera ser lindo, lindo como un dios. Pero mi oreja es como un repollo y mi nariz como un tremendo hueso fracturado por un puñetazo. Pero qué importa eso. Soy hombre y basta. Y necesito conquistar, es todo. Y no daría uno solo de mis pensamientos a cambio del amor de la más linda mujer.
La vuelta al origen sin marca lo convierte en Madre de todos los hombres: los quiere como si los hubiese parido. Desde ese lugar puede darlo, regalarlo todo. Piensa que su imagen lo contradice. La Madre universal debería ser bella. Entonces es un hombre feo, castrado y se vuelve mezquino: acepta todo lo femenino cuando se remite a ese origen, y ese mismo pensamiento es el que excluye a la mujer. Cierta androginia está en juego.
Ama a los hombres con la pasión fusional de un Líder; Lenin se menciona más de una vez como justificación de los fusilamientos que se evocan en un futuro como regocijo a su corazón. Pero las verdades del corazón no dan razón suficiente para instituir un discurso del amo: lleva a los hombres “atados” a su corazón, pero no posee el discurso con el cual quererlos, es decir, fusilarlos.
Es para el Astrólogo un anexo, representante dramático de un dictum del cual carece y podría extender un lazo, hacer un nudo con el hilo amoroso y letal que los liga a todos los hombres en tanto clase universal.
El terror que predica es difuso. No hay esbozo de táctica militar y la violencia que fantasea es indiscriminada, demasiado “ruidosa”. Se diría que surge para colmar el vacío —la zona de angustia— sin resolución entre la ausencia de lo teológico y la mudez de la ciencia: “Hay que fusilar. Es lo indispensable. Sólo sembrando el terror nos respetarán. El hombre es así de cobarde. Una ametralladora…”.
No puede extender al infinito sus predicados porque esto revelaría su discurso como demagógico y por eso tiene que retornar al origen de su anexión.
El después que se pospone constituye retroactivamente el antes que habrá de suceder después:
Lo sé. También sé que el amor salvará a los hombres, pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto hablará después. Nosotros conocemos el secreto, pero debemos proceder como si lo ignoráramos. Y él contemplará nuestra obra y dirá: “los que tal hicieron eran monstruos, para que El… pudiese hacer estallar sus verdades angélicas”.
El que vendrá, el Elegido, está siempre en camino porque el Astrólogo vuelve a su proton seudos, la primera y falsa premisa que hace a un cero absoluto, exterior a toda combinación con otros números. Esto le impide hacer con el odio otra cosa que no sea fusilamiento y exterminio, en función de una paz universal que declara como objetivo al Abogado, antes de recibir su bofetada.
Ama a los hombres con la pasión fusional de un Líder; Lenin se menciona más de una vez como justificación de los fusilamientos que se evocan en un futuro como regocijo a su corazón. Pero las verdades del corazón no dan razón suficiente para instituir un discurso del amo: lleva a los hombres “atados” a su corazón, pero no posee el discurso con el cual quererlos, es decir, fusilarlos.
Que los predicados no puedan dividirse, seccionarse, hace a este cero imperativo fluctuar hacia la modalidad del tipo “hay que predicar que hay que predicar que…” Un acto de discurso que no puede constituirse como un “todo” para “toda” la Humanidad.
Los siete locos aparece en un contexto histórico inmediato al golpe de Estado de Uriburu, el cual introduce, respecto al periodo democrático de 1916 a 1930, una nueva vuelta de tuerca institucional: inaugura las sucesivas intervenciones militares y un estado de sitio casi recurrente en la Argentina.
Las analogías discursivas del momento con el discurso del Mayor hacen que el narrador, a pie de página, aclare que la novela se escribió el año anterior, que fue editada en octubre de 1929 y que poco tiene que ver con el “movimiento revolucionario de septiembre de 1930”; aunque no deja de reconocer que sus declaraciones coinciden “con tanta exactitud con las que hace el Mayor”, quien propone cultivar atentados terroristas, terminar con el parlamentarismo —“la comedia más grotesca que haya podido envilecer a un país”— dar a la nueva sociedad un aspecto “completamente comunista”, alentar huelgas y asesinatos de policías, proporcionar las palabras revolución y bolcheviquismo para que su espanto y esperanza hagan que la gente pida a gritos a los salvadores de la patria. Su estrategia es concreta y obedece a este remate cínico: “Ahora bien, cuando numerosas bombas hayan estallado por los rincones de la ciudad y las proclamas sean leídas y la inquietud revolucionaria esté madura, entonces intervendremos nosotros, los militares…”.
A este discurso pronunciado por el Mayor ante el grupo, el Astrólogo le pone paños fríos porque, por un lado, exige un pasaje a la acción directa que él siempre pospone y lo arrancaría de su lugar enunciativo, y por el otro, porque su grupo, el de los locos, serían piezas de la corporación militar que el Mayor dice representar. Sin embargo, la no coincidencia cronológica no significa que los énfasis del Astrólogo no hagan resonar en bruto ese “hambre de revolución” que trabaja la época y donde la crisis institucional se profundiza desde ángulos múltiples.1
Los anarquistas, luego de la Semana Trágica, se hallan convertidos en una secta: lo suyo fue un fracaso político que luego se volvió histórico. El Astrólogo, en cambio, reproduce la jerga secreta de las sectas.
Pasando del diálogo al monólogo, de la visión a la confesión, a menudo se olvida del interlocutor que tiene delante, alienado a ese cero absoluto que hace las veces de imperativo de terror: “Quiero darme el lujo de ver caer a la gente por la calle, como caen las langostas”. Está castrado en lo físico: ahí donde debería haber un pene hay “un gran vientre rojo”, luego de ese accidente donde perdió sus testículos, y tras el cual, como confiesa a Barsut, se engendró su idea fija: “—Sí estaba muriéndome, me pusieron el toma–oxígeno en la nariz… yo pensé: ‘estoy por morirme’… luego la idea se apartó de la muerte y quedó fija en la imagen que representaba un deseo…”. En su diálogo con Hipólita —cuando ella lo visita para chantajearlo—, el Astrólogo se pregunta: “¿Qué es la verdad?, me dirá usted. La Verdad es el Hombre. El Hombre es su cuerpo”. Para ella, en cambio, “su cuerpo es su verdad” y su deseo puede variar a cada momento: “El deseo es mi verdad en este momento. Yo he comprendido todo lo que ha dicho usted. Y mi entusiasmo por usted es deseo. Usted ha dicho la verdad. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Por qué no regalárselo?”
Él puede cambiar sus argumentaciones según los interlocutores —tácitamente— pero su “estrategia es siempre ese deseo, anudado a una idea fija, a ese todo que intenta desplegar y con el cual quisiera hacer un solo cuerpo. Esto lo llevará a postular otro cuerpo que deja de lado la separación tradicional cuerpo–intelecto, para proponer una fusión binaria, andrógina, que anule a la vez lo masculino y lo femenino.
En Los lanzallamas, en diálogo con Barsut expone su célibe idea, en cuyo fondo palpita un gran vientre rojo. Un modo de reproducción asexuada, una bisexualidad sin sexo como voluntad de poder que parte de una ocurrencia:
Es hombre y mujer simultáneamente. Pero ¿ve?, usted se asombra groseramente. Ha pensado innúmeras obscenidades en un minuto. Se le ha ocurrido un hombre masculino y femenino simultáneamente. No hay nada de eso. Este hermafroditismo es psíquico; el cuerpo envasa al hombre y a la mujer tan perfectamente como sus distintas sensibilidades, una personalidad doble absorbe las energías de uno y de otro. Es decir, es perfecto, en su perfecta soledad sin deseos. Está más allá del hombre. Es el superhombre.
Esto tiene poco que ver con las teorías de un Nietzsche, tomadas como doxa: este andrógino todo potencia y todo impotencia no es sino un eco del que se cuenta en El banquete de Platón, que trata de esa vuelta a la unidad mítica anterior a la separación de los sexos, a esa “maldición” de no soportar una división que tiene más que ver con la lengua que con el sexo.
Este hombre nuevo, según el Astrólogo, está “más allá del macho y de la hembra”: desprecia la sexualidad, representa un modelo de reproducción ideal que se limitaría al solo acto de fecundación. Lo femenino será, gracias a la misma mujer, definitivamente conjurado: “Ella aceptará del hombre esa única función: luego vivirán ambos sus vidas perfectas y armoniosas”.
Superlativo y mísero, este andrógino de los fines sirve a la reproducción de lo indiferenciado. El “amor” ha sido dejado de lado porque implica encuentros, azares, esperas, lucubraciones, imprevistos, crisis, abandonos, “historias” que escapan a una finalidad impuesta de antemano, mucho gasto de palabras y pérdida de tiempo.
Este hombre nuevo, según el Astrólogo, está “más allá del macho y de la hembra”: desprecia la sexualidad, representa un modelo de reproducción ideal que se limitaría al solo acto de fecundación. Lo femenino será, gracias a la misma mujer, definitivamente conjurado: “Ella aceptará del hombre esa única función: luego vivirán ambos sus vidas perfectas y armoniosas”.
Todo erotismo y toda sexualidad extravagante son erradicados mediante este bien sexual que se anula en su prótesis biológica.
La homosexualidad no es ni siquiera mencionada. Esta supone un juego con lo femenino entre los hombres. En la trama de sus apariencias y su veneración del falo, existe todavía la diferencia —una heterosexualidad “desviada”—, un “mal” que remite a la antinaturaleza de un sexo haciendo las veces de otro. Al no tener inscripción lo femenino, un hombre puede ser para otro hombre más mujer que una mujer. Lo escandaloso es la diferencia misma de los sexos, siempre indecidible cuando lo femenino está en juego y que la sociedad orienta hacia la reproducción.
El Astrólogo va más lejos: no se trata de una represión de algunas sexualidades —de homosexuales o lesbianas—, sino de la erradicación de toda sexualidad en función de ese cero absoluto que hará del terror el nuevo amor entre los hombres. El envase andrógino contiene el “todo” de lo sexual, lo regula desde el mismo dictum, que, otra vez, viene a inscribirse como imposibilidad.
La unidad mítica anterior —el andrógino de los orígenes— reaparece en los fines de su proyecto utópico, reapropiado mediante un hermafroditismo psíquico. Resuenan las invocaciones de Lady Macbeth a los demonios: les pide que le arranquen el sexo, le cubran hasta la leche de sus senos, le completen despojándola de sus cualidades femeninas, para que sea “una” y que ningún escrúpulo o piedad se interponga en lo que llama su “efecto”.
El hechizo que alcanza a su esposo le hace olvidar el sabor del miedo: no teme a hombre alguno que haya sido dado a luz por mujer. Cada uno obra según los dictámenes de una magia negra que los convierte en dos andróginos asesinos, cuyo fracaso traduce la vida al cuento de un idiota, “full of sound and fury. Signifying nothing”.
Las cuatro manos y las cuatro piernas del Andrógino de El banquete proceden de un mito que facilita la manía entre Amor e Idea, mediante una escala erótica que hace volátil el peso del ideal, el tránsito hacia lo bello.2 La manía va de la mano de la instauración de la crisis sacrificial como duelo crónico de la ideología argentina, impotente como el Astrólogo para dar una versión del origen y que como él asimila el comienzo a la performatividad.
Ese punto ideal —el oro, la Hermandad, la buena sexualidad— es el efecto de ese imperativo del cero que se enuncia en dos tiempos que de diverso modo aprisionan a Erdosain y el Astrólogo. Los dos son crédulos de que el “futuro” está “adelante”: esta banalidad progresista es letal cuando no puede conjugarse con una línea de tiempo, con un pasado anterior. También el tiempo es aquí “androginal”.
El Andrógino aludido por Platón no es bisexual sino unisexual: reminiscencia de un dos que había sido uno. Julia Kristeva escribe:
Ni trágico ni cómico, el andrógino está fuera del tiempo; por eso habrá de ser de todo tiempo, punto de fuga de nuestras locas angustias, de nuestro carácter incompleto, de nuestras necesidades, deseos de otro… Absorción de lo femenino en el hombre, ocultación de lo femenino en la mujer, la androginia le ajusta las cuentas a la femineidad: el andrógino es un falo disfrazado de mujer; ignorando la diferencia, él es la mascarada más hipócrita de la liquidación de la femineidad…
Una solución final a la incertibumbre sexual. Lo que en Platón no es más que un mito de referencia y preludio para poner en juego un objeto, el agalma, desligado del conjunto y que toma el estatuto de emblema —fetiche—, sustraído entre el cuerpo y el discurso, en el banquete del Astrólogo emerge como liquidación de todo objeto ajeno a su idea fija. Se configura en las ejecuciones imaginadas, la caída de los hombres como langostas; el proyecto de un poder despótico en manos de una nueva casta de marginados y la hipótesis de un hermafroditismo psíquico que es sugestivamente pacifista en lo sexual. Pero sólo puede cuantificar ese goce en su teatro de peleles: su poder es el de un titiritero.
La imposibilidad aparece cuando transita a la clase universal privilegiada, la Humanidad, retomada en su mismo origen. En la lectura de las noticias de los diarios como profecías. Es ese tiempo, “adelantado” por su regresión anticipada, el que los pospone siempre al instante que sigue.
Ningún otro tiempo, tercero, se abrirá a su escucha. Un tercer tiempo que le permitiría desviarse de ese entrecerramiento de coloración apocalíptica entre dos tiempos, donde lucubra la posibilidad de abolir de una vez la diferencia de los sexos. Todo lapsus: retorno inesperado de lo reprimido.
Abolir el inconsciente mediante un “bloque” supone sustituir la escucha de sus intermitencias y lapsus por esa trama donde es siempre “el Astrólogo: del minuto posterior”. En esa zona amoral matar a un hombre “es lo mismo que degollar a un cordero”. El lugar sin resonancia del crimen y la imagen de esas acciones —ejecuciones— son un conjuro para la creciente de angustia que amenaza dividirlo, y lo invita, en su mismo banquete, a la división del tiempo por el surgimiento de un nombre. Todas esas acciones sacrificiales imaginadas en racimo, tienden a conjurar un solo acto de nominación que cambiaría su relación con el origen, donde subyace el cuerpo sin marca ni nombre de una mujer “total”, dadora de todas las cosas, que reaparecerá concentrada, envasada, definitivamente pasteurizada en el andrógino de los fines.
Para dar coherencia a la insatisfacción que desborda la “carne masturbada” y a la cual persigue en el teatro de las masas, necesita de una escena donde pueda representarse un Ideal del yo —réplica de la función paterna. Postula casi una figura grotesca afín al espectáculo —“Elegiremos un término medio entre Krishnamurti y Rodolfo Valentino”— para que tal abundante necesidad de creer encuentre un punto de fusión.
Sus nuevos dioses están más allá del amo y el esclavo de Hegel, donde median la muerte y el trabajo. Son meros “replicantes” del cuerpo fusional; ideal envasado de una reproducción que obraría definitivamente sin firma, nombre o generación, y que está en consonancia con una ciencia sin sujeto. Manifiesta un puritanismo a ultranza: el ideal de Pasteur —cuerpo sano para una sociedad sana— encarna en un Monstruo Inocente sin erotismo ni rostro, sin riesgo en lo existencial y singular.
Así trata de resolver el dilema de la prodigalidad de Vida que Astier había comenzado a celebrar en El juguete rabioso, transfiriendo la figura de la traición a la delación; algo de lo cual no puede dar cuenta una escritura como la de Borges. En el discurrir vitalista esta entonación se fuga hacia el origen de los tiempos, pero en el discurso, a diferencia de lo argumentado hasta las lecturas más atentas, no puede constituirse en un “todo”.
La femineidad se diluye en esa trama que busca ser isomorfa a una línea de tierra donde mora la gran Mujer arcaica. No es sino la hipérbole de la capitalización “unisex” —enunciada por Lady Macbeth— que la sociedad contemporánea prodiga en sus imágenes de completud a sus excusados de toda palabra que no sea otro reflejo. En la trama referida, el cero y el infinito no pueden inscribir un solo segmento: “todo” ya está escrito en ese cero absoluto y tiene como consecuencia ese imperativo de terror que decreta el fin del sexo y su malestar. La ensalada y el montaje fantoche no hablan sino de la programación de un crimen —el de Barsut— y el despliegue de un discurso sin tercero que sólo alcanza a tornar grotesco el lugar que éste tiene en el chiste. Habría que detenerse en los distintos crecimientos —demonios— que anclan en los personajes en relación a esa instancia.
En la anulación de un pecado menor por otro mayor que desespera a Erdosain, cuando la angustia multiplica sus potenciales y deriva en un cara a cara con lo femenino, consumado el crimen o suicidio. O en el delirio criminal de Bromberg para el cual la peste reside en la Iglesia y “su tenebroso Papa”, responsable de que el infierno, bajo un sol poniente, crezca como un vientre hidrópico, y del que “sabe” por su cara a cara místico con Dios.
Año tras año “el infierno triste crece, sin que haya posibilidad de hacerlo más pequeño”. Matar a Barsut es para él contribuir a achicarlo un poco. El Astrólogo se limita a orientar su goce de idiota y, exacerbando figuras bíblicas, asimila a Barsut al Rey de Babilonia, esa ciudad en donde a partir de la tercera dinastía se comenzó a referir las fechas a los años del soberano reinante —cada vez el tiempo debía pautarse en un nuevo comienzo— y que, remozada y corregida, sería el sitio ideal para instaurar su casta. Ese comienzo, al no poder dar una versión del origen que lo absorbe recomienza en la performatividad que reactiva la crisis sacrificial como algo imposible de cortar y elaborar: hay que exterminar. Pero lo que en el personaje de Dostoievky se enuncia en Kirilov como la destrucción total con miras al bien final, en el Astrólogo el pronunciamiento es paródico, aunque no por eso deja de correr sangre y dar una pauta del nihilismo que trabaja la cultura argentina.
Los predicados se encabalgan sin que sea posible un corte —al no poder asumir, desdoblar la falta que juega en todo origen— el “conjunto elegido” no podría siquiera conformarse en grupo en su banquete rabioso donde, esta vez sin mentir, vaticina la única verdad de la ensalada: que la guerra futura será aérea y química. ®
Notas
1. La época en que escribe Arlt está marcada por el fracaso del anarco–sindicalismo, que alcanzó su punto más alto de lucha en los sucesos de la llamada Semana Trágica —enero de 1919— y donde se asiste a un cruce de posiciones respecto de la huelga —en reclamo por asesinatos de obreros— de los trabajadores de los frigoríficos. La Protesta, publicación anarquista, el 8 de enero proclama: “Incendiad, destruid sin miramientos”. De un lado, se llama a la violencia popular y, en el otro extremo, aparece el terror blanco de la Liga Patriótica, de los que Julio Godio llama los “playboys terroristas”.
Los socialistas democráticos —como Nicolás Repetto— pretenden mediar en el conflicto y acusan al gobierno de Yrigoyen de obrar “maquiavélicamente”. Pero son desoídos por los anarquistas, contra quienes se unen los nacionalistas de derecha, conservadores, clericales, la prensa, que considera a los rebeldes “extranjeros” o “maximalistas”, y la Liga Patriótica, grupo paramilitar de derecha que decreta la insuficiencia de las instituciones democráticas y los partidos tradicionales.
El fracaso envuelve a todo el espectro democrático: el radicalismo, por mano de Yrigoyen, termina por reprimir violentamente a los obreros, los socialistas ven que su práctica conciliatoria cae en el vacío y el anarco–sindicalismo, luego de estos hechos, verá alejarse de sí a la clase obrera. Pero en estas semanas hay también demostraciones de un furioso antisemitismo. Juan Carulla, pese a que apunta en Al filo de medio siglo a exaltar esa “patriótica misión”, confiesa su estupor ante la visión de lo que llama el primer pogromo en la Argentina: cuenta de la violencia sufrida por un comerciante judío, acusado de hacer propaganda comunista, que alcanza a determinados barrios al grito de “¡Mueran los judíos, mueran los maximalistas!” Así se designaba a los anarquistas que apuntaban lisa y llanamente a la destrucción del Estado —incluso de Dios, a quien tomaban como a un ente no metafísico—; punto que está en la base de la polémica de Bakunin con Marx en el contexto de la Primera Internacional en lo tocante a la “cuestión nacional”. La concepción de la toma del poder por parte del anarquismo hacía imposible la formación de sindicatos: todo lo legal era rechazado de plano e inmediatamente identificado al “sistema”.
El discurso del Astrólogo acusa estos efectos. Pero no hay ningún análisis del crecimiento fascista de la Liga Patriótica ni una reflexión sobre el alejamiento de los sectores obreros de la dirección anarquista. Sigue haciendo su “ensalada rusa”, para que nadie entienda y él pueda seguir en su idea fija. Está más ocupado, deslumbrado por las noticias de la prensa, por las concesiones ganadas por la mafia en Estados Unidos. En su necesidad de instituir un símil del discurso del poder se ve llevado a hacer coexistir a Mussolini y a Lenin, al Ku-Klux-Klan y a la mafia de Al Capone.
2. También puede rastrearse la androginia como insistencia en diversas religiones y mitologías. En la India, Siva se enamora de la andrógina Mohini para percatarse de que no es sino Visnú Hari disfrazada y la abraza con tanta violencia que se convierten en uno. En el tantrismo las dos corrientes opuestas en lo sexual se estimulan recíprocamente; la masculina es el sol y la femenina la luna y la respiración los equilibra según las fluctuaciones que en sánscrito se denominan ida/pingala. El hombre y la mujer utilizan el acto sexual para equilibrarse e “inmortalizarse”. En los textos gnósticos de La Gran Anunciación se mencionan los costados, las dos partes de Dios, la masculina y la femenina. En el Zohar las dos fuerzas se manifiestan en el hombre: lo femenino está del lado del costado izquierdo —de donde la mujer fue creada, luego de la división de Adán por Dios— y se identifica a un principio del mal, que lejos de ser rechazado, debe armonizarse. Lo común de estas versiones del origen reside en el equilibrio, la felicidad, la procreación, la armonía y el deseo de inmortalidad siempre limitado por la sabiduría.
En el Astrólogo, contrariamente, el andrógino no es sino una consecuencia de su idea fija en retorno del fin al principio en sucesivas inversiones que no pueden anular o articular lo femenino en un orden de discurso. Para Erdosain lo femenino es análogo a una línea de tierra que quisiera sellar —aniquilar con la invención de un “Rayo mortífero”, volando ciudades para esta tierra opulenta, sin marca ni nombre, que susurra una nueva Hermandad, la de un universo finalmente amigo, reapropiado: destruido por él en su misma figura de origen, en un apocalipsis que revela como perteneciente al orden de las cosas cómicas según Nietzsche: invita, si se quiere, a imaginar un nuevo, truculento Aristófanes, que contase ya no un mito de origen sino la pesadilla que sucede a su abolición. Sucederá lo contrario: las lecturas de Artl en vez de leer esta imposibilidad de dar una versión del origen continuarán la trama del Astrólogo para terminar con la “casta capitalista”, diabolizándola y formulando el ideal donde lo peor es lo seguro, acríticos con la historia de las revoluciones y harán de la cultura argentina una permanente crisis sacrificial con métodos demagógicos perpetuándola como un duelo crónico. Un sueño —utopía— sin ombligo de sueño que se resuelve en pesadilla de la historia.