La parafernalia rockera incluye desplantes satánicos y de falsa crueldad en el escenario, lo que no quiere decir que no existan grupos de tendencias fascistas o que coquetean con un paganismo ultranacionalista.
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El 20 de enero de 1982, durante la gira promocional de su segundo álbum como solista, Diary of a Madman, Ozzy Osbourne recoge del suelo del escenario el cadáver de un murciélago. Alguno de los poco más de cinco mil asistentes al concierto en Des Moines, la capital de Iowa, lo ha arrojado sabedor de los carniceros antecedentes (Osbourne ya había decapitado una paloma un año antes frente a algunos ejecutivos de CBS Records) del rockero toxicómano. Lo que viene a continuación, probablemente, rebasa todas las expectativas: el cantante británico arranca la cabeza del mamífero alado de un bocado y acto seguido la escupe hacia un costado. Más tarde es obligado a recibir una decena de vacunas antirrábicas.
Sin embargo, Osbourne no fue pionero de los espectáculos terroríficos y los descabezamientos. Unos años antes, a la mitad de la década de los setenta, Vincent Damon Furnier, un músico de Detroit que llevaba el seudónimo de una bruja medieval, trazaba un perímetro en el escenario con cabezas ensangrentadas de bebés de goma. La demostración continuaba con el simulacro de ejecuciones mediante sillas eléctricas, horcas, borbotones de sangre artificial y una que otra boa constríctor enroscándose en su torso. Alice Cooper, se hacía llamar.
Como lo dice la evidencia, los dos personajes apuestan por una imagen propia de las películas de terror: Ozzy aparece con colmillos puntiagudos y una melena al estilo del hombre lobo, mientras que Cooper simula unas cuencas negras y llorosas alrededor de los ojos mediante el maquillaje. El primero se autonombra el “Príncipe de la Oscuridad” mientras que la música del de Detroit, al combinar elementos musicales con escenas gore, empieza a ser catalogada como “shock rock”.
Poco más de una década antes, en el cataclísmico 1968, los chicos malos de Dartford, The Rolling Stones, entonaban una pieza que con ritmos allegados al jazz y al calipso hacían una reivindicación amistosa de un bien conocido representante del mal. La pieza era “Sympathy for the Devil”. Las protestas provenientes de los grupos religiosos de siempre no se hicieron esperar. Después de todo, no era la primera vez que los Stones coqueteaban con conceptos relacionados con la maleficencia: un año antes había aparecido en los estantes musicales su sexto álbum de larga duración, Their Satanic Majesties Request. Sin embargo, lo que no tomaban en cuenta las mentes reaccionarias detrás de la censura era que la letra de “Sympathy for the Devil” no es una apología del demonio, sino un repaso histórico de algunos crímenes famosos de la humanidad (los asesinatos de los Kennedys y las guerras mundiales, entre otros). Es decir que, la simpatía por el diablo parece ser más una frase irónica que intenta poner el énfasis en una condición humana de permanente tendencia al mal que una confesión de tintes satánicos.
Como lo dice la evidencia, los dos personajes apuestan por una imagen propia de las películas de terror: Ozzy aparece con colmillos puntiagudos y una melena al estilo del hombre lobo, mientras que Cooper simula unas cuencas negras y llorosas alrededor de los ojos mediante el maquillaje. El primero se autonombra el “Príncipe de la Oscuridad” mientras que la música del de Detroit, al combinar elementos musicales con escenas gore, empieza a ser catalogada como “shock rock”.
Los Beatles tampoco escaparon a los rumores de maldad y culto al diablo. En 1965 los de Liverpool lanzaron el disco Yesterday and Today, en cuya portada figuran los cuatro integrantes con batas blancas sosteniendo trozos de carne, cabezas y cuerpos desmembrados de bebés de plástico. La carátula fue rápidamente censurada y los Beatles duramente criticados por asociaciones moralistas y de culto a la corrección política. Dos años más tarde, una nueva portada polémica pondría nuevamente el ojo puritano en los músicos británicos. Esta vez, sería la portada del clásico Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band la que ocasionaría el revuelo. En entrevista para la revista muscial Hit Parade en 1976 Ringo Starr afirmaba que las más de sesenta imágenes que aparecen en la portada principal del álbum son de personas admiradas o que han tenido cierta influencia en sus vidas. En la esquina superior izquierda aparece la cara de Aleister Crowley, ocultista y escritor inglés, famoso por la fundación de la secta de los Thelemitas, así como por formar parte en numerosos escándalos relacionados con rituales de sangre y sexo multitudinario.
Entrada ya la penúltima década del siglo pasado, el 23 de noviembre de 1985 dos jóvenes residentes del estado de Nevada, Estados Unidos, se pegaron un tiro mientras escuchaban “Better By You, Better Than Me” del álbum Stained Class, de la banda británica de heavy metal Judas Priest. Los padres llevaron el caso a juicio, afirmando que sus hijos habían escuchado durante varias horas ese disco al tiempo que consumían alcohol y mariguana, y alegando que la música de Judas Priest podría haber inducido a los jóvenes a quitarse la vida. El fiscal levantó cargos contra la disquera y la banda suponiendo que la canción contenía mensajes ocultos que habían sido impresos mediante la técnica de backmasking (mensaje al revés). Finalmente, la banda fue absuelta de toda imputación al saberse que la canción referida ni siquiera había sido escrita por los integrantes de Judas Priest, pues se trataba de una versión de la banda de hard rock Spooky Tooth.1
Ése habría sido el incidente más sonado de los liderados por Rob Halford, sin embargo, la banda no ha dejado de estar en la mira de religiosos y asociaciones de padres de familia desde sus lejanos inicios a mediados de los setenta. Canciones como “Hell Bent for Leather” del álbum homónimo o la magnífica “Touch of Evil” (en cuyo video se aprecia la palabra censorship pintada en un muro debido a que, en efecto, algunas partes de la letra han tenido que ser editadas) del Painkilller han sido catalogadas como peligrosas por los más fundamentalistas.
Otro clásico de la imaginería maligna es Iron Maiden. La impronta no podría ser más explícita: el más exitoso de sus álbumes lleva por nombre The Number of the Beast (1982). En su portada aparece un demonio rojo que, fiel a la más difundida efigie de Satanás, porta un tridente al tiempo que parece caminar sobre las llamas. A su lado aparece el imponente Eddie: una calavera peluda y terrorífica que ha sido utilizada como mascota de la banda desde su primera producción, en los ya lejanos albores de los años ochenta. La canción que da el título al disco comienza con la recitación de un versículo del libro de las Revelaciones del Antiguo Testamento. Huelga decir que todos estos desplantes sólo podrían levantar sospechas de algo realmente malicioso en los verdaderos puritanos paranoicos. Sin embargo, tras la edición del material y su consecuente publicación, un par de grupos cristianos organizaron compras multitudinarias del disco con la intención de destruirlo. Cual hordas inquisitoriales del Medievo, los fanáticos de Cristo quemaron cientos de copias en público, aunque terminaron dando de martillazos a los viniles, pues temían inhalar los efluvios corruptores contenidos en el humo de los discos incinerados. Esto, por supuesto, no hizo más que impulsar comercialmente a la banda londinense resultando en un discazo de platino en territorio estadounidense. El impacto mediático no pudo ser más certero. Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden durante la mayor parte de la existencia de la banda, ha declarado públicamente ‒sobre el escenario‒ que la banda no rinde culto a Satán. Una prueba aún más fehaciente ‒y por qué no decirlo, irónica‒ es la conversión del baterista Nicko McBrain al cristianismo en 1999.
Asímismo, bandas como AC/DC o Mötley Crüe han entrado al juego de la controversia debido a los supuestos guiños con lo malévolo. En 1979 los australianos comandados por el todavía vivo vocalista Bon Scott sonarían fuerte en las radiodifusoras con el sencillo perteneciente al álbum del mismo nombre “Highway to Hell”. No sólo sería esta referencia directa al infierno cristiano lo que levantaría polémica, sino principalmente el caso del asesino serial angelino Richard Ramírez. En el informe policíaco sobre la detención de Ramírez, la policía reportaba que el detenido portaba camiseta y gorra de AC/DC al efectuar su último crimen. Tiempo después, Ramírez ‒a quien se le conocía como el Night Stalker‒ confesaría ser fanático de la banda y tener un gusto especial por la canción “Night Prowler”, último track del álbum de marras. Ante la controversia, la banda, a través de su guitarrista Malcolm Young, negaría frente a las cámaras de VH1 que sus canciones hablaran de acosos sexuales o maldad explícita. Young agregaría que las letras de “Night Prowler” hablan de un joven que se cuela en la habitación de su noviecita mientras sus padres duermen, atribuyendo, así, la connotación asesina de la canción al mero delirio psicópata del infame Richard Ramírez.
El binomio satanismo/éxito garantizado supuso el inicio de una corriente de grupos estadounidenses, en la cual la iconografía diabólica, así como los mensajes maléficos a través de las canciones se volvió rutinario. Mötley Crüe entonaba en 1983 su himno “Shout at the Devil”, canción incluida en el disco del mismo nombre, y en cuya portada aparecía un tetragramatón invertido, símbolo previamente adoptado por el autor de la Biblia Satánica, Anton Szandor LaVey, como insignia de la Iglesia de Satanás. Un año más tarde, la banda neoyorquina Twisted Sister invadía los escenarios con los coros de la canción “Burn in Hell” incluida en el exitosísimo Stay Hungry. El impulso se instauró como una moda trayendo consigo bandas como W.A.S.P. (We Are Sexual Perverts), que se estrenaba en la escena metalera californiana con el sencillo “Animal (Fuck Like a Beast)”, añadiendo leña al fuego de la polémica entre el rock y las asociaciones defensoras de la moral cristiana. Simultáneamente, una de las mejores voces que ha visto pasar el heavy metal, Ronnie James Dio, lanzaba el álbum Holy Diver en cuya portada se aprecia un enorme demonio cornudo sometiendo a cadenazos a un sacerdote que se ahoga en el mar, igualmente encadenado. Es también Dio quien instaura como señal de identificación entre los metaleros la famosa señal de cuernos hecha con el índice y el meñique.
En el pináculo del romance entre el mal y el heavy metal, a los neoyorquinos de KISS también se les acusa de esconder bajo sus siglas la frase: Kids in Satan Service! El repúblicano Ronald Reagan gobierna un territorio en donde los grupos de la ultraderecha cristiana no tardan en ponerse manos a la obra intentando detener el fenómeno a toda costa. Así surge el PMRC (Parents Music Resource Center), un lobby de poder que a través de una iniciativa de ley abanderada por Tipper Gore, esposa del futuro vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, logra imponer una calcomanía en las portadas avisando de los riesgos nocivos en el contenido de los discos. La medida afectó a numerosas bandas y artistas, quince de los cuales fueron nominados en la ignominiosa lista Filthy Fifteen (Las asquerosas quince).
Los cargos iban desde pornografía (Prince, Madonna, Cyndi Lauper) hasta violencia (Mötley Crüe, Twisted Sister), pasando por abuso de drogas y ocultismo (Merciful Fate, Venom, Def Leppard). Decenas de portadas fueron llanamente censuradas.
En el pináculo del romance entre el mal y el heavy metal, a los neoyorquinos de KISS también se les acusa de esconder bajo sus siglas la frase: Kids in Satan Service! El repúblicano Ronald Reagan gobierna un territorio en donde los grupos de la ultraderecha cristiana no tardan en ponerse manos a la obra intentando detener el fenómeno a toda costa.
En su momento, una representación de músicos liderada por Frank Zappa e integrada, entre otros, por el músico de folk rock John Denver y Dee Snider, vocalista de Twisted Sister, fue citada a declarar frente al Congreso. Tras una aguerrida defensa de la libertad de la expresión artística, Zappa logró librar la censura total, mas no la leyenda que a partir de ese momento comenzaría a aparecer con frecuencia sobre las portadas: Parental Advisory: Explicit Content (Notificación a los padres: Contenido explícito). A pesar de ser un disco completamente instrumental, el álbum Jazz from Hell, del propio Zappa, sería uno de los primeros condenados a portar el estigma de las buenas conciencias.
La torpe iniciativa, pese a todo, recibió el tiro por la culata: los discos etiquetados como peligrosos comenzaron a convertirse en los más populares y, por ende, los de mejores ventas, pues, además de recibir un estatus de culto eran vistos como los rebeldes por antonomasia, así como los firmes representantes de la libertad de expresión. En estas circunstancias bandas como Danzig, Ministry y White Zombie se consolidaron no sólo por su música, sino también por toda la parafernalia macabra de la que se hacían rodear.
Tras un periodo en el cual el tema parecía haberse olvidado o, al menos, no formar ya parte de la controversia principal, llegaría la irrupción del flamante anticristo mediático: Marilyn Manson. El músico de Canton, Ohio, lograría, gracias a su álbum Antichrist Superstar (1996), reavivar los lazos entre la inmoralidad y el rock. El artista había tenido una infancia marcada por el estricto catolicismo de su padre y más tarde se daría cuenta del impacto que suponía producir discos prohibidos. Años después Manson fundaría su propia banda, teniendo bien claro que unos toques satánicos le otorgarían publicidad gratuita, factor decisivo para toda nueva agrupación. De esta forma, Manson logró que su disco fuera producido por su amigo Trent Reznor, el genio detrás de la ya para entonces consagrada Nine Inch Nails. Un par de años antes Reznor había grabado la mayor parte del álbum The Downward Spiral en la casa donde Charles Manson y su secta masacraron a la esposa de Roman Polanski, Sharon Tate, junto con sus invitados. El hecho sirvió de inspiración a Marilyn Manson para acuñar su seudónimo. Finalmente, en el afán de alimentar aún más el mito de su representación de malignidad, Marilyn Manson se hizo ordenar sacerdote por la ya mencionada Church of Satan del reverendo LaVey. El resultado: ocho millones de copias vendidas a lo largo y ancho del mundo tan sólo en su LP debut.
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Mención aparte merece el movimiento del black metal. Artísticamente, el subgénero musical escandinavo buscó exceder la tibieza con la que el death metal había intentado cimbrar los límites morales a través de la música. El death metal había sido ya absorbido por las esferas de la comercialización masiva por lo que sus andanadas de malevolencia no lograban (o lo hacían a duras penas, véase Morbid Angel, Deicide, Carcass,) rebasar las fronteras de lo políticamente correcto. En este sentido, el movimiento blackmetalero inspirado en la banda británica Venom, pero gestado principalmente en Noruega durante el primer lustro de los noventa, sí consiguió clarificar y transmitir su mensaje: hacer patente una simbología tenebrosa aplicada en sus letras, en su indumentaria, en su expresión corporal y en sus acciones. El implícito manifiesto blackmetalero apuntaba directamente hacia el nihilismo misantrópico y el ocultismo pagano.
Rápidamente, surgieron algunas vertientes que se entremezclaron aportando cortes más allegados al romanticismo y al naturalismo. Estas variaciones revoloteaban alrededor de una idea: el mundo natural es más importante que una sociedad sin otros valores que los del dinero y la corrección política. En el mismo tenor, la idiosincrasia del black metal subrayaba la importancia de aceptar la muerte (una forma de ocultismo en sí misma) y girar la mirada más allá del discurso de doble moral impuesto por las hegemonías socioeconómicas y culturales contemporáneas. El resultado, largos himnos metafóricos: “I Am the Black Wizards” o “My Journey to the Stars”, por citar un par. Estas piezas portadoras de títulos míticos están más cercanas a la música clásica que a la música popular. Las temáticas convergen en el trayecto marcado por múltiples movimientos armónicos y su poética está fundada en la estética pagana noreuropea y, en algunos casos, en la filosofía vedanta, surgida en la India y predominante en Europa hasta la llegada del cristianismo.
Los artistas del black metal desdeñaban las ilusiones absolutistas que giran en torno a los conceptos modernos de “libertad” y “justicia”. Su universo era el del lobo, la tormenta, así como esa suerte de idealismo indefinible que ostentan los que viven solos en la naturaleza. Para ellos, la ideología judeocristiana y la racionalización del deseo impulsada por un sistema sociológico corrompido habían terminado por asfixiar el hedonismo guiado por el instinto y la nostalgia por la supremacía de la voluntad individual por encima de la disciplina social moderna. El black metal sólo era responsable de sí mismo y de esa mezcla de fantasía y realidad fermentada en un movimiento basado en el horror.
Mucho se ha hablado acerca de la quema de iglesias y los asesinatos ocurridos tanto en Noruega como en Suecia, no obstante, es importante tener claro que esos hechos no tuvieron la intención de atraer la atención hacia el movimiento, es decir, no fueron llevados a cabo para el consumo popular. Fueron actos privados que cobraron la forma de manifiestos ideológicos llevados a la práctica. En suma, a diferencia de lo que se puede comprobar en relación con el rock convencional, el heavy y el death metal, la intención de los nórdicos no fue la de promover sus personalidades ni a las bandas detrás de ellas, sino hacer una declaración política y filosófica.
Los artistas del black metal desdeñaban las ilusiones absolutistas que giran en torno a los conceptos modernos de “libertad” y “justicia”. Su universo era el del lobo, la tormenta, así como esa suerte de idealismo indefinible que ostentan los que viven solos en la naturaleza.
Pero más allá de la intención original, lo cierto es que tan pronto como las noticias fueron informando que más de sesenta iglesias habían sido reducidas a escombros y que media decena de personas ‒entre asesinatos y suicidios‒ había muerto, el black metal cobró popularidad como nunca antes lo había hecho. Lo que dotó a estas historias de un interés humano más allá del que tiene cualquier sección de nota roja fue, precisamente, la música. A diferencia de cualquier género previo relacionado con el rock y el metal, el black metal era épico y su poética abrazaba una suerte de oscuridad emocional; esa nítida malicia que no estaba supeditada a la obsesión por los quince extáticos minutos que otorga la fama.
Conforme el movimiento blackmetalero se expandió entre 1991 y 1996, el ímpetu de sus creadores ‒descargado en la majestuosidad musical‒ fue también forzando su inspiración hacia nuevos conceptos de creación. El resultado fue una palestra de estilos variopintos cuyo punto de convergencia era la polarización ideológica en diferentes niveles: la exaltación de la voluntad del ser por sobre todas las cosas (derivado de la filosofía nitzscheana), el elogio del caos, así como distintas variantes de un paganismo naturalista en donde no en pocas ocasiones se dejaba entrever una ideología fascista o supremacista.
Con el paso del tiempo, el black metal se fue consumiendo lentamente en su propio fuego. Las paradojas entre la música y el sentido ideológico se extendieron creando nuevas formas estéticas que se gastaron rápidamente, toda vez que la maquinaria industrial las absorbió. Surgieron cientos de bandas que imitaban el estilo, pero que carecían de la materia prima: la sustancia ideológica.
Lo que había comenzado como una afrenta polémica en contra del cristianismo poco a poco se extendió hacia otros terrenos como la filosofía, la política y el misticismo. Algunas de las cepas más románticas pasaron de la idealización de la naturaleza y el pasado ‒incluyendo, por supuesto, la tradición odinista‒ al nacionalismo. Esta adulación idílica ‒casi primitiva‒ de la diversidad ecológica de cada territorio, derivó en tendencias ultranacionalistas o, al menos, en reflexiones que no respaldaban la idea del Estado-nación políticamente delimitado, sino en “naciones” homogéneas, unificadas por la etnicidad y la cultura endémicas. Este extremismo se volcó en un conjunto de símbolos y conceptos comúnmente demonizados por sociedades liberales, democráticas y multiculturales, tal y como son, precisamente, las de la región escandinava.
Mientras Ron Asheton, guitarrista de Iggy Pop, usó el emblema nazi como mera provocación o los de Slayer colgaron efigies de Satanás y Hitler como una manifestación antisocial, algunas de las nuevas bandas de black metal optaron por adoptar ideas más propias del periodo greco-romano más clasicista. El movimiento NSBN o National Socialist Black Metal (Black Metal Nacional Socialista) se convirtió en un fenómeno extremo que afirmaba la necesidad de existir como poblaciones nacionales, al tiempo que condenaba la invasión de dogmas judeocristianos y de personas no nacidas en Europa. La iconografía de ese movimiento incluía imágenes de Adolf Hitler, Ted Kaczynski (Unabomber) y el filósofo ecofascista y eugenista Pentti Linkola.
El fascismo fue adoptado como una opción a la debilidad del individualismo que a los ojos de estas bandas se ha combinado con el pensamiento cristiano para conducir a la moderna humanidad hacia el divorcio total de la naturaleza, la tradición y la dignidad.2
Para finales de los noventa el black metal en su concepción original estaba prácticamente acabado, además de opacado significativamente en los terrenos del metal extremo por el death metal. Los músicos deathmetaleros regresaron experimentados y muy desarrollados artística y técnicamente. Los ideales primigenios de Varg Vikernes (Burzum), Bård Faust (Emperor), Jørn Inge Tunsberg (Immortal), Samoth (Zyklon) degeneraron y fueron relevados por la avaricia y la obsesión por la exposición pública de músicos apenas salidos de la adolescencia.
Se hizo patente, pues, que en la música extrema existe una línea muy delgada entre el arte y el entretenimiento. En este último, las industrias culturales apuestan por la anticipación y la debilidad de los gustos masivos. Conforme los motivos del black metal pasaron de la ópera más oscura a la comedia circense (Dimmu Borgir, Cradle of Filth, Dark Funeral), la fe del público en el género decayó significativamente. Una nueva generación comenzó a sustituir a la anterior. El colapso devino en fórmulas melódicas y espectáculos pirotécnicos que a la postre convirtieron al black metal en el género underground más populachero. El metal extremo escandinavo se volvió entretenido y comenzó a mezclarse con toda clase de estilos, mientras los músicos payaseaban como cualquier estrella del pop en el escenario. Tal y como sucede actualmente, el consumidor musical pudo encontrar en los anaqueles (físicos o electrónicos) black metal de distintos sabores y colores: melódico, sinfónico, industrial, melancólico, vikingo, etcétera.
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Salvo contadas excepciones, en nuestros días, la novedad en cuanto al estilo domina por sobre el contenido y la intención artística. Las gran maquinaria industrial es la encargada de imprimir en sus productos emociones a la carta. El maquiavelismo ‒si lo hay‒ reposa en la promoción del producto prefabricado. La música puede ser muy mala, malísima, pero de maldad… cero. ®