Con su primera novela, Trabajos del reino (Tierra Adentro, 2005), este escritor nacido en 1970 en Hidalgo, pero formado entre Texas y California, nos entregó una historia en la que aparecía un compositor de corridos al servicio de los grandes capos sin que la palabra “narco” fuera utilizada siquiera una vez. Un logrado ejercicio de estilo que fue bien recibido también en el mercado español.
En su siguiente obra continúa sobre la senda de la brevedad para contar la historia de Makina, una mujer que debe de viajar al norte a buscar a un hermano extraviado. Una anécdota en apariencia sencilla que adquiere peso específico cuando la realidad es abordada desde una óptica simbolista que se entrevera con la herencia prehispánica.
Conversamos con el autor de Señales que precederán al fin del mundo (Periférica, 2009) para constatar que se trata de un escritor preocupado por la naturaleza misma del lenguaje y convencido de que en este oficio hacen falta perseverancia y contención a partes iguales.
—La novela contemporánea no se ciñe a las estructuras tradicionales, combina géneros y suele ser concentradora a la vez que elusiva. Tu novela por momentos se siente como una pieza metafísica, llena de simbolismos, luego da indicios de convertirse en cierta ficción apocalíptica, pero no deja de ser también una obra sobre el viaje iniciático, ¿cómo lograr que funcione así?
—Creo que si funciona es porque para mí lo importante es no perder de vista que se está contando una historia, y que los símbolos o las reflexiones deben supeditarse a ella. Cómo hacer para que funcionen orgánicamente los distintos ingredientes que tenga a la mano, ésa es la labor a la que se enfrenta cada persona que escribe.
—Trabajas al extremo con el lenguaje para que recorra el habla popular indígena y ciertos modos fronterizos. Es una labor minuciosa y muy lograda, ¿crees que llega a convertirse incluso en algo más importante que la propia historia narrada?
—Aunque es importante planear bien la trama y tener conciencia clara del timbre con el que uno quiere trabajar, una vez que la historia está madura son la misma cosa, el lenguaje y la anécdota se van realizando conjuntamente. El registro lingüístico no es un mero color de la superficie, sino una construcción específica del mundo en el que es posible que suceda la trama. Si ha de cobrar fuerza, el estilo debe funcionar como una forma de conocimiento, no como un adorno.
—Se dice que la obra guarda relación con la mitología precolombina en lo referente al viaje rumbo al Mictlán. Quizá mucha gente no conozca esa historia, pero no le será obstáculo para no comprender la novela, ¿esto es así?
—Claro. La narrativa del descenso al Mictlán es uno de los ingredientes de los que me serví para componer la novela; no es un requisito conocerla, aunque sí espero que algo de esa cosmovisión esté presente en la narración y que esa presencia sea un elemento que conmueva al lector, independientemente de que le dé curiosidad o no el origen de esa estructura narrativa y de ciertos símbolos.
—A la postre la visión, el sentimiento, con que cerramos la lectura es que el futuro no ofrece posibilidades de salvación, que la suerte está echada —y más con la relación con los gringos—; ¿encuentras en el presente real —y no en el literario— esas Señales que precederán al fin del mundo?
—Esa es una lectura posible. Pero yo creo que el descubrimiento que hace Makina no es tanto el de que no hay salvación, sino el de que ha llegado a un estado en el que es necesaria, e inevitable, la regeneración. Ese paralelo sí puede hacerse con nuestra realidad: aunque no tengamos claro aún cómo, es indispensable repensarnos y transformarnos, no por alguna coincidencia numerológica, ni porque ciertos modelos más o menos “exitosos” (el chino, el venezolano, el brasileño, el estadounidense, etcétera) nos señalen cuán atrasados estamos, sino porque debemos encontrar nuevas formas de convivencia en un momento en que el cinismo se ha vuelto la lengua franca en nuestra vida política, y nada de lo que se está haciendo parece detener la descomposición del tejido social.
—Has tenido oportunidad de presenciar directamente las tensiones entre estadounidenses y migrantes mexicanos. Una situación compleja que ha sido abordada desde distintas disciplinas escriturales, ¿tomaste en consideración algún texto en particular como referencia para escribir el libro?
—Tomé en cuenta muchas historias, de amigos, de parientes, e historias de las que me entero cotidianamente, en los diarios o la radio, pero no tengo un texto de referencia específico. Uno siempre está dialogando con muchos libros; uno que podría mencionar en este momento, por ejemplo, es La rebelión de los tártaros, de Thomas De Quincey, una obra hermosa y breve, pero de un aliento que en cada página imprime en el lector la fuerza de un drama que va más allá de las vicisitudes de sus protagonistas.
—La inusual sintaxis y el uso de palabras tan peculiares como “jarchar”, ¿desconcertarán a cierto tipo de lectores u ofrecen un atractivo adicional? Pienso sobre todo en lectores poco relacionados con la jerga indígena o norteña, como los españoles.
—Tal vez. Y ojalá eso sea una de las virtudes que encuentren los lectores en el libro. Como lector, ser desconcertado es una de las cosas que me animan a involucrarme más en una historia, y el desconcierto no tiene por qué ser algo que sólo la trama produzca. Creo que el sentido de ciertas expresiones puede ser comprendido por el contexto en el que se encuentran, sin necesidad de tener el diccionario al lado. En el caso que mencionas, no se trata de una palabra “norteña” o “indígena”, es un verbo que derivé de un sustantivo que, por cierto, es originario de la península que luego sería España: es el nombre que se le daba a las partes finales de ciertos poemas, y que prefiguraban lo que luego sería el español. ®