El miedo, el tabú y la superstición desempeñaron un papel decisivo en la forma de hablar sobre las enfermedades durante la Antigüedad y la Edad Media.
El miedo y la superstición han estado vinculados a la enfermedad desde tiempos muy remotos. El hecho de que hubiera pocos remedios eficaces y de que los primeros tratamientos fueran tan terribles contribuía a profundizar el pavor de la población. Los médicos conocían muy poco sobre fisiología y no tenían ninguno de los instrumentos sofisticados que existen hoy en día. Fue relativamente hace poco cuando desapareció el misterio alrededor de la etiología de la enfermedad. En otras épocas, los padecimientos del cuerpo eran vistos como algo oscuro, incomprensible y sobrenatural. Las explicaciones de la enfermedad se buscaban en la obra de espíritus maléficos o en la ira de los dioses que castigaban a la gente por sus pecados. Las epidemias, por su parte, eran consideradas escarmientos por los errores cometidos por comunidades enteras. Un término que refleja estas ideas y que en la lengua española se sigue usando como sinónimo de enfermedad es la palabra mal.
En la Antigüedad y en la Edad Media, los nombres de las enfermedades encarnaban toda esa superchería y mitología. La superstición asociada a la enfermedad, extremadamente primitiva en naturaleza, era tan grande que la simple pronunciación de su nombre podía convocarla. De ahí que las enfermedades más temidas se rigieran por varios nombres diferentes. Un ejemplo importante es el caso de la epilepsia, que durante siglos fue considerada una enfermedad diabólica, cuyos afectados, en la imaginación popular, estaban poseídos por el demonio o por espíritus maléficos. Algunas de las denominaciones que este padecimiento recibió son: enfermedad de la luna, mal lunar o lunático (porque se creía que la luna llena controlaba la enfermedad), mal de la infamia o de la deshonra, morbo comicial (porque si durante los comicios romanos alguno de los presentes sufría un ataque epiléptico, éstos debían suspenderse ya que se interpretaba como un mal presagio), mal de Hércules (por los ataques de locura atribuidos al héroe mitológico), enfermedad de San Lupo (porque se pensaba que ese santo castigó con la epilepsia a un obispo que pecó de envidia), enfermedad de san Valentín (patrón de los epilépticos en la Edad Media), gota caduca o coral (porque se creía que era una gota que caía sobre el corazón), enfermedad negra y mal de corazón.
La superstición asociada a la enfermedad, extremadamente primitiva en naturaleza, era tan grande que la simple pronunciación de su nombre podía convocarla.
Muchas de las enfermedades más terribles recibían denominaciones favorables, a veces hasta reverenciales, con el fin de aplacar los poderes maléficos que las causaban. El nombre baile de san Vito para la corea, por ejemplo, data del periodo medieval en que el culto a los santos creció considerablemente. Durante esa época, invocar a los santos era una práctica común y, aunque hoy nos parezca extraño, sus nombres aparecían en las denominaciones de una gran variedad de enfermedades, generalmente las más horribles. El Baile de San Vito fue una epidemia de proporciones considerables. Conocida también como la manía danzante, fue una especie de histeria colectiva que se extendió por toda la Europa medieval. Miles de personas salían a las calles en una especie de trance, contorsionándose incontrolablemente y algunas veces echando espuma por la boca, como si estuvieran poseídas por el demonio. La etiqueta de baile de san Vito sugiere una especie de fiesta alegre y omite el sufrimiento que acompañaba este terrible trastorno neurológico.
Otros ejemplos de enfermedades medievales con denominaciones alusivas a la religión y la superstición son el mal del rey (king’s evil) para la escrófula —una enfermedad de la que se pensaba que el rey podía curar con sus manos por estar investido con el poder de Dios sobre la Tierra—, y Fuego de San Antonio para la erisipela. El Fuego de San Antonio se refería a otra epidemia que hizo estragos durante la Edad Media, matando y deformando en gran escala. El terror que rodeaba esta enfermedad era tan grande que se ocultó tras un montón de nombres de santos diferentes: san Adrián, san Cristóbal, san Valentín, san Egidio, san Roque, entre otros. La gente también recurría a san Cristóbal para protegerse de la peste y de la epilepsia. San Blas se ocupaba de los problemas de garganta, san Lorenzo de los dolores de espalda, santa Apolonia de los dientes y santa Margarita de Antioquía cuidaba a las mujeres embarazadas. En total, unos 130 santos eran invocados como protectores de los enfermos.
Esta práctica eufemística de usar nombres de santos para denominar las enfermedades resultó un chasco. Las enfermedades se asociaron tanto con los nombres de los santos que éstos mismos empezaron a ser considerados ya no protectores de los fieles, sino tiranos iracundos a los que había que temer por ser los responsables del contagio. En la imaginación de los enfermos de herpes zóster, san Antonio se abastecía de fuego en sus ampollas ardientes. Aunado al horror de la Iglesia, este cambio en perspectiva inspiró un regreso dramático al culto pagano. En consecuencia, la Iglesia volvió tabú el culto de los santos y la práctica despareció considerablemente. Éste es un ejemplo impresionante del sendero peyorativo que suelen tomar los eufemismos. Las palabras y los nombres que se usan para atenuar u ocultar cosas desagradables tarde o temprano terminan por contaminarse de la connotación negativa que se les atribuye. ®