El legado sombrío de tres de los personajes más siniestros del siglo XX aún despierta asperezas en sus pueblos natales. Entre estatuas removidas y grotescos souvenires, asoma el interrogante sobre el papel de la historia y los riesgos de banalización y negación.
Algunos de los jerarcas más sanguinarios del siglo XX han dejado —aparte de las inquietantes cifras de víctimas por todos conocidas— un lastre pesado para las generaciones posteriores de sus propios pueblos. Sus muertes fueron apenas una pausa porque ellos siguieron vivos en cada conmemoración de sus matanzas mientras sus apellidos ganaban peso semántico como sinónimos de racismo, intolerancia y genocidio.
Aunque la escala de los crímenes que cometieron fue planetaria, la herencia indeseada de Hitler, Stalin y Mussolini adquiere un sinsabor adicional en sus pequeñas patrias de origen. Sólo por su condición de “pueblos natales”, tres ciudades de Austria, Italia y Georgia han debido convivir con la sombra de sus nada pródigos hijos.
Aquella sombra nunca termina de disiparse. Llega incluso hasta estos días en forma de noticias que sorprenden, desconciertan e invitan a pensar en la desagradable herencia del pasado. La primera de ellas nos lleva a Braunau, pueblo austriaco pegado a la frontera alemana que en 1889 vio nacer a Adolf Hitler.
Aunque nos parezca anacrónico y llamativo, recién en julio de este año las autoridades de la ciudad le retiraron a Hitler el título de “ciudadano honorario”.1 Lo insólito del caso es que el Ayuntamiento no ha encontrado ninguna condecoración al jerarca nazi entre sus archivos. Pero lo hacen por si acaso. “Como medida de precaución ha sido revocada y derogada”, sentenció oficialmente el municipio.
La actitud roza el absurdo: se quita algo que no se sabe si se entregó. Pero quizás por eso mismo es un buen ejemplo de hasta dónde se puede llegar en el intento de distanciarse de un hombre devenido en sinónimo del mal.
La feria de Mussolini
Vale la pena señalar que la Asociación de Historia Contemporánea de Braunau, a cargo de Andreas Maislinger, lleva casi dos décadas convocando conferencias con la finalidad de analizar críticamente el pasado nazi y las resistencias a las dictaduras en general. Este año su tema fue precisamente el de las “herencias delicadas”. Y, por cierto, dos de los invitados más apropiados fueron los alcaldes de Predappio (pueblo italiano donde nació Mussolini) y Gori (pueblo georgiano donde nació Stalin).2
La consecuencia más visible de aquella inoperancia es que el aparato simbólico del fascismo revive periódicamente. En Predappio hasta las manifestaciones abiertamente fascistas de los camisas negras son objeto de honda división. Así, en cierta ocasión el alcalde prohibió que se festejara el cumpleaños del Duce pero su propio jefe de policía lo desafió y autorizó el desfile.
El mandatario de Predappio declaró públicamente: “Hemos de conservar ese recuerdo, pero sólo para que esos tiempos no vuelvan”. “Ese” recuerdo —la llegada al mundo de alguien en un lugar determinado— no deja, sin embargo, de ser problemático. ¿Qué y cómo hay que conservar y exhibir en las casas natales o en los museos de las ciudades en cuestión? Entre la indiscutible necesidad de no negar la historia y el riesgo de erigir involuntarios santuarios de tono apologético, Gori, Predappio y Braunau cabalgan con distinta suerte.
Por lo pronto, Braunau parece el más preparado para sobrellevar la herencia. En Predappio, en cambio, conseguir souvenires fascistas es tan fácil como comprar un refresco. Aunque gobernada por la centroizquierda, la ciudad deviene ocasionalmente en meca de nostálgicos del Duce y los camisas negras. Para ellos hay un abanico de baratijas alusivas que elevan la cuota de sordidez del asunto: se venden tazas, vinos etiquetados con la cara de Mussolini y hasta un helado negro. Dando cuenta de esta patética feria en torno a la figura de quien mandó a asesinar a miles de opositores políticos, el diario Il Fatto Quotidiano decía hace poco que Predappio tenía el corazón en la izquierda pero la billetera bien a la derecha. En efecto, el dinero que deja este peregrinaje fascista es la mayor fuente de ingresos de sus seis mil habitantes.3
El asunto excede lógicamente los ámbitos municipales y remite a la controvertida supervivencia del fascismo en Italia, incomparablemente mayor que la del nazismo alemán. Detrás de los 100 mil visitantes anuales que llegan a Predappio (la gran mayoría de ellos italianos) late un tema irresuelto. En su libro La crisis del antifascismo el historiador Sergio Luzzatti sugiere que la clase dirigente italiana, desde la posguerra hasta nuestros días, no ha sabido lidiar con los recuerdos de la era Mussolini. Unos y otros han quedado entrampados entre “la intransigencia y la indulgencia, el radicalismo y el oportunismo, la obligación de la memoria y el arte del olvido”.4
La consecuencia más visible de aquella inoperancia es que el aparato simbólico del fascismo revive periódicamente. En Predappio hasta las manifestaciones abiertamente fascistas de los camisas negras son objeto de honda división. Así, en cierta ocasión el alcalde prohibió que se festejara el cumpleaños del Duce pero su propio jefe de policía lo desafió y autorizó el desfile.
Stalin, la estatua de la discordia
La veneración de Stalin —a quien se le atribuyen crímenes y deportaciones en cifras de seis ceros— en su pueblo natal de Gori ha pasado por dos momentos muy diferentes desde que Georgia se separó de la URSS en 1991.
Pragmático, el director del museo, Robert Maglakelidze justificaba la política de atraer a todos: “Aquí vienen los que aman a Stalin y se quedan contentos; vienen los que odian a Stalin y se quedan contentos, y vienen los que no conocen o son indiferentes a Stalin y también se quedan contentos”.
Durante los primeros años de la independencia, el museo y la estatua de seis metros de altura del ex mandamás soviético sobrevivieron adaptándose al oportunismo turístico y la “corrección” política. Los guías de viajes apenas cambiaron la frase inicial que recitaban durante la época soviética (“El gran caudillo nació en la ciudad de Gori”) por otra menos laudatoria (“Algunos dicen que Stalin fue un déspota, algunos dicen que fue un tirano, algunos dicen que fue un líder”) aunque igualmente controvertida.
Pragmático, el director del museo, Robert Maglakelidze justificaba la política de atraer a todos: “Aquí vienen los que aman a Stalin y se quedan contentos; vienen los que odian a Stalin y se quedan contentos, y vienen los que no conocen o son indiferentes a Stalin y también se quedan contentos”.5
Pero aquella actitud museográfica y turística no tardaría en mostrar sus límites. No tanto porque el lado oscuro de Stalin de repente se hubiese vuelto obvio a los ojos de las mayorías. En realidad, se convirtió en el recuerdo más incómodo de la era soviética porque siendo georgiano había dirigido las riendas de la (ahora despreciada) URSS durante 31 de sus 69 años de existencia.
Por ello, en paralelo a las tensiones ruso-georgianas (agravadas por la guerra de 2008 en Osetia del Sur), una parte de la clase dirigente de Tiflis emprendió la desestalinización del país como si fuera una desinfección tardía y urgente. Empezaron por Gori quitando la estatua. Y lo hicieron de noche y en secreto,6 adivinando que una parte de la opinión pública estaría totalmente en contra de la medida.
La polémica estaba servida en bandeja: incluso quienes repudian la crueldad del estalinismo se preguntaron si había sido pertinente aquella remoción. Al fin y al cabo, era una página trascendente de la historia reciente. Aquí, nuevamente la cuestión latente eran los límites entre el repudio, la mirada crítica y la negación.
El dato adicional es que el gobierno quiere sustituir la estatua de Stalin por un monumento a los caídos georgianos en la guerra contra Rusia de 2008. Este intento de reescritura de la historia oficial que actualiza héroes según la conveniencia política de la hora no sería en sí mismo novedoso. Todas las sociedades lo han practicado, quizás con más sutileza que Georgia. Pero aquí vale hilar más fino para dilucidar cuáles son exactamente los criterios que sustentan estas disposiciones. Acertadamente, alguien ha sugerido que si el único argumento para decidir la suerte de los monumentos fuera el autoritarismo de los regímenes que los construyeron, podríamos demoler mañana mismo el Coliseo.
Líbranos del mal
Más allá de las particularidades de cada caso —inseparables de las vicisitudes que experimentó cada uno de sus países en el último medio siglo—, los pequeños pueblos de estos grandes criminales no tuvieron otra opción que acostumbrarse al estigma.
Eso sí: en la tarea de lidiar con el pasado y los modos de evocarlo, el devenir de los acontecimientos siempre ofrece una nueva polémica. Sin ir muy lejos, la puesta en venta de una casa de Braunau en la que vivió Hitler reactivó hace un año el eterno tema de qué hacer con todo aquello que estuvo ligado a la vida del Führer.
Mientras tanto, cuatro de cada diez ciudadanos de Braunau afirman que se les pregunta “muy a menudo” por Hitler. Y un tercio percibe que hay un extendido prejuicio hacia ellos.7 Sin ninguna base racional (huelga decirlo) han sido estereotipados sólo por tener un dato en común con el dictador. Una soberana estupidez que no se nutre de razonamientos sino de la larga y tenebrosa sombra de un hombre terrible que murió hace 66 años y que torció el rumbo del siglo XX de la peor manera. ®
Notas
1 “La ciudad de Adolf Hitler le retira el título de ciudadano honorario”, Agencia Reuters, 08-07-2011.
2 “Las garras que mecen las cunas”, Diario El Mundo (España), 25-09-2011.
3 “Predappio, cuore a sinistra e portafogli a destra: il turismo fascista la prima industria”, Il Fatto Quotidiano, 04-07-2011.
4 Véase Elon Amos, “Un santuario para Mussolini” en Le Monde Diplomatique, Número 81, marzo de 2006.
5 Pilar Bonet, “Georgia descubre el Stalin más turístico”, Diario El País (España), 08-08-2009.
6 “Retiran estatua de Josef Stalin de Gori, su ciudad natal”, Deutsche Welle, 25-06-2010.
7 “Hitler hometown deals with sinister past”, The Austrian Independent, 06-07-2011.