La Academia Mexicana de Ciencias Penales quiere contribuir a la resolución de uno de los problemas más graves del país, o el más grave: el de la crisis de la seguridad pública y la justicia penal, que tiene un alto costo en vidas humanas y otros bienes jurídicos de valor inconmensurable, provoca zozobra y sufrimiento a muchos, y erosiona las bases de la convivencia civilizada.
La Academia Mexicana de Ciencias Penales, fundada en 1940, agrupa a muchos de los más destacados especialistas de México en esa materia. En sus más de setenta años de vida, sus miembros han impulsado los conocimientos de las ciencias penales en la docencia, la investigación y la difusión. Varios de ellos han sido ministros de la Suprema Corte de Justicia, procuradores generales de justicia, secretarios de Estado, gobernadores, embajadores, rectores universitarios, presidentes de comisiones públicas de derechos humanos y defensores. Su órgano de difusión, la revista Criminalia, ha desempeñado un papel relevante en la difusión del conocimiento penal en nuestro país.
Los integrantes de la Academia no se han conformado con difundir y analizar su objeto de estudio sino que han expresado públicamente sus reflexiones y sus puntos de vista acerca de la política criminal del Estado mexicano.
En 2000 y en 2006 la Academia hizo llegar sendas propuestas en seguridad pública y justicia penal a los entonces presidentes electos de la República. Recientemente ha manifestado su preocupación por el deterioro de las condiciones de seguridad pública y la afectación reiterada de los derechos humanos, así como su desacuerdo con reformas constitucionales y legislativas que restringen los derechos de los inculpados y con la iniciativa de reforma a la legislación penal federal que pretende ensanchar el ámbito de responsabilidad penal al grado de que una persona sea considerada responsable del delito cometido por otra aun sin haber tenido intervención intencional alguna.
Ahora, una vez más, la Academia Mexicana de Ciencias Penales quiere contribuir a la resolución de uno de los problemas más graves del país, o el más grave: el de la crisis de la seguridad pública y la justicia penal, que tiene un alto costo en vidas humanas y otros bienes jurídicos de valor inconmensurable, provoca zozobra y sufrimiento a muchos, y erosiona las bases de la convivencia civilizada.
Los miembros de la Academia hemos estudiado los diferentes y complejos aspectos de ese problema y consideramos que la situación por la cual atravesamos no es fatalmente irreversible, pero que para ir mejorándola es preciso que se den los pasos adecuados.
En este documento la Academia sugiere no sólo al Presidente de la República electo sino al conjunto de las autoridades federales, estatales y municipales del país una serie de medidas que se pueden empezar a poner en marcha de inmediato, las cuales, si bien no son aptas para revertir esa crisis inmediatamente, pueden lograrlo paulatinamente.
El único propósito de la Academia Mexicana de Ciencias Penales al presentar este documento es poner al servicio del país los estudios y las ideas de sus integrantes.
La seguridad deteriorada
Sin exageración alguna puede afirmarse que la situación en amplios y numerosos segmentos del territorio nacional en materia de seguridad pública es sumamente grave. Ya era lamentable hace cinco años, pero en el presente se ha descompuesto aún más. La despiadada disputa de las diferentes bandas del crimen organizado entre sí y contra el gobierno de la República, el vacío de autoridad en algunas ciudades y aun en ciertas entidades federativas, la falta de profesionalización y la corrupción de las fuerzas policiacas —o, peor aún, su connivencia o participación con grupos criminales—, la ineficacia extrema de los órganos persecutores de los delitos, las legiones de jóvenes sin un promisorio horizonte educativo y laboral, entre otros factores, han propiciado que estemos presenciado un fenómeno de violencia criminal sin parangón desde hace casi un siglo en nuestro país.
Hoy parece bastante claro que el gobierno del presidente Felipe Calderón emprendió sin estrategia alguna una guerra —la denominación fue utilizada por el mismo presidente— contra los grupos criminales organizados, y eso desató una espiral de violencia que ha generado la multiplicación de algunos de los delitos más graves: el homicidio doloso, el secuestro, la extorsión, el robo de vehículos, el robo a casa habitación. Tomemos el caso del homicidio doloso, no sólo porque es el delito de mayor gravedad sino porque las cifras sobre su incidencia son las menos ocultas por la cifra negra. En México se registraron 27,199 homicidios dolosos (intencionales) en 2011, es decir 24 por cada 100 mil habitantes. De 1992 a 2007 en nuestro país había venido descendiendo sostenidamente la tasa de homicidios dolosos: disminuyó en ese lapso de 19 a 8 por cada 100 mil habitantes. Ocho es una incidencia altísima si nos comparamos con los países más seguros del mundo, pues, por ejemplo, en España se comete uno solo y en Japón apenas 0.5 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, pero no es nada mala si la comparación la hacemos entre el México de 2007 y el de quince años atrás. Sin embargo, a partir de ese año de 2007 —en que se produjeron 8,867— el número de homicidios dolosos se empezó a disparar y en sólo cuatro años aumentó 200%, algo históricamente atípico a nivel mundial. Hoy estamos peor que hace veinte años.
En México se registraron 27,199 homicidios dolosos (intencionales) en 2011, es decir 24 por cada 100 mil habitantes. De 1992 a 2007 en nuestro país había venido descendiendo sostenidamente la tasa de homicidios dolosos: disminuyó en ese lapso de 19 a 8 por cada 100 mil habitantes. Ocho es una incidencia altísima si nos comparamos con los países más seguros del mundo, pues, por ejemplo, en España se comete uno solo y en Japón apenas 0.5 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, pero no es nada mala si la comparación la hacemos entre el México de 2007 y el de quince años atrás.
Al aumento vertiginoso de los homicidios dolosos —así como de los demás delitos graves señalados— hay que agregar el repunte de las violaciones a los derechos humanos: la aplicación abusiva del arraigo, los obstáculos a los defensores de los inculpados, las detenciones ilegales, la inflación de la prisión preventiva, la tortura, las falsas acusaciones y las desapariciones forzadas.
No más reformas penales autoritarias
Hay que añadir también, para completar el panorama desolador, la proliferación de tipos penales, el aumento de punibilidades hasta setenta años de prisión y el desmesurado crecimiento de la impunidad. Nuestros legisladores han endurecido las leyes penales sin que eso haya reducido el porcentaje de delitos sin castigo. Por el contrario, si nuestros ministerios públicos ya eran ineficaces en grado extremo, con la constante subida de la incidencia de los delitos graves el porcentaje de los que quedan impunes se ha elevado considerablemente.
Es preciso trascender los tópicos y las declamaciones discursivas y señalar con rigor qué pasos han de darse para empezar a revertir la vorágine de violencia criminal que tanto daño ha causado y que ha puesto en jaque los fundamentos mismos de la convivencia civilizada. Es necesario diseñar una política criminal integral en todo el país que se ocupe de la prevención del delito, la legislación penal, la procuración y la administración de justicia, la prisión preventiva y la ejecución de sanciones. Esa política criminal ha de estar debidamente planificada y ser parte de la política social del Estado mexicano; programar medidas a corto, mediano y largo plazos, y respetar los derechos humanos consagrados en la Constitución y en los tratados internacionales que México ha suscrito y ratificado.
La prevención, el antídoto más eficaz
Los medios coactivos son indispensables en toda sociedad. Sin la amenaza de castigo la delincuencia no puede mantenerse dentro de límites manejables. Pero no es sólo con tales medios como ha de enfrentarse la criminalidad, sino ubicando los factores que le dan origen y las circunstancias en las que suele crecer y extenderse, y actuando sobre esos factores.
Reducir la delincuencia no es exclusivamente tarea de las policías, las procuradurías y los tribunales, sino responsabilidad fundamental del gobierno. El abatimiento del crimen es principalmente el resultado de las acciones exitosas en materia de justicia social de un gobierno.
El objetivo es reducir el número de delitos que se cometen, por lo que debe dársele a las vías penales una función subsidiaria y priorizarse las acciones de prevención no penal que actúan sobre los factores. En otras palabras: reducir la delincuencia no es exclusivamente tarea de las policías, las procuradurías y los tribunales, sino responsabilidad fundamental del gobierno. El abatimiento del crimen es principalmente el resultado de las acciones exitosas en materia de justicia social de un gobierno. No es gratuito que las sociedades con mayor grado de bienestar de la población presenten las más bajas incidencias delictivas. La creación de empleos, la disminución de la pobreza y la marginalidad, el rescate de espacios públicos degradados, la educación cívica y ética, el crecimiento urbano ordenado, entre otros, son avances sociales que suelen hacer descender las tasas delictivas. Es necesaria una investigación interdisciplinaria entre la población penitenciaria a fin de descubrir qué impulsó a los autores de delitos a cometerlos y a partir de ese conocimiento estar en condiciones de combatir los factores que propician las conductas delictivas.
Una revolución en las instituciones
Sin embargo, tales medidas dan fruto, en el mejor de los casos, a mediano plazo. Además, no siempre dependen de la buena voluntad de los gobernantes sino del nivel de desarrollo de un país y de condiciones internas y externas que ningún gobierno puede modificar a su antojo. A pesar de los programas ideales, las condiciones económicas de los países en vías de desarrollo no son las idóneas para desarrollar medidas que garanticen la protección efectiva de los derechos sociales.
Nuestro grave problema de inseguridad hemos de resolverlo a partir de las circunstancias irrepetibles que nos ha tocado vivir. Nos tocaron tiempos difíciles y sólo nuestras acciones acertadas podrán revertir la situación que hoy se sufre en varias regiones —no en todas, también hay que decirlo— del territorio nacional.
Es verdad que buenas policías y buenos ministerios públicos no son por sí mismos la varita mágica para lograr una aceptable seguridad pública, pero sin policías y ministerios públicos profesionales y confiables es impensable un razonable grado de seguridad pública. Esas policías y esos ministerios públicos de calidad se requieren en todo el país. La Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública ordena la homologación de los elementos de esas instituciones en los tres órdenes de gobierno. Ese mandamiento no se ha llevado a cabo. El Consejo Nacional de Seguridad Pública, con el liderazgo del Presidente, debe establecer los lineamientos y los plazos precisos para alcanzar la indispensable profesionalización.
No se requiere ser un experto en el tema ni estar dotado de luces intelectuales extraordinarias para saberlo; todo mexicano lo sabe: nuestras policías y nuestros ministerios públicos son zonas de desastre. No han de seguir siéndolo irremediablemente.
Policías
En términos generales, las policías mexicanas carecen de la elemental capacitación para su delicada labor, no están dotadas de los recursos indispensables para desarrollarla adecuadamente, no perciben salarios y prestaciones laborales que correspondan a la importancia y al riesgo de sus tareas, son poco respetuosas de los derechos humanos y con frecuencia son cómplices de delincuentes.
Todos coincidimos en la urgente necesidad de profesionalizar y depurar a las policías del país, pero se omite señalar exactamente qué medidas hay que tomar a fin de lograr un objetivo tan importante para la convivencia pacífica y la vigencia efectiva del Estado de Derecho. Esas medidas, aplicables a todos los cuerpos policiacos del país para su profesionalización, deben ser por lo menos las siguientes.
Las policías mexicanas carecen de la elemental capacitación para su delicada labor, no están dotadas de los recursos indispensables para desarrollarla adecuadamente, no perciben salarios y prestaciones laborales que correspondan a la importancia y al riesgo de sus tareas, son poco respetuosas de los derechos humanos y con frecuencia son cómplices de delincuentes.
a) Una genuina carrera académica de formación policial, con duración de varios años y exigencias similares a las de una carrera de educación superior. La finalidad es conseguir policías óptimamente capacitados en los temas de prevención del delito, patrullaje, atención al público, criminalísticos, jurídicos, informáticos, tecnológicos, criminológicos, psicológicos, operativos y físico-atléticos indispensables para una actuación policial eficiente. Los policías en activo han de seguir capacitándose y actualizándose constante y permanentemente.
b) Remuneración equitativa conforme al alto valor social que tiene la labor policial y el peligro a que se enfrentan los policías en el cumplimiento de sus funciones. El salario no debe ser menor en el ámbito de las entidades federativas al equivalente a seis salarios mínimos para el policía de reacción, ocho para el preventivo y nueve para el de investigación, y en el ámbito federal a ocho, diez y doce salarios mínimos respectivamente. Las prestaciones deben incluir, entre otras, 100% de haber de retiro por treinta años de servicio o por incapacidad, casa hogar para retirados, fondo de ahorro, crédito para vivienda digna, seguro de gastos médicos mayores, becas de estudios para los hijos, centros vacacionales, casa hogar para retirados y servicio de atención y evaluación psicológicas permanentes.
c) Recursos materiales y tecnológicos que permitan a las policías llevar a cabo sus tareas eficientemente y con el menor riesgo posible, desarrollar labor de inteligencia y ubicar geográficamente sitios en los que se requiera su intervención.
d) La policía federal debe ser una policía auténticamente nacional, con presencia constante y suficiente en todo el país, que coordine a las policías locales. Las policías municipales deben estar coordinadas por la correspondiente policía estatal, evitándose así la dispersión, la vulnerabilidad, la disparidad y la inconexión derivadas de la coexistencia de decenas o incluso centenares de cuerpos policiacos distintos en una misma entidad.
e) La instauración de organismos autónomos, con características similares a las de las comisiones de derechos humanos, integrados por especialistas de prestigio, que vigilen y controlen, en el ámbito federal y en cada una de las entidades federativas, la actuación de los policías.
Órganos de la acusación
En México, el Ministerio Público parece una institución diseñada para no funcionar o para funcionar mal. Su ineficacia es desoladora, con frecuencia se orienta no por pautas de legalidad y buena fe sino por las órdenes o consignas del gobernante de cuyo gabinete forma parte el procurador o por el afán de dar gusto a un sector de la opinión pública —lo que ha propiciado en no pocas ocasiones la perversión mayor de la procuración de justicia: la fabricación de culpables—, el trabajo de sus agentes no es objeto de una eficaz supervisión, la lentitud y la negligencia caracterizan sus actuaciones y su personal carece de la debida capacitación y de la adecuada vocación para la función que desempeña.
Al menos las siguientes medidas son urgentes para transformar benéficamente al Ministerio Público mexicano.
a) La consagración en la Constitución de la plena autonomía del Ministerio Público, como la otorgada al Banco de México, al Instituto Federal Electoral y a los ombudsman federal y de las entidades federativas. Las características del órgano constitucional autónomo serían, básicamente: la independencia política respecto de los tres poderes; la autonomía técnica, funcional y presupuestal, y una actuación completamente alejada de consideraciones políticas o partidistas, regida por los principios de legalidad, imparcialidad e igualdad de todos ante la ley.
En México, el Ministerio Público parece una institución diseñada para no funcionar o para funcionar mal. Su ineficacia es desoladora, con frecuencia se orienta no por pautas de legalidad y buena fe sino por las órdenes o consignas del gobernante de cuyo gabinete forma parte el procurador.
b) La creación, también a nivel constitucional, de los Consejos del Ministerio Público. Estos órganos colegiados, que deben integrarse por especialistas de sólido prestigio, tendrían a su cargo la instauración de la carrera ministerial orientada a alcanzar la preparación profesional idónea de los agentes del Ministerio Público, los agentes de la policía de investigación y los peritos de las procuradurías, así como la supervisión de la actuación de los procuradores y sus principales colaboradores. El funcionamiento eficaz de estos Consejos evitaría que la deseable autonomía del Ministerio Público derivara en excesos incontrolables.
c) La creación de las plazas necesarias, a partir de un diagnóstico rigurosamente preparado que permita establecer qué carga de trabajo pueden soportar razonablemente los agentes del Ministerio Público, los agentes de la policía de investigación y los peritos, a fin de que tales servidores públicos puedan realizar sus tareas con eficacia y prontitud.
d) El otorgamiento de salarios y prestaciones laborales acordes con la importancia de la tarea de perseguir delitos, por lo que deben ser equivalentes a los que perciben los miembros del poder judicial.
e) La instauración de un sistema de supervisión eficaz de las actuaciones de los agentes del Ministerio Público y la policía de investigación, aprovechando la tecnología informática. El denunciante debe tener acceso efectivo en todo momento a la averiguación previa y las puertas abiertas para presentar sus inconformidades ante los superiores jerárquicos del agente a cargo de la indagatoria.
f) Una reforma a los códigos de procedimientos penales que favorezca la actuación expedita de los agentes del Ministerio Público, que supondría, entre otras cosas, la eliminación de requisitos y trámites burocráticos innecesarios (por ejemplo, la ratificación de la denuncia).
g) La priorización del trámite de averiguaciones previas atendiendo a la gravedad del delito.
h) La creación del Instituto Nacional de Capacitación Pericial Médico Forense y Criminalística —de caráter académico, descentralizado, con personalidad jurídica y patrimonio propios—, que conjugue los recursos humanos y técnicos para la profesionalización y permanente actualización de los servicios periciales en todas las áreas así como la certificación periódica de sus expertos.
Delincuencia organizada
No existe país que no padezca diversas formas de delincuencia organizada, pero no en todos produce los efectos devastadores que se observan en México. La debilidad de nuestras instituciones de seguridad pública y de procuración de justicia facilitan las acciones criminales de la delincuencia y posibilitan que ésta controle territorios, corrompa o intimide a servidores públicos e infiltre cuerpos policiacos y órganos de persecución del delito.
La delincuencia organizada se combate con instituciones rigurosamente capacitadas, con tareas de inteligencia llevadas a cabo sistemática y coordinadamente, con tecnología de punta y conquistando la confianza de la población a fin de que ésta se sienta estimulada a denunciar los actos ilícitos o irregulares.
Lo más importante es que la delincuencia organizada no rebase en su actuación criminal los límites más allá de los cuales la seguridad pública se desdibuja, y que las autoridades pongan sus afanes en prevenir y perseguir los delitos que más daño causan a las personas. Mucho más urgente que perseguir el tráfico de drogas es perseguir la violencia que lo acompaña, que es la que verdaderamente afecta a la población. Es absurdo que en México los esfuerzos por impedir que llegue droga a Estados Unidos provoquen una cantidad exorbitante de homicidios y otros delitos muy graves mientras que allá el cultivo y la venta de mariguana se haya convertido en un negocio de altos beneficios y totalmente respetable. Mientras no se despenalicen las drogas, capturar a los sicarios e incautarles armas y dinero será mucho más benéfico que perseguir el tráfico. Eso no significa, en modo alguno, pactar con los delincuentes —lo que resulta inaceptable jurídica y éticamente— sino priorizar qué delitos deben ser perseguidos con mayor urgencia.
Código de procedimientos
Es conveniente contar con una legislación penal —sustantiva, adjetiva y de ejecución de sanciones— única para todo el país. La dispersión prevaleciente, en la que abundan ocurrencias y diferencias, no favorece la lucha contra el crimen y da lugar al absurdo de que el mismo delito tenga sanciones distintas según si es común o federal o según la entidad donde se cometa.
La delincuencia organizada se combate con instituciones rigurosamente capacitadas, con tareas de inteligencia llevadas a cabo sistemática y coordinadamente, con tecnología de punta y conquistando la confianza de la población a fin de que ésta se sienta estimulada a denunciar los actos ilícitos o irregulares.
Sobre todo en materia procedimental, es indispensable que en toda la República rija un solo código que reglamente la reforma constitucional respetándola incondicionalmente. En consecuencia, de acuerdo con ese código, el Ministerio Público no podría llegar a acuerdos con el imputado que supongan una coacción para que éste confiese, ni podría cambiar su acusación en el transcurso del juicio vulnerando con esa variación el derecho a una defensa sin desventajas, y sólo el juez del juicio oral sería competente para conocer del juicio abreviado.
Sospechosos e inculpados
La exasperación y el miedo que produce la delincuencia provocan que mucha gente estime que si para combatirla con éxito es necesario sacrificar los derechos humanos, éstos deben ser sacrificados. Esta postura ignora que los países más seguros del mundo son asimismo aquellos en los que hay más respeto a los derechos humanos. La vigencia efectiva de éstos y una seguridad pública aceptable no son excluyentes. En los últimos lustros se han hecho excesivas reformas constitucionales que en muchos casos han afectado desfavorablemente el principio de presunción de inocencia y el derecho a la defensa, y han reducido los requisitos para restringir o privar de la libertad no sólo a inculpados sino incluso a simples sospechosos. La Constitución debe reformarse con cautela, sólo cuando sea estrictamente indispensable. Es necesario que todas las disposiciones constitucionales y legales y todas las prácticas violatorias de los derechos humanos de indiciados e inculpados sean desterradas.
La exasperación y el miedo que produce la delincuencia provocan que mucha gente estime que si para combatirla con éxito es necesario sacrificar los derechos humanos, éstos deben ser sacrificados. Esta postura ignora que los países más seguros del mundo son asimismo aquellos en los que hay más respeto a los derechos humanos.
En su origen, el arraigo se justificó como una medida cautelar que impediría que un sospechoso evadiera la acción de la justicia, dañara al denunciante o a los testigos o destruyera pruebas. En los hechos se ha aplicado abusivamente sin que en muchos casos se presente ninguno de esos supuestos, y su duración es escandalosamente larga: hasta ochenta días. En los arraigos no se ha permitido desde el primer momento al defensor consultar el expediente o comunicarse con el arraigado, lo que es absolutamente arbitrario. El derecho a la defensa se actualiza de acuerdo con la Constitución y la convencionalidad internacional desde el momento en que se infiere al indiciado el primer acto de molestia, desde que se le hace comparecer la primera vez. El arraigo, por lo menos como hoy existe, debe desaparecer de nuestros códigos. En el Estado de Derecho democrático se investiga para detener y no se detiene para investigar. Aun sin arraigo ya se concede al Ministerio Público un plazo de 48 horas, o 96 horas —cuatro días— si se trata de delincuencia organizada, para integrar la averiguación previa en los casos de urgencia o detenciones en flagrancia. Si ese plazo es insuficiente, podría ampliarse en medida razonable, quizá hasta 168 horas —una semana. Lo que es inadmisible es que a una persona contra la que aún no hay pruebas se le prive de su libertad hasta por ochenta días sin que exista alguno de los riesgos que sirvieron en su momento para justificar esta medida cautelar.
La prisión preventiva ha ensanchado su ámbito de aplicación hasta límites irracionales. Debe quedar restringida a los delitos terriblemente perniciosos, como el homicidio doloso, el secuestro, la violación, el terrorismo, la trata de personas, la extorsión, el robo a mano armada o en casa habitación y el robo de vehículo. La utilización de un collar electrónico que active una alarma cuando el inculpado salga del área que no debe abandonar permitiría en muchos casos prescindir de la prisión preventiva, lo que redundaría en una despresurización de las prisiones, en las que el problema del hacinamiento es generalizado.
Las falsas acusaciones, sin pruebas o con pruebas adulteradas, o sustentadas en declaraciones inverosímiles de testigos protegidos con antecedentes criminales, constituyen la mayor perversión de nuestra procuración de justicia. Tal práctica de nuestros órganos de la acusación ha contado con la complacencia de ciertos jueces sumisos o que no revisan minuciosamente los expedientes. Es una práctica canallesca con la que urge terminar.
Los titulares de las instituciones a los que las comisiones públicas de derechos humanos dirigen sus recomendaciones no deben encubrir a sus subordinados. La recomendación no desacredita a institución alguna; solicita la apertura de un procedimiento que permita deslindar y atribuir responsabilidades, pero también eximir a los servidores públicos que no hayan incurrido en atropellos. Es de exigirse que las recomendaciones, en la medida que estén sólidamente sustentadas, sean atendidas por los destinatarios. En los casos de tortura, desaparición forzada, detención ilegal u homicidio, la importancia de atender las recomendaciones de los ombudsman es aún mayor. No admitirlas o no cumplirlas íntegramente quita fuerza a los organismos defensores de derechos humanos.
El Estado mexicano debe cumplir también a la brevedad las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Atención a víctimas
Las víctimas de delito ameritan toda la solidaridad social e institucional. El trance por el que atraviesan debe hacérseles lo menos penoso posible. La atención que se les dé debe ser de calidad, amable, diligente e integral: jurídica, policial, médica, psicológica, de asistencia social y educacional. Es preciso que se cuente con la legislación adecuada que sirva de fundamento a esa atención.
Los servicios de apoyo a las víctimas suelen proporcionarse en espacios alejados geográficamente unos de otros y sin la debida coordinación y complementariedad, lo que en ocasiones se traduce en una revictimización institucionalizada. La atención debe concentrarse en una sola sede, lo que ahorraría a las víctimas tiempo, desplazamientos y trámites.
El modelo que se propone debe ser operado en un centro que reúna en un espacio físico a los representantes de las instituciones y organismos involucrados en la atención —de los sectores público y privado, así como organismos ciudadanos—, lo que facilitará las acciones de coordinación, colaboración y complementariedad.
El centro de apoyo debe ubicarse en un solo espacio, digno y accesible, donde las víctimas encuentren la atención adecuada y oportuna desde la etapa de prevención del delito hasta la de reparación del daño y rehabilitación, incluyendo, cuando se requiera, refugio y protección a su integridad.
Particularmente tratándose de delitos sexuales, debe contarse con espacios dignos para atender a las víctimas, donde se respete su dignidad y su intimidad.
Prisiones
En las prisiones mexicanas, tanto en las preventivas como en las de ejecución de sanciones, la situación es caótica: autogobierno, motines, fugas, corrupción, tráfico de drogas, delitos entre los internos y delitos preparados desde la cárcel que se cometen en el mundo exterior, y violación sistemática de los derechos humanos de los presos. Éstos son alrededor de 240 mil en los más de 400 centros de reclusión del país, cuya capacidad instalada es de 190 mil espacios, por lo que hay una sobrepoblación mayor a 25%. Cerca de 45% de los internos son procesados. Las mujeres recluidas son más de 10,500. En nuestras cárceles prevalece el hacinamiento; las instalaciones no son suficientes ni decorosas, ni permiten la ubicación de los reclusos de acuerdo con la clasificación que permitiría un tratamiento individualizado a fines de reinserción social; no se ha logrado la depuración ni la aplicación de las pruebas de confianza al personal, cuya capacitación y remuneración son insuficientes; no se cumple con la separación en centros distintos entre internos e internas; en algunos reclusorios femeniles hay personal de custodia masculino; no existen espacios adecuados ni programas para los cerca de 150 niños que acompañan a sus madres en reclusión. En los reclusorios varoniles la violencia es extrema: impera la ley del más fuerte y los homicidios cometidos con puntas metálicas son frecuentes. Más de la mitad de las prisiones de varones son controladas por los internos más poderosos y violentos, que cobran a los demás por privilegios, drogas y protección, e imponen castigos.
Es preciso que se combata el hacinamiento con cuatro medidas: a) reduciéndose sustancialmente el ámbito de aplicación de la prisión preventiva, que debe reservarse para los delitos más graves; b) dejando de castigarse con prisión delitos cuya índole antisocial no tan grave admitiría sanciones alternativas, para lo cual se requiere un cuidadoso examen de la parte especial de todos los códigos penales; c) aplicando en el ámbito legislativo un razonable criterio de proporcionalidad que evite el establecimiento de punibilidades desmesuradas, muy superiores a lo que la gravedad del delito ameritaría, y d) construyéndose los centros penitenciarios indispensables y con instalaciones adecuadas para que los internos tengan condiciones de vida dignas y se les pueda aplicar el tratamiento individualizado de reinserción social. Las internas deben contar con guarderías en las que sus hijos reciban la atención y el cuidado debidos.
Una medida que hay que tomar con carácter de extrema urgencia: separar en establecimientos distintos a los presos violentos de los presos no violentos a fin de evitar que éstos sean lastimados o asesinados por aquéllos. Las prisiones para los presos violentos ameritan medidas de seguridad mucho más estrictas. El personal penitenciario debe retomar el control de todas aquellas prisiones en las que existe el autogobierno de presos.
Deben tomarse todas las providencias que impidan que desde la cárcel se preparen o se perpetren delitos. Además de que debe evitarse el paso de teléfonos celulares, así como impedirse las posibles llamadas desde éstos, mediante los mecanismos tecnológicos ad hoc.
El personal penitenciario debe ser rigurosamente capacitado, y seleccionado por sus conocimientos en la materia y por su vocación para la tarea, y evaluado y supervisado constantemente. El Consejo Técnico Interdisciplinario de cada centro debe rendir sus informes con la frecuencia que aconseja el tratamiento. Es necesario, para que la reinserción social sea viable, que los preliberados y los compurgados cuenten con bolsas de trabajo. El personal de custodia debe ser objeto de rotación periódica. El de los centros femeniles debe ser exclusivamente femenino. Como se propuso para policías y agentes del Ministerio Público, las remuneraciones y las prestaciones laborales deben ser suficientes para permitirles a los servidores públicos del sistema penitenciario una vida decorosa.
Adolescentes
El artículo 18 constitucional ordena el establecimiento de un sistema integral de justicia aplicable a quienes se atribuya la realización de una conducta tipificada como delito y tengan entre doce y diecisiete años de edad, y medidas de rehabilitación y asistencia social a los menores de doce años a quienes se impute una conducta de esa índole. La operación del sistema debe estar a cargo de instituciones, tribunales y autoridades especializados en procuración e impartición de justicia para adolescentes.
El artículo invocado ordena también formas alternativas de justicia, la garantía del debido proceso y la independencia entre las autoridades que efectúen la remisión y las facultadas para imponer la medida aplicable. Tales medidas deben ser proporcionales a la gravedad de la conducta y tener como fin la reintegración personal y familiar del adolescente así como el pleno desarrollo de sus capacidades. El internamiento sólo tiene cabida como medida extrema y por el tiempo más breve que proceda, y podrá aplicarse únicamente a mayores de catorce años por conductas antisociales calificadas como graves.
Este sistema no ha sido puesto en marcha. Lo peor es que en muchos casos se ha simulado su instauración. Se han cerrado centros que funcionaban adecuadamente, se ha habilitado a jueces y otros servidores públicos sin que sean auténticos especialistas en procuración e impartición de justicia para adolescentes, se han aumentado las punibilidades y sólo en contados casos se ha acudido a las formas alternativas de justicia.
Es hora de terminar con la simulación o el incumplimiento e instaurar en los hechos, como lo ordena la Constitución, el sistema integral de justicia para menores con los objetivos que señala la misma Ley suprema.
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Las medidas aquí propuestas no son utópicas o ilusorias: son viables y pueden ser aptas para rescatar la seguridad pública e instaurar el sistema de justicia penal deseable. ®
García Ramírez, Sergio. Dr.; Adato Green, Victoria. Lic.; Aguilar Ruiz, Miguel Óscar. Ing.; Alva Rodríguez, Mario. Dr.; Azzolini Bincaz Alicia Beatriz, Dra.; Carmona Sánchez, Pedro Pablo, Dr.; Correa García, Sergio. Dr.; De la Barreda Solórzano, Luis. Dr.; Díaz Aranda, Enrique. Dr.; Díaz De León, Marco Antonio. Dr.; Félix Cárdenas, Rodolfo. Dr.; Fernández Doblado, Luis, Dr.; Franco Guzmán, Ricardo. Dr.; García Cordero, Fernando. Dr.; González de la Vega, René. Dr.; González Salas Campos, Raúl. Dr.; Hernández Pliego, Julio. Dr.; Islas de González Mariscal, Olga. Dra.; Lima Malvido, Ma. de la Luz, Dra.; Medina Alegría, Sara Mónica. Q.F.I.; Moreno González, Rafael. Dr.; Nader Kuri, Jorge. Dr.; Ojeda Bohórquez, Ricardo. Dr.; Ojeda Velázquez, Jorge. Dr.; Ontiveros Alonso, Miguel. Dr.; Peláez Ferrusca, Mercedes. Dra.; Rodríguez Manzanera, Luis. Dr.; Sánchez Galindo, Antonio. Dr.; Speckman Guerra, Elisa. Dra.; Villanueva Castillejas, Ruth. Dra.