Sayed se ve más relajado al ordenar la segunda ronda de café, aunque su semblante no puede ocultar el desgaste físico que acumuló durante el año que estuvo fuera. Se recuesta sobre el respaldo y estira los pies hasta tocar el piso con los talones. La mesera llega poco después con dos cafés humeantes sobre la charola para ponerlos sobre la mesa junto a una sonrisa nerviosa que flota por encima de la azucarera incluso después de que desaparece en el interior de la cafetería. Sayed se inclina hacia el café para envolver la taza con sus dedos. “No puedo creer que estoy de vuelta en México, cabrón”, confiesa lleno de júbilo y alza la taza para chocarla contra la mía, “apenas hace unos días estaba en Jerusalén escondiéndome en casa de mi abuela de los balazos ¿puedes creerlo?” Es bueno tenerte de vuelta, hermano —contesto e inmediatamente visualizo una secuencia de desventuras protagonizadas por Sayed. Suspiro, sonrío, doy un sorbo al café y apoyo mis ojos sobre el cenicero durante un par de segundos. Desde el día en que nos conocimos y después de haber sostenido una larga charla politizada, Sayed y yo llegamos a la sana conclusión de que la vida es demasiado corta como para desperdiciarla en el Medio Oriente.
Sayed es palestino, hijo de una familia de comerciantes adinerados originarios del barrio viejo del este de Jerusalén: la parte árabe de la ciudad. Aunque fue criado bajo las doctrinas del Islam, él se autodenomina “ferozmente ateo” y antinacionalista. Lo mismo que yo, si canjeamos el Islam por el judaísmo y el ateísmo por el agnosticismo. Nos conocimos a través de una amiga común, cuatro años atrás, en una cantina de la colonia Narvarte. “Éste es el israelí del que te había platicado y éste es el palestino que te había mencionado”, dijo María, señalándonos con su palma extendida y moviéndola de izquierda a derecha de manera circular, como para no rozar la y griega entre cada oración, como si ésta dibujara una frontera en su inconsciente. “¿Hebrew, arabic or english?, habibi” —preguntó Sayed, extendiéndome la mano. A partir de ese momento hablamos en hebreo. Mi árabe es prácticamente nulo —por desgracia— y mi hebreo es mejor que mi inglés. Sayed vivió un año en México antes de verse obligado a viajar a Palestina debido al deterioro en la salud de su padre. Dos meses más tarde el cáncer de pulmón terminó por vencer y llevarse a su padre a otra dimensión. Una semana antes del retorno previsto de Sayed estalló la segunda Intifada, convirtiéndolo, como a gran parte de los palestinos, en el enemigo público número uno en un abrir y cerrar de ojos, impidiendo su regreso a México. Al menos hasta ahora.
—No sabes cuánto tiempo llevo imaginándome esta escena, sentado en un café sin tener que codearme con profetas y mártires —confiesa, aliviado.
—Ya me lo imagino.
—Quiero desechar el árabe y el hebreo de mi sistema por un tiempo, ¿sabes?
—Sí, entiendo. Si quieres cambiamos a inglés.
—No es para tanto, cabrón. A lo que voy es que me molesta tenerlos de fondo.
—A ver cuánto tiempo tarda en desquiciarte el acento chilango.
—¡Bah!, a mí me gusta la entonación, suena como a juego de video ochentero —sonríe.
—No veo la conexión entre el acento defeño y los Space Invaders. Si acaso me suena como a claxon.
—Cabrón, los únicos Space Invaders que conozco son los settlers —dice, satisfecho por la risa que provoca su ocurrencia.
Desde el día en que nos conocimos y después de haber sostenido una larga charla politizada, Sayed y yo llegamos a la sana conclusión de que la vida es demasiado corta como para desperdiciarla en el Medio Oriente.
En un intento por recuperar mi balance —después de un mal cálculo en el meneo de la silla— dejo caer mi mano sobre la mesa y me aferro a ella con mis dedos, desplazándola y sacudiendo las tazas, la azucarera, el cenicero y al puñado de universitarios que discuten en la mesa de al lado, a dos metros de distancia. Logro atraer la atención de algunas miradas hostiles que se prolongan durante largos segundos después de haberme disculpado. Sayed se ríe y agita la cabeza con su palma sobre la frente, como siempre que presencia la materialización de mi torpeza. Una vez superada la escena y la conmoción gratuita, Sayed prosigue a contarme algunas de las anécdotas que marcaron su último año. Entre ellas, algunos amoríos que sostuvo con un par de activistas francesas de las ONG pro palestinas que conoció en el American Colony.* “No sabes la dosis de nacionalismo que me entraba cada vez que me topaba con ese par de culos”, cuenta, y nuestras carcajadas salen disparadas como de un M-16 provocando sobresaltos, y consecuentemente consiguiendo más gestos de desapruebo y hostilidad de parte de nuestros vecinos de mesa. Especialmente de quien parece ser su líder, por la manera en que raciona el tiempo aire de sus colegas. Lo inspecciono detenidamente. Su cabello está firmemente peinado hacia delante, untado con tal cantidad de gomina que parece tan lamido como el testículo de un perro. Su rostro parece sacado de un sketch policial, es una acumulación de accidentes compuestos por un par de cejas delgadas, una boca sin labios, ojos saltones y una nariz corta que termina en lo que parece ser un quiste de grasa acumulado en la punta. Lleva puesta una camiseta roja con el rostro de Che incrustado sobre ella. Desde mi ángulo parece como si el ex guerrillero estuviera sorbiendo del café y observándome con desaprobación por encima de la taza, con esos ojos inyectados de rabia. Vuelvo la mirada hacia Sayed que ahora narra el arresto de su tío Haled quien acabó en una prisión israelí por motivos y tiempo indefinidos. “Lo único bueno que salió de la segunda Intifada”, cuenta, “fueron las muñecas inflables que fabricaron con las caras de Sharon y Arafat”.
—¡FUCK ARAFAT! —dice en voz alta y sacude su cuerpo, fingiendo sufrir una corriente de escalofríos, para después chocar su taza contra la mía nuevamente.
“¿Qué es lo que has dicho?, maldito cerdo sionista” —chilla la voz del universitario quien ahora tiene a Sayed justo entre sus cejas. Todas las conversaciones se ahogan en la voz aguda del universitario. Sayed voltea hacia mí exigiendo que le traduzca lo dicho. No alcanzo a abrir la boca cuando el universitario ya está plantado de pie frente a él seguido por media docena de colegas: “¿Sabes cuántos niños palestinos mueren a diario? ¿Eh?… ¡Contesta, animal…!”
Sayed sonríe, estira sus brazos y saca a relucir su inglés atropellado para intentar explicarle que no entiende español, al menos no lo suficiente como para entender lo que le está diciendo.
“En este país se habla español, ¿entiendes?” —expone el universitario agitando su dedo índice frente a la nariz de Sayed. Tranquilízate, subnormal, le digo y me le pongo de frente.
Es curioso, pero no puedo registrar ningún tipo de dolor ni de sonidos anteriores al momento de encontrarme tirado sobre el piso. Veo a través de un ojo semiabierto cómo la quijada de Sayed logra, con una resistencia heroica, amortiguar un puntapié endemoniado. Para la segunda vez que logro abrir el ojo sólo me encuentro con Sayed, sosteniendo su cabeza entre las manos. Alcanzo a oír carcajadas, chiflidos y un llanto terrible de quien parece ser la mesera. “De tu querida, presencia, comandante, Che Guevara…” —cantan a la distancia, hasta que la última voz se mezcla y se desintegra con el silencio intenso de la ciudad.
—Assi, ¿me escuchas? —pregunta Sayed sin saber dónde dirigir la mirada.
—Sí hermano, dime.
—Estoy considerando tomar clases de español. ®