Sobre la naturaleza del poder

Sobre Teoría del poder, de Carlos Antonio Aguirre Rojas

En Teoría del poder Carlos Antonio Aguirre Rojas analiza las aportaciones de Marx, Foucault y el neozapatismo casi como si fuera un teólogo cristiano comentando el Evangelio o las obras de los grandes padres de la Iglesia.

El subcomandante Marcos. Fotografía marx21.net

Dice el historiador José Álvarez Junco que la Ilustración, en el siglo XVIII, se propuso abolir la historia. En el sentido de que las cosas debían ajustarse a la razón, no a los imperativos del pasado. La izquierda, sin embargo, sigue buscando orientación en sus grandes pensadores. No se da cuenta de que ellos, al buscar la emancipación, respondían a circunstancias concretas. Como resulta que la historia nunca se repite con exactitud las conclusiones de esos genios, en el presente, tienen un valor muy relativo. La experiencia, al contrario de lo que acostumbramos a suponer, no siempre es una buena guía. Los militares franceses, en 1939, se inspiraron en lo que habían vivido durante la Primera Guerra Mundial. Así les fue: sucumbieron enseguida ante los nazis porque no fueron capaces de actualizar sus conocimientos. La conclusión, desde esta perspectiva, parece clara: ser fiel a nuestros antepasados no consiste en imitarlos sino en ser atrevidos, irreverentes, inventivos, como ellos lo fueron frente a los desafíos a los que debieron enfrentarse.

Carlos Antonio Aguirre Rojas es un buen ejemplo del acercamiento reverencial a los que nos han precedido. En Teoría del poder (El Viejo Topo, 2025) analiza las aportaciones de Marx, Foucault y el neozapatismo, casi como si fuera un teólogo cristiano comentando el Evangelio o las obras de los grandes padres de la Iglesia. El tema posee una indudable importancia: ¿cómo vamos a cambiar el mundo si no comprendemos los mecanismos de dominación? El autor, por desgracia, se mueve en un plano de total abstracción y saca conclusiones no sólo erróneas, también peligrosas porque, en lugar de conducirnos a la liberación, nos aproximan más bien a nuevas formas de esclavitud.

¿Destruimos el Estado y le devolvemos el poder a la sociedad? Para nuestro autor eso sería muy de izquierdas. No parece darse cuenta de que eso es justo lo que defiende la derecha neoliberal: menos Estado y más sociedad civil. Lo que no queda claro es cómo el poder popular pueda sustituir al Estado en funciones clave como la sanidad o la educación.

Para Aguirre Rojas solamente existe una democracia real: la que se ejerce de manera directa. Por desgracia, en ningún momento nos explica cómo podemos ejercerla en comunidades complejas integradas por millones de personas. ¿Destruimos el Estado y le devolvemos el poder a la sociedad? Para nuestro autor eso sería muy de izquierdas. No parece darse cuenta de que eso es justo lo que defiende la derecha neoliberal: menos Estado y más sociedad civil. Lo que no queda claro es cómo el poder popular pueda sustituir al Estado en funciones clave como la sanidad o la educación. Los neozapatistas, en su pequeño reducto, han cambiado algunas cosas, pero no se han puesto a gestionar la investigación contra el cáncer en los hospitales ni el sistema de becas para que los hijos de los trabajadores vayan a la universidad. Para todo eso y más seguimos necesitando al Estado, por más imperfecto que sea.

Teoría del poder describe una historia idealizada en la que la humanidad pasó de un poder armónico, el de las sociedades no clasistas, a un poder basado en el antagonismo que surgió en cuanto la sociedad se fragmentó en grupos con un acceso desigual al poder. Este relato, en el fondo, no es más que una versión laica y de izquierdas del mito religioso de la caída. Ahora necesitaríamos la política porque estamos fragmentados. Antes, por el contrario, habría existido un todo en el que el conflicto no existía. No nos situamos, por tanto, frente una mirada que encare con decisión el futuro sino frente a la nostalgia de un paso edénico.

Concedamos, a título de hipótesis, que esas comunidades armónicas existieron realmente. Aguirre Rojas pasa por alto que, aunque no existiera opresión de clases, podían darse otras formas de tiranía. La derivada del género, con la subordinación de la mujer al hombre, o la de carácter religioso. ¿Qué sucedía si alguien cuestionaba a los dioses de la comunidad? Pensemos, además, en la autoridad de los ancianos sobre los jóvenes. Las sociedades primigenias, como cualquier reunión de seres humanos, nunca fueron un espacio ajeno al conflicto.

Supongamos ahora que de verdad nos encontramos en comunidades donde la violencia no existe. Esos grupos no viven en el vacío. Es lógico pensar que entren en colisión con sus vecinos, a los que seguramente percibirán como una amenaza. Eso es lo que vemos todos los días cuando los obreros de un país reaccionan ante los inmigrantes desde la xenofobia y no desde la solidaridad. Los de abajo, al contrario de lo que algunos piensan, no son precisamente seres de luz. De ahí que el poder comunal no nos conduzca, necesariamente, al paraíso en la Tierra. Puesto que la libertad, como decía Rosa Luxemburgo, es libertad para el que piensa diferente, no parece que esté muy bien garantizada en un mundo donde el colectivo lo es todo y el individuo nada, en una imagen perfectamente invertida del individualismo exacerbado del capitalismo. ¿No sería más equilibrado llegar a algún tipo de síntesis entre los derechos de la comunidad y los derechos del yo?

Cuando defiende el pluralismo se refiere a Chiapas en relación con el mundo exterior, no con el interior de los grupos indígenas. En la práctica, los campesinos que no brindaban apoyo a los revolucionarios se exponían a convertirse en refugiados. Mientras unos propugnaban la recuperación de la cultura ancestral otros se centraban en temas que estimaban prioritarios, como el acceso a la tierra.

El neozapatismo, contra lo que Aguirre Rojas presupone, no ofrece un perfil precisamente idílico. Cuando defiende el pluralismo se refiere a Chiapas en relación con el mundo exterior, no con el interior de los grupos indígenas. En la práctica, los campesinos que no brindaban apoyo a los revolucionarios se exponían a convertirse en refugiados. Mientras unos propugnaban la recuperación de la cultura ancestral otros se centraban en temas que estimaban prioritarios, como el acceso a la tierra. Esta disensión interna evidencia lo improcedente que es hablar de los indios como si constituyeran un grupo homogéneo y sin fisuras.

El pueblo no es ese todo que imaginamos al suponer que, si estuviera unido, sería invencible. Reúne, por el contrario, a gentes con intereses diversos. Por eso necesitamos la política, para gestionar pacíficamente los choques que produce nuestra diversidad. Lo contrario, la unanimidad, responde más bien a los sueños de cualquier mentalidad totalitaria. Aguirre Rojas imagina que una sociedad liberada sería, necesariamente, post–política. Niega, incluso, que el hombre sea, por esencia, un animal político. Pero la política no es que un conjunto de medidas con las que intentamos solucionar nuestros problemas colectivos. Existirá, por tanto, mientras duremos como especie. Proponer una sociedad sin política es tanto como proponer el fin de la historia: soñar una fantasía utópica en la que renunciaríamos a algo que nos hace humanos.

No podemos partir del supuesto de que el pueblo va a tener siempre la razón y adjudicarle una infalibilidad propia de los pontífices católicos. Nuestro autor cree que el pueblo, por naturaleza, no va a tomar decisiones importantes que vayan contra sus propios intereses. ¿De verdad estamos seguros de eso? Los ciudadanos no tienen en sus manos toda la información y muchas veces se dejan llevar por impulsos contradictorios, como cuando quieren pagar menos impuestos y la vez un Estado de Bienestar con más servicios. Un líder, por tanto, cumpliría mal sus obligaciones si se limitara a ser el hombre de paja de la multitud. Gobernar implica tomar decisiones, muchas veces en tiempo real y bajo presión. ¿Imaginan que John F. Kennedy, en plena crisis de los misiles, hubiera organizado un referéndum para saber cómo tenía que tratar a los soviéticos? El político, en democracia, debe responder por sus actos, pero eso no significa que tenga que renunciar a pensar por sí mismo como hacen los que actúan a golpe de encuesta.

Resulta muy aventurado imaginar un futuro en el que los líderes se limitarían a mandar obedeciendo. El líder carismático desaparecería y ya no utilizaría sus facultades para usurpar el poder a la comunidad. Eso estaría muy bien si todos tuviéramos las mismas capacidades y fuéramos intercambiables, pero no lo somos. El propio Aguirre Rojas distingue entre líderes fuertes como Chávez o Lula y sus sucesores, Maduro y Dilma Rousseff, incapaces de “mantener el arraigo de masas, la popularidad y el vínculo fuerte y directo con los sectores populares”. Nuestro autor viene a reconocer así que el líder, en la práctica, cuenta, por más que en otro momento sugiera un mundo en el que todos potencialmente podríamos ocupar todos los cargos y cumplir todas las tareas.

Aguirre Rojas cree que los muchos poderes subalternos, a través de su acción concertada, van a desangrar progresivamente al capitalismo hasta provocar su colapso final. Una vez más, la izquierda minusvalora la fuerza de su enemigo.

La izquierda, tradicionalmente, había tratado de apoderarse del Estado para tener una palanca desde donde transformar el mundo. Ahora se nos dice que ése es un camino extraviado. Sólo conduciría a crear una imagen invertida del poder burgués, con lo que las revoluciones supuestamente liberadoras estarían condenadas a reproducir las injusticias del capitalismo. Admitamos, antes que nada, que algo de verdad hay en este planteamiento. Basta con recordar el asfixiante totalitarismo al que condujo el comunismo en Rusia. Pero… ¿cuál sería entonces la alternativa? Aguirre Rojas cree que los muchos poderes subalternos, a través de su acción concertada, van a desangrar progresivamente al capitalismo hasta provocar su colapso final. Una vez más, la izquierda minusvalora la fuerza de su enemigo. Si la hidra capitalista regenera la cabeza que le cortamos, ¿por qué iba a sucumbir ante heridas menores por muchas que éstas sean?

Se supone que los intelectuales están para aclarar los conceptos, no para oscurecerlos. En el libro que nos ocupa el autor destaca la dificultad que supone manejar un término, “poder”, con significados tan diversos: puede referirse al poder de crear, al poder político o ideológico, al poder de un rey, al poder del dinero… El asunto, en realidad, no es tan difícil. Todos esos poderes tienen en común una cosa: la capacidad de modificar una realidad exterior a nosotros mismos en el sentido que desea nuestra voluntad. Por esta facultad somos capaces de transformar la potencia en acto. El poder, por definición, implica una acción o la posibilidad de materializarla. En este momento, en lugar de teclear estas líneas, preferiría estar en la National Gallery de Londres. Pero no tengo ese poder. Me falta el tiempo y, sobre todo, el dinero. No puedo elegir. Los ricos, en cambio, pueden comprar un billete de avión al Reino Unido sin mayores problemas, o no comprarlo. Foucault no estaría de acuerdo porque, en su opinión, el poder siempre es real, nunca virtual. ¿Es eso lo que observamos cada día? En la empresa, aunque el jefe no despida al trabajador, podría hacerlo si ésa fuera su intención. Porque tiene poder, un poder que, en este caso, existe como posibilidad. El trabajador, en cambio, no puede plantearse despedir al jefe. Hay una asimetría.

El poderoso, por tanto, tiene oportunidad de materializar o no su dominio. Aunque no actúe, su poder no es por ello menos real. No se manifiesta en tanto que fuerza bruta pero sí como elemento de coacción al disuadir a los que podrían atreverse a cuestionar sus decisiones. Ése es un atributo esencial. El poder implica conseguir que alguien haga lo que, en principio, no había pensado hacer. Eso puede conseguirse por la violencia o en términos pacíficos a través del “poder de persuasión”. Convencer equivale a una forma de poder blando por el que modificamos la conducta de alguien con su consentimiento. No me atraía una película, pero, en atención a las razones que me dan, acepto ir a verla.

Contra lo que pretenden los libros de autoayuda, no es cierto que querer sea poder. La sociedad o la naturaleza están ahí para recordarnos nuestras limitaciones. Yo puedo escribir un artículo, no tocar el violín ni hacer cien flexiones seguidas. Lo que sí es cierto es que poder es querer. Todo comienza siempre por una afirmación, una manifestación de nuestro deseo. Eso es así incluso cuando hacemos cosas que preferíamos no hacer. Quiero hacer lo que no me gusta porque preveo que, en caso contrario, sufriría consecuencias desagradables. Eso es así para el subordinado y también para el jefe, que desearía, tal vez, no imponer la disciplina, pero está dispuesto a exhibir su autoridad si lo llega a juzgar necesario.

Cuando un político comete cualquier barrabasada y sigue en el cargo, la gente se pregunta, indignada, por qué lo dejan seguir ahí. Como si se le pudiera destituir de una manera mágica e impersonal apretando un botón. La decisión crucial sería que nos detuviéramos a pensar quién va a echar al gobernante inepto del poder y de qué manera.

En ocasiones, el lenguaje antropomórfico que utilizamos nos juega malas pasadas. Así, decimos que el poder político es una de las manifestaciones del poder. Como si el poder fuera un todo, una especie de “fuerza” mística al estilo de la de La Guerra de las Galaxias, que hace la acción de manifestarse de diferentes maneras. No es así, por supuesto. El “poder”, como cualquier otro de los grandes conceptos, es tan sólo una abstracción. En la vida real no nos lo encontramos por la calle. Sí observamos a personas concretas, físicas o jurídicas, que lo ejercen de una manera o de otra, de la misma forma en que nos cruzamos con individuos que aman o que creen, pero no con el “amor” o con la “fe”. Ese verbo, “poder”, requiere siempre un sujeto. Ahí está la clave del problema, en identificar a la persona o a la institución. Aunque parece fácil, no lo es tanto. Cuando un político comete cualquier barrabasada y sigue en el cargo, la gente se pregunta, indignada, por qué lo dejan seguir ahí. Como si se le pudiera destituir de una manera mágica e impersonal apretando un botón. La decisión crucial sería que nos detuviéramos a pensar quién va a echar al gobernante inepto del poder y de qué manera. Ésa sería una aportación constructiva puesto que las cosas no se hacen solas. La historia no hará el trabajo por nosotros. No existe, pues, “el poder en general”. Lo realmente existente son poderes diversos.

Aguirre Rojas nos asegura, siguiendo a Marx, a Foucault y a los neozapatistas, que el poder es una relación social. ¡Ha descubierto la sopa de ajo! Pues claro que sí. La naturaleza relacional es inherente al poder porque éste implica la existencia de un agente que lo ejerce y la de un elemento que lo experimenta, sea persona o cosa. Podría contraargumentarse que cuando un artista, por ejemplo, pinta un lienzo, simplemente hace uso de una capacidad y no hay ninguna relación social de por medio. Sólo que eso no es enteramente cierto. Si Miguel Ángel pinta la Capilla Sixtina no es sólo porque sea un genio sino porque puede permitírselo. Si tuviera, pongamos, doce hijos y no le quedara otra que luchar por sus vidas, se vería obligado a buscar cualquier ocupación alimenticia y a postergar la creación. El poder de hacer arte es relacional en tanto que implica la posibilidad de dedicar a ese arte un tiempo determinado. Un tiempo que depende de nuestra posición en la escala social. Un niño de clase obrera tal vez podría ser Mozart, pero, por la pobreza de su familia, nunca tendrá la posibilidad de transformar su potencial en algo tangible. No le falta talento. Su problema no es otro que un déficit de poder, ese atributo tan desigualmente repartido.

Dice un refrán verdadero que lo mejor es enemigo de lo bueno. La izquierda antisistema, con su obsesión por transformar todas y cada una de las facetas de la vida, no hace sino dispersar esfuerzos. Deberíamos, más bien, ser más modestos y concentrarnos en menos cosas, pero más con más intensidad. El tiempo que perdemos en buscar lo imposible es tiempo que podríamos dedicar a cambiar lo que se puede cambiar. Si de verdad queremos transformar algo lo primero que debemos hacer es sumar voluntades. De nada sirve creer que nuestra izquierda es la única verdadera y conformarnos con nuestro poblado de Astérix mientras el imperio ocupa todo lo demás. Necesitamos, para ello, un pensamiento crítico. Sería una lástima, además de un error muy grave, confundir ese pensamiento con cualquier forma vulgar de terraplanismo progresista. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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