¿Quién da más? ¿Quién da menos? ¿Quién se cree el rey de la subasta? En el Bazar del Padre Cuéllar en el barrio tapatío de Chapalita todo cabe y todo se vende.
Nada llega por casualidad. Ni el calcetín sin su homogéneo, perdido en montañas de ropa de tonos infinitos, ni la enciclopedia que carece de su número siete, donde de luma a ozonósfera tal vez nunca nadie sepa nada.
En una esquina Los Panchos, Guadalupe Pineda, Nelson Ned, Rigo Tovar y Herb Alpert. Del otro La Clave Genética, Oriente y Occidente, La Economía Mundial, La Nueva Agricultura, todos de pasta empolvada y con varios años encima. En medio, muebles, fierros, aparatos obsoletos de aspecto marciano y, rara vez, ataúdes con cenizas dentro. El olor a madera vieja inunda el Bazar del Padre Cuéllar, que custodiado por la Virgen María, renueva incondicionalmente su aspecto cada día. Aquí toman lugar historias que tuvieron referentes a memorias de otros tiempos, y la gente espera impaciente el miércoles de cada semana, es el miércoles de subasta.
La subasta comienza sin paleta ni martillo. La gente es de palabra. Los postores, sentados de frente al subastador, reinventan la definición de asiento, y cuidado con la carriola que tiene niño adentro o la bocina que es más polilla que madera, porque son las 10:30 y que a nadie le falte lugar. El ánimo de oferta no dura toda la vida.
El público es principalmente revendedor en mercados, tianguis y otros lugares donde la gente no imagina la procedencia de los artículos. Entre los postores está el señor de gorra negra, que no hablará durante toda la subasta más que para ordenar a sus hijos cuándo es conveniente levantar la mano. La señora de cabello corto y falda negra casi hasta los tobillos, con una expresión pulcra y delicada que no la limita para ser la primera en revisar los objetos. El señor robusto con gorro y mochila que más bien le queda como cartera. No ofertará pero soltará alaridos y sazonará el ambiente cada que el precio ascienda rápidamente.
¡Échale Martín! Se escucha de este lado. Silbidos desde aquél. La gente preparada para ver la mercancía. La mercancía que vienen desde sabrá Martín dónde. Un vinil suena lejos, desde una bocina vieja, ojalá no lo hiciera. Martín llega con un carrito que ya no pasa más por el área de latas, carnes o quesos sino por pasillos que pertenecen a lo donado, donde hay espacio para lo perdido, lo arrugado, lo colorido, lo despintado, lo fino y lo inclasificable. Con los años, el subastador se ganó la anteposición de Don. El Alex ya lo tenía desde chico.
Se declara la subasta oficialmente iniciada.
Nada llega por casualidad. Ni el calcetín sin su homogéneo, perdido en montañas de ropa de tonos infinitos, ni la enciclopedia que carece de su número siete, donde de luma a ozonósfera tal vez nunca nadie sepa nada.
Martín interpone el carrito entre el público y Don Alex. Que sea el arte el que se subaste por piezas. Que sea en Christie’s, Bonhams o Dorotheum donde el postor aprecie la obra solamente con los ojos. Aquí los interesados coquetean, se paran y comienza el cortejo de movimientos lentos con los artículos, aunque no es bien visto mostrar demasiado interés. Bastan unos segundos para que Don Alex dicte el precio base de lo que tiene el carro, todo junto de un jalón.
Este carrito trae licuadora, teléfono, tostadora, ventilador, báscula y grabadora VHS. Que sean doscientos pesos. Doscientos pesos a la una, dos veinte dos veinte a la una, dos cuarenta dos cuarenta a la una, doscientos cuarenta pesos a las dos y apláudanle a Manuel que de principio ya es por decreto de todos, Rey de la subasta. Las felicitaciones no se hacen esperar: ¡Qué bien cuajado Manuelito!
Don Alex imparable. Dale duro, está masomenillos. Arrímense para que lo vean, verifíquenlo, convénzanse. Mira nomás, pero de lo bueno lo mejor. Este trae tina, Señora Martha señora Vicky, para sus pies. Emparéjese Don Jaime. Mire, poco pero bueno. Esa la venden en internet, pidan euros no pidan dólares.
Después llegan los juguetes. Son mujeres las que se acercan a ver al Pato Donald, al Güini Pu, la guitarra y el hornito. El precio base es el mismo. Tres mujeres levantan la mano. Don Alex va poniendo precios en boca de todas, siempre y cuando no bajen la mano. Las pupilas de Don Alex se disparan como balas hacia las tres, que reciben la mirada orgullosas de su oferta. Dos ochenta. Tres. Tres veinte. Tres cuarenta. Cuatro. Sólo quedan dos manos arriba. Una a la vista de todos y otra a la que le basta mantenerse pegada a la cara con el dedo hacia arriba para demostrar que sigue en la jugada. Don Alex desde su tarima de subastador lo ve todo. Cuatro veinte. Cuatro cuarenta. Cuatro sesenta. Cuatro ochenta. Cinco. El señor robusto entre el público se para emitir un sonido agudo, se compensa con el ruido que producen sus manos grandes al frotarse una contra la otra. Cinco veinte. Cinco cuarenta. Una de las señoras deserta y baja la mano. Cinco cuarenta a la una. Cinco cuarenta a las dos. Y que le aplaudan a la ganadora que ya se dirige imponente a pagar el monto acordado. Ya se escuchan las ruedas del próximo carrito. Detrás de él siempre Martín.
La gente se frota las manos como si haciendo fuego cada vez que Don Alex menciona que hay sorpresas, porque ésta no es como cualquier otra subasta, aquí hay sorpresas. Dudo si debería yo frotar mis manos también. Y que llega Martín con una caja de paletas. Los ofertantes dejan rápidamente sus lugares cuando Don Alex avisa que son para todos. De a dos manos y si no es suficiente, de a dos manos y bolsita, de menos para que valga la pena la visita al bazar del Padre Cuéllar.
Martín se apresura con la canasta que trae maquillaje y gel. Una señora abre un bote de crema y que no vaya a ser de la mala, por eso toma una muestra con dos dedos y se la pasa por los brazos para después darle el visto bueno.
El señor robusto de gorra termina satisfecho, despreocupado. Como si fuera él y nadie más el dueño de todo lo subastado. Como si hubiera levantado la mano al menos una vez. Recorre el lugar con una sonrisa que no se le ve a ningún otro comprador. Él es el ganador. Él es ahora el indiscutible rey de la subasta.
Después de una hora y media la subasta llega a su final. De treinta paquetes, el único que no se vendió fue el de la carriola y el portabebés. Pero como bien dijo un señor mayor de gorra y uno que otro diente de metal, ya se acabaron los niños. Ya caminan los cabrones. ®
Para ayudar al bazar del Padre Cuéllar, ve a este link.
Remedios Moscote
Excelente crónica, muy detallada y descripciones simplemente sublimes.
¡Gracias por compartirla! Ahora no queda más que conocer el bazar del padre Cuéllar que fantásticamente se ha plasmado aquí.