Carlos Trillo, Guillermo Saccomanno y Juan Sasturáin construyeron el canon de la historieta argentina asegurándose de que decenas de guionistas, dibujantes y editoriales, inconvenientes para sus planes de autoconsagración, fueran completamente ignorados.
En Argentina, todos los guionistas cuyos trabajos, por cantidad y calidad, podían contradecir la versión canónica mostrando que fuera de la línea oficial, integrada por Oesterheld-Trillo-Saccomanno-Sasturáin, habían existido nombres valiosos, fueron colocados rápidamente dentro de guetos con etiquetas lo suficientemente grandes para que cualquiera que quisiera escribir sobre ellos tuviera que empezar a defenderse y pedir disculpas antes de publicar la primer palabra.
Con el mismo procedimiento, estandarizado ya por la agilidad que da la práctica, la editorial Columba fue estigmatizada una y otra vez hasta convertirse en la bestia negra del género y hoy, pese a su importancia histórica (fundó El Tony, la primera revista de historietas en Argentina y una de las primeras de todo el mundo), es ignorada junto a todos aquellos autores que alguna vez colaboraron con ella (una inteligente forma de matar dos pájaros de un tiro).
De forma inversa, el pequeño pero influyente grupo liderado por Trillo se aseguró, con un timing perfecto, que cualquier trabajo escrito por ellos o sus amigos cercanos fuera, sin importar la calidad del producto final, debidamente promocionado, divulgado y ensalzado como una obra maestra apenas días después de su aparición gracias a su participacion en diferentes medios, de Superhumor a Página/12.
Ese circuito de consagración y difamación fundado por Trillo en 1974 e implantado definitivamente por Sasturáin en 1988 sigue funcionando hoy, como demuestra el querido Juan, quien en su reciente colección “Imaginadores” prefiere reeditar trabajos mediocres de sus amigos antes que rescatar clásicos de Robin Wood, Ray Collins, Alfredo Grassi, Carlos Albiac, Walter Slavich o Ricardo Ferrari.
Ante estos abusos de poder que se repiten en forma sistemática desde hace más de veinte años, cuando Trillo, Saccomanno y Sasturáin impusieron su personal idea del canon, es necesario escribir una nueva historia del género donde los autores no sean valorados por su afinidad ideológica o su cercanía geográfica (es decir, por haber colaborado o surgido en las mismas revistas que los canonizadores o, simplemente, por ser sus amigos y haber trabajado de publicistas o periodistas juntos) sino por el talento real que posean, independientemente de sus ideas políticas o sus ocupaciones personales, algo que parece imposible en Argentina, donde la facilidad para colocarse en los extremos permitió que Trillo, Saccomanno y Sasturáin inventaran una falsa dicotomía entre “buenos” (ellos) y “malos” (todos los demás), manteniendo las puertas del canon firmemente cerradas a cualquier autor que no cumpliera ciertos requisitos básicos, el primero de los cuales sigue siendo no haber colaborado nunca con Columba (por supuesto, como sucede con otras reglas, el grupo se permite excepciones si la ocasión y el beneficio personal lo ameritan).
Esos prejuicios, por tontos e injustificados que parezcan, son tan fuertes que incluso el propio Trillo, padre fundador del actual canon y su único exponente de calidad en el plano internacional (la obra de Sasturáin nunca pasó del pastiche mediocre a lo “Perramus” y Saccomanno, con escasas excepciones, se dedica desde hace veinte años a la novela, el artículo periodístico o el ensayo), tiene que justificarse ante sus entrevistadores por haber publicado, a comienzos de los noventa, varias series en la malvada y despreciada Columba que, pese a todo, pagaba puntualmente sus colaboraciones.
Si el mayor y más prestigioso representante del canon oficial debe dar tantas explicaciones para que sus amigos no lo crucifiquen públicamente (después de todo, es dinero ganado honradamente, pese a haberlo ganado traicionando los principios que dice sostener), es fácil imaginar lo que sucede con cualquiera que se anime a defender públicamente a la editorial o sus autores sabiendo que tanto Sasturáin como Saccomanno suelen lanzar feroces ataques desde sus columnas de Página/12 para defender a sus tótems sagrados (basta leer el polémico cruce de un enfurecido y enloquecido Saccomanno con Beatriz Sarlo con motivo de una supuesta historia sobre Osvaldo Soriano para entender el fundamento de ese temor.
Pero esos son detalles menores, circunstanciales casi: lo importante es ver los hechos tal como sucedieron, dejando de lado los prejuicios, propios y ajenos, para que dibujantes, guionistas y editores puedan comenzar a ser valorados por la calidad de su trabajo, evitando así que la evolución real del género quede registrada en un canon incompleto, construido sobre el resentimiento, la conveniencia personal y la mentira deliberada.
Nadie puede cuestionar el talento de Carlos Trillo o Guillermo Saccomanno, pero alabar extravagantemente sus peores trabajos mientras se aplica el tratamiento inverso a Robin Wood o Ray Collins sólo sirvió para crear un canon que refleja los deseos, ambiciones y limitaciones de quienes lo hicieron (situados, convenientemente a ambos lados del mostrador, como escritores y críticos) y no la evolución del género en Argentina a lo largo de los últimos ochenta años.
Sasturáin en “La última década larga de la historieta argentina” es quien mejor resume los criterios de selección impuestos por él y sus amigos, sintetizando de forma magistral a cuáles autores se les dará autobombo permanentemente y a quiénes se dejará de lado sin importar la calidad de su obra.
La aparición de ese artículo en 1988 es el símbolo más claro de que la tarea emprendida por Carlos Trillo catorce años atrás ha triunfado y finalmente pueden decirse en voz alta cuáles son los principios generales a través de los cuales tres personas manejarán los ingresos y egresos del canon sin darle explicaciones a nadie, ni siquiera al sufrido lector que debe aceptar sus decisiones con una fe rayana en el fanatismo, creyendo que porque ellos lo dicen, es así, sin necesidad de presentar la mas mínima prueba que justifique sus juicios.
Como resultado de esta censura ejercida implacablemente durante las últimas tres décadas la obra de determinados autores (Robin Wood, Ray Collins, Alfredo Grassi, Carlos Albiac, Ricardo Ferrari, Armando Fernández) se volvió invisible, primero para los nuevos críticos, más interesados en copiar la opinión de sus predecesores que en investigar lo que había sucedido realmente, luego para los periodistas que escribían sobre el tema leyendo rápidamente los pocos libros dedicados al tema que todavía circulan en Argentina y finalmente para los editores que seleccionan sus lanzamientos con base en la popularidad de los artistas.
Hoy, que todavía existen centenares de revistas en los kioscos de usados, algún editor valiente debería, aun afrontando los ataques del grupo, recuperar ese viejo material en forma de libros acompañados de estudios críticos para que los nuevos lectores entendieran cómo evolucionó realmente la historieta de aventuras argentina, rescatando a todas aquellas revistas, autores y editores que ayudaron a la consolidación del género, permitiendo así entender que de la escuela fundada en 1950 por Oesterheld pudo surgir Carlos Trillo pero también Ray Collins y Robin Wood y que, a su vez, todo este grupo tuvo un antecesor ilustre en Leonardo Wadel, guionista de Vito Nervio, a quien Alberto Breccia consideraba uno de los mejores autores de Argentina y al que hoy nadie parece recordar porque la versión oficial repite que la “historieta adulta” nació con Oesterheld, como si antes de él no hubiera existido nadie.
Pese al empeño de los canonizadores oficiales por ocultar todo aquello que pudiera interponerse entre ellos y el reconocimiento público en la historieta argentina nunca existió una sola línea ininterrumpida que fuera de Oesterheld a Sasturáin, pasando por las estaciones intermedias formadas por la dupla Trillo-Saccomanno, sino varias líneas paralelas que partiendo de Wadel (o incluso antes), ocasionalmente se juntan, permitiendo que autores de diferentes estilos compartieran espacios en revistas populares, algo perfectamente natural para los lectores pero no para los canonizadores que han implantado con total conciencia un modelo de rotundos blancos y negros que les permite destacar (después de todo, ellos son los buenos profesionales que no prostituyen su talento colaborando con editoriales comerciales como Columba… a excepción de esos momentos cuando sí lo hacen, tanto Trillo como Saccomanno).
De otra manera, Ray Collins no podría haber colaborado con un jovencísimo Muñoz —futuro dibujante de Alack Sinner junto a Carlos Sampayo— en Precinto 56 por sugerencia de Hugo Pratt, y Robin Wood no debería haber aparecido en los primeros números de Skorpio donde también publicaron Trillo y Saccomanno.
Al eliminar deliberadamente estos hechos, los canonizadores oficiales consiguieron montar una foto grupal donde sólo vemos sus caras junto al buen Oesterheld posando para la eternidad, con inmensos vacíos a su alrededor donde pueden adivinarse sin demasiado esfuerzo todas aquellas personas que deberían estar ahí pero no aparecen por ningún lado porque sus nombres fueron brutalmente censurados hasta hacerlos desaparecer.
Que Sasturáin se haya convertido en el historiador oficial de la historieta argentina luego de la renuncia de Trillo, intercambiando preguntas y respuestas automáticas junto a sus amigos por televisión, demuestra claramente la impunidad total de que todavía goza el grupo, contando las mismas mentiras una y otra vez, conscientes de que mientras ellos controlen el aparato de consagración oficial, todos los nombres que se niegan a mencionar en voz alta (Wood, Collins, Ferrari y siguen las firmas) permanecerán confinados a los oscuros márgenes de la historia donde los enviaron hace tantos años ya, como si fueran parientes incómodos con los cuales no quieren ser vistos para evitar las odiosas comparaciones que pueden quitar el lugar de privilegio que se asignaron a sí mismos como los únicos herederos de Oesterheld. ®