Sobre putos, pasivas y culeros

De Pompeya a los estadios

Tras el despeje o la patada inicial, los aficionados quieren controlar con el lenguaje lo que su escuadra no logra en la cancha. Eso ocurrió cuando los aficionados de los Raiders de Oakland abuchearon al pateador de los Texans durante el partido de la NFL en México

El grito. Fotografía: beta.noroeste.com.mx

El grito. Fotografía: beta.noroeste.com.mx

“Puto el que lo lea”. El chistorete no sólo se encuentra en incontables baños de cantinas latinoamericanas: esto que se lee estaba ya en los grafitis de Pompeya: “Pedicatur qui leget”. Si la frase ha sobrevivido dos milenios, si ha migrado desde las paredes de un poderoso imperio para llegar aquí, a los rayones temblorosos que apenas distingo sobre capas y capas de pintura y mugre, sobre el muro pegajoso de un local cualquiera en la Ciudad de México, ¿por qué me extraña que el término “puto” resuene hoy en los estadios, esa versión edulcorada del circo romano? Pienso: después de todo, fueron los romanos quienes perfeccionaron el arte del insulto. Bien lo sabía el autor del que puede considerarse el primer diccionario de nuestra lengua. Bajo la entrada “puto” del Vocabulario español–latino de 1495 de Antonio de Nebrija se lee: “Puto: que padece catamitus”; “hace cinedus y pathicus”; “hace pedico onis pedicatur. Para los contemporáneos de Cristóbal Colón la putería era un asunto de latines.

Veamos: Catulo, maestro de la sátira, se dirige a uno de sus adversarios con el siguiente saludo: “Cinaede Tallus” (algo así como “Talo, maricón”); Marcial aconseja a Sextilo que se ría de quien lo llame cinaedus: “Ríete mucho, Sextilo, de quien te haya llamado puto/ y levántale el dedo del medio. Porque tú ni eres un pederasta/ ni un follador ni te gusta la boca caliente de Vetustina./ Nada de esto eres, Sextilo, lo aseguro. /¿Qué eres pues? No lo sé, pero tú sabes que quedan dos cosas”.

La genialidad de Marcial para el insulto queda de manifiesto con ese epigrama, aunque quizá sólo sea evidente si se conoce el contexto: las otras dos cosas a las que se refiere Marcial, señalan quienes estudian la poesía romana, son el cunnilingus y la felación, actos aún peores para esa sociedad que la penetración del ano. Que un romano libre ignorara su propio pene, su fascinus, y le practicara sexo oral a otro hombre o a una mujer era considerado degradante, una infamia, pues convertía a quien lo practicaba en un ente pasivo. Lo mismo ocurría con el sexo anal. Un romano podía penetrar sin mayores consecuencias a otra persona, pero él no podía ser penetrado. Por supuesto, esta dinámica reducía el sexo anal a una relación entre amos y esclavos.

El dominus buscaba penetrar, dominar. Y si las relaciones sexuales de los hombres romanos, regidas por la ley, eran estrictamente activas, por definición no había hombre libre que se sometiera voluntariamente a una penetración. Sólo los esclavos y los libertos eran “pasivas”, por usar ese desafortunado término que hoy blanden ciertos miembros de la comunidad gay: hay quienes aún viven sus relaciones sentimentales con esa dinámica de dominante/dominado, y de paso tienen algo en común, vaya cosas, con ciertos jerarcas de la Iglesia católica: los une una obsesión recurrente por quién da y por quién recibe. A diferencia de un grandísimo escritor chileno, sí hablan “de meterlo y sacarlo solamente”.

El humor de los romanos funciona con esa misma lógica: meterlo/sacarlo, dominante/dominado, activo/pasivo. Así en los grafitis, en el teatro y en los libros.1 La idea de la comedia romana era dominar a la audiencia, a los escépticos, y hacerlo por imposición. No con su complicidad, sino a pesar de ellos.

El mecanismo cómico se ha repetido durante siglos en nuestro idioma. Las Coplas del Provincial, y prácticamente todos los poetas del barroco español, desde Lope de Vega hasta Calderón de la Barca, utilizan el término “puto” sin miramientos y así participan de esa lógica de dominante y dominado. Quevedo tenía tanto temor a verse domado que incluso aconsejaba: “¡Oh, tú, cualquiera cosa que te seas,/ pues por su sepultura te paseas,/ u niño, u sabandija,/ u perro, u lagartija,/ u mico, u gallo, u mulo,/ u sierpe u animal que tengas cosa/ que de mil leguas se parezca a culo!/ guárdate del varón que aquí reposa;/ que tras un rabo, bujarrón profundo,/ si le dejan, vendrá del otro mundo”. ¿Putería constante más allá de la muerte?

En una conferencia dictada en 2002 en Monterey, California, la comediante estadounidense Emily Levine explicaba a manera de crítica que dominar a una audiencia es el objetivo principal del stand–up. Si hay alguien que no está convencido y alza la voz contra el chiste, es el trabajo del comediante subyugarlo. No puedo pensar en ejemplo más puntual de esta situación que una escena del documental A piece of work, el filme sobre Joan Rivers. Tras un comentario sobre personas sordas alguien le responde, visiblemente molesto:

—Eso no es muy chistoso.
—¡Sí lo es! ¡Y si no, vete!
—No es chistoso si tienes un hijo sordo.
Rivers da dos pasos a la derecha, lo ve de frente, y entonces ensarta una respuesta:
—Resulta que tengo una madre sorda. ¡Ay, maldito idiota! Deja que te diga de qué trata la comedia.
—¡Vamos, dime!
—¡Ay, por favor! ¡Eres tan estúpido! La comedia es para hacer a todo mundo reír, de todo, ¡y lidiar con las cosas! ¡Idiota! ¡Mi madre es sorda, imbécil hijo de puta!”2

Después vienen los aplausos.

Cualquiera que haya presenciado un partido de la liga mexicana sabe que ese argumento es de una debilidad pasmosa. Tras el despeje del portero rival y el correspondiente “¡Eeeeeh… puuutooo!”, nunca falta el hincha que añade de inmediato: “¡putiiiiísimo!”

En un estadio la dinámica es parecida. Lo tienen claro, por más que se escondan tras argumentos escapistas, los seguidores de un equipo que busca imponerse al rival y dominarlo. Dominarlo como el amo romano dominaba al esclavo: cada grito al unísono es un empuje colectivo. Tras el despeje o la patada inicial, los aficionados quieren controlar con el lenguaje lo que su escuadra no logra en la cancha. Eso ocurrió cuando los aficionados de los Raiders de Oakland abuchearon al pateador de los Texans durante el partido de la NFL en México, y lleva ocurriendo, partido tras partido, multa tras multa, desde 2003. Ciertos encuentros de la selección mayor de futbol incluso muestran que el dispositivo tiene su reverso: queriendo ocultar su impotencia ante un 7–0 contra Chile, los aficionados mexicanos abuchearon a su propio equipo y le aplicaron al portero Guillermo Ochoa el insulto: “¡Eeeeeh… putooo!” ¿Y todavía hay quien dice que la palabra puto en el contexto del estadio de futbol no se utiliza como insulto, sino como sinónimo de cobarde? ¿¡Qué putadas son esas!? Cualquiera que haya presenciado un partido de la liga mexicana sabe que ese argumento es de una debilidad pasmosa. Tras el despeje del portero rival y el correspondiente “¡Eeeeeh… puuutooo!”, nunca falta el hincha que añade de inmediato: “¡putiiiiísimo!” El término, si bien atenuado por el ambiente carnavalesco del estadio, es contundente: puto se refiere a bujarrón, somético, sodomético, catamita…

Más interesantes que los sermones de corrección política sobre el término “puto” que aparecieron en The Guardian y The New York Times, quiero rescatar un fragmento del artículo de Guillermo Sheridan sobre el tema: “Todo estadio establece un orden social alternativo (o un desorden, lo que ocurra primero) y todo encuentro abre un paréntesis de lenidad ética: durante noventa minutos la multitud se arroga el derecho y hasta la obligación de cebar sus frustraciones en la imagen del otro, el diferente”. Dicho de otro modo: quienes imponen el término “puto” convierten a alguien en el butt of a joke (Emily Levine dixit), de algún modo el culo del chiste. Qué culeros. ®

Notas
1 Esa es la conclusión de Pascual Quignard (a quien mucho debe esta nota) y de Amy Richlin, quien lo ha demostrado de manera concluyente en The Garden of Priapus (OUP: 1992).
2 La traducción es mía.

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Publicado en: Ensayo

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