El teatro en tiempos de Shakespeare debía ser muy dinámico, pues competía con entretenimientos como las luchas de apuestas callejeras entre perros y osos, además de las tabernas y las prostitutas del puerto; había que ofrecer un muy buen espectáculo por unas pocas monedas.
Tybalt: “Peace? I hate the word as I hate hell and all Montagues.”
—Romeo and Juliet
Casi nunca voy al teatro. No es que no me agrade la idea, sino que no he tenido buena suerte. Lecturas apasionantes como A puerta cerrada de Jean–Paul Sartre o Señorita Julia de August Strindberg se convirtieron en representaciones medianamente civilizadas de las que pude haber prescindido. Haber gastado el ticket de la entrada en un buen bistec hubiera sido más apropiado para mi condición de estudiante menesteroso en París, pero había estudiado un poco de teatro y tenía curiosidad. Además, con un poco de suerte uno podía acceder a boletos en las oficinas de asistencia social.
La peor experiencia de todas fue la de una obra de Peter Brook, dramaturgo del cual mi antiguo profesor de teatro hablaba maravillas. Una mujer negra jugó con un tambor asiático durante media hora recitando un monólogo en alemán para después unirse en una danza buto colectiva otra hora y media. Sentí que pasé un año en esa butaca. Desde ese momento preferí ir a la cineteca de París, en donde si uno se sale a la mitad de la función para irse a tomar un chartreuse no importuna a nadie. No quiero decir con esto que no tuve experiencias memorables, como una adaptación de Los persas de Esquilo, puesta en escena por un grupo de teatro estudiantil parisino, en la que un esclavo con cara de maestro de epistemología le susurraba al oído del rey persa: “No te olvides de los griegos”.
Una mujer negra jugó con un tambor asiático durante media hora recitando un monólogo en alemán para después unirse en una danza buto colectiva otra hora y media. Sentí que pasé un año en esa butaca.
La representación que recuerdo con mayor placer hasta el presente sucedió en Guadalajara, cuando cursaba la preparatoria, hace ya más de diez años. Se trataba de una puesta en escena de Esperando a Godot de Samuel Beckett, en versión clown. No retuve el nombre de la compañía, pero a ésta le debo en parte tantas decepciones posteriores en comparación. Esa representación no solamente hizo hablar al texto, sino que le otorgó originalidad y cercanía. Fue divertida sin perder un ápice de profundidad, con una adaptabilidad de guión que enriquecía al original.
Así que después de una ausencia de casi un lustro de las butacas teatrales, sucede que el mes pasado volví a asistir al teatro. No era para menos, pues se trataba de la representación de Romeo y Julieta, montada por Teatro Nómada en el Hospicio Cabañas de Guadalajara. Creo que no pudo haber un mejor lugar para montar esta obra en la ciudad. Los amplios patios internos y la solidez de la estructura rocosa nos condujeron fácilmente hacia la Verona renacentista.
Debido al tipo de publicidad que le hicieron a la obra en redes sociales me imaginé que se trataría de una adaptación contemporánea de la obra del Bardo en un contexto local. Resultó más bien lo contrario: una escenificación con miras isabelinas que tomó muy pocas licencias. Antes de comenzar la respresentación, el codirector, Fernando Sakanassi, dio un contexto de la obra, actividad que creo debería acompañar a toda representación clásica. Mencionó, entre otras cosas, que Romeo y Julieta no era una obra original del dramaturgo inglés, sino que éste la había adaptado a su salsa, destacando sobre todo en los diálogos con los cuales pasó a la historia. También mencionó que el teatro en ese momento buscaba ser muy dinámico, pues competía con otro tipo de entretenimiento, como el de las luchas de apuesta callejeras entre perros y osos. No mencionó a las tabernas o a las prostitutas del puerto, pero imagino que con esas rivalidades había que ofrecer un muy buen espectáculo por unas pocas monedas. Y cuando la palabra se vuelve más interesante que la violencia, el embrutecimiento o la sensualidad, es porque nos habla de todo esto y más con singular inteligencia.
El retruécano constante y el humor negro se encuentran allí como una dama de compañía fiel en los diálogos de este escritor. Los juegos del lenguaje se llevaron al castellano con corrección, añadiendo unas cuantas adaptaciones albureras que no desentonaron con el resto del texto.
Así que si buscaban una versión conservadora y cuidada del texto, llegaron a la representación adecuada. El retruécano constante y el humor negro se encuentran allí como una dama de compañía fiel en los diálogos de este escritor. Los juegos del lenguaje se llevaron al castellano con corrección, añadiendo unas cuantas adaptaciones albureras que no desentonaron con el resto del texto. Los actores mostraron factura y la puesta en escena fue profesional, minimalista y pulcra. Solamente los micrófonos ultramodernos de los actores parecían salir de época, aunque una mirada distraída hubiera pensado que todo el elenco fue reclutado con la condición de tener un lunar en la frente. Otra cosa curiosa fue la propuesta de vestuario, pues los atuendos, incluso cuando se trata de las casas nobles Montesco y Capuleto, se encontraban raídos y empolvados a posta.
El público también era curioso, pues parecía descubrir la obra y el teatro mismo por primera vez. Reían como hacen los niños, con desorden y espontaneidad. Había una candidez evidente en su relación con el espacio y la trama. Si una obra consigue esto, sería un buen momento para contemplar su importancia y la orfandad que se tiene de ellas en nuestra ciudad. Yo mismo no recuerdo haber asistido a una obra de este autor en Guadalajara anteriormente, que es un referente evidente. No se hable siquiera del teatro español del Siglo de Oro. Ojalá vengan otras. Nos falta Sófocles, Molière, Lope de Vega, Voltaire, Ibsen, o los que se imaginen mejor representando.
Imagino de qué hablaría Shakespeare si estuviera de visita en nuestro tiempo. Seguramente de cosas muy similares a las que escribió, pues en los fundamentos, los humanos nos preocupamos por las mismas cosas: reputación, dinero, poder, lujuria y amor. Por eso revisitar los clásicos siempre tiene una recompensa, se tocan los eternos dilemas, lo que académicamente se denomina exageradamente como universalidad. Como si el resto del universo se enterara que la tragedia de la vida siempre nos acompaña. A nosotros sí, pues no tenemos mucho más. ®
Esta obra fue representada en marzo y abril del 2022 por Teatro Nómada, dirigida por Karla Constantini y Fernando Sakanassi. Fotos de Danáe Kótsiras.