Ciudades hermanadas por mar y por tierra, es imposible determinar en dónde acaba una y empieza la otra; comparten boyas, pescadores, embarcaciones, banquetas, calles y personas. No hay frontera que las separe y desde un punto de vista turístico se trata del mismo destino. Son una pareja que se complementa para trazar un paraíso donde Tampico da la historia y Madero la romántica diversión de su playa Miramar.
¡Qué curioso zócalo tiene Tampico! Con su catedral colonial atrás y a un costado el sobrio Palacio de Gobierno, como cualquier destino de México, pero la plancha es selvática, pletórica en palmeras y flores, y en el centro hay un quiosco de cantera rosa con forma de pulpo futurista que extiende sus ochos tentáculos despreocupada y proféticamente como señalando direcciones desde antiguas épocas psicodélicas.
Frente a esta extravagante deidad marítima Pepito Terrestre espera sentado. El ansia en su mirada es tan verdadera que no parece una estatua. Hacia 1940 se convirtió en un tampiqueño célebre porque con sus dos metros 32 centímetros de altura lo nombraron, tal vez erróneamente, como el hombre más alto del siglo XX.
Pudo haber sido rico pero no aceptó las ofertas de París, Nueva York y Londres para recorrer el mundo en un circo; decía que lejos de su mamá se desvanecería en la tristeza. Murió de un infarto en 1975 y esculpieron su cuerpo en metal, respetando sus desorbitadas proporciones, y desde entonces, en el zócalo de Tampico, conocido igualmente como Plaza de Armas, quedó inmortalizada la historia de este gigante que tenía corazón de niño.
Los tampiqueños o jaibos suelen ser gente de recuerdos, sonriente y platicadora, tan orgullosos de su pasado y propensos a contar cosas que protagonizan cafés matinales controvertidos y vibrantes, llenos de épicas reinterpretaciones, coloridos detalles, puntos de vista radicales, dudas, preguntas, opiniones subversivas y ofertas extravagantes. Entre la Catedral, el quiosco y Pepito están el Café Victoria y el restaurante El Globito, donde todas las mañanas, desde las 6.30 a las 11, cualquier curioso encuentra narraciones extraordinarias.
El Victoria es el lugar de los artistas e intelectuales. Filósofos y poetas, cronistas y pintores se sientan en sus mesas temprano, antes del trabajo; piensan, discuten y comienzan el día con una dicha muy suya, la que provoca haber liberado todo lo delicado que se lleva por dentro al compartir emociones y pensamientos.
La Historia es el tema toral en este café y La verdadera revolución mexicana de Alfonso Taracena un libro de cabecera. Las conversaciones, intensas y chispeantes, están salpicadas de teorías políticas, fraudes nunca descubiertos, conspiraciones internacionales, sueños imposibles, series de mentiras, golpes de estado, héroes caídos, intereses oscuros, crímenes perfectos y poderes ocultos.
Lo más sorprendente es descubrir una auténtica adoración por Porfirio Díaz que se remonta a los últimos años del siglo XIX, cuando éste gobernaba México apoyado en el grupo de hombres eruditos conocido como “los Científicos” y de pronto se enamoró incontestablemente de Margarita Romero Rubio y Castelló, quien vivía con su madre en Tampico.
Aunque al visitante lo primero que le salta al escuchar estas pláticas es cuánto quieren los tampiqueños a Santa Anna, pues en Tampico, hacia 1830, consolidó la Independencia de México al derrotar a las tropas de Isidro Barradas que representaron el último intento de reconquista española.
Lo más sorprendente es descubrir una auténtica adoración por Porfirio Díaz que se remonta a los últimos años del siglo XIX, cuando éste gobernaba México apoyado en el grupo de hombres eruditos conocido como “los Científicos” y de pronto se enamoró incontestablemente de Margarita Romero Rubio y Castelló, quien vivía con su madre en Tampico, entonces un pueblo poco importante de pescadores y mineros.
Para dejar ir a su hija sin acritud o resistencia, la señora Castelló le exigió al encumbrado pretendiente que hiciera de su tierra una de las más imponentes, cosmopolitas y trascendentes de México, y Porfirio Díaz, atravesado por flecha de amor, decidió aprovechar el río Pánuco, que desemboca en el Golfo de México y divide a Tamaulipas de Veracruz, para construir, en 1896, una soberbia aduana y hacer de Tampico el puerto más activo del país.
La aduana sigue en pie, industrial, majestuosa e imponente, en el kilómetro 12 del río, justo frente al café Victoria, con sus dos plantas de tabique rojo inglés, techo de dos aguas, amplios pasillos, filas de arcos y adornos con herrería prefabricada de hierro colado. Por esta aduana, que les trajo comercio y dinero, los jaibos quieren tanto a don Porfirio, y mientras en el resto del país los libros de texto lo acusan de villano, en Tampico goza de una hermosa estatua que se asoma distinguida y solemne desde el balcón de una casa en la Plaza de la Libertad, adyacente al zócalo.
La aduana no sólo trajo negocios, infraestructura y flujo monetario, sino también marinos ansiosos provenientes de tierras lejanas que desembarcaban en Tampico tras semanas de intenso trabajo en un barco, rodeados por cielo y agua. Pero estas historias de ilusiones, coqueteos y aventuras no tienen mucha vida entre intelectuales y artistas; para conocerlas es necesario salir del café Victoria, rodear el quiosco e ir a El Globito, situado atrás y a la izquierda de Pepito.
Doña Clara Estrada toma desde hace sesenta años una crema de coco en este restaurante todos los viernes poco antes de mediodía; desde su calidez y bonhomía de dulce octogenaria siempre está dispuesta a sentarse con extraños, retroceder en su cabeza y recordar entre sonrisas, lágrimas de alegría, parpadeos y miradas pícaras, cuando era adolescente y anhelaba el instante en que la llegada de un barco estallaba el ritmo de la ciudad con agudo estruendo y estremecía su pecho con la violencia abstracta de las ensoñaciones.
Los barcos anclaban en el Pánuco y sus tripulantes, estibadores, marinos y capitanes, se lanzaban frenéticos a la ciudad a saciar todas las necesidades acumuladas a bordo; Tampico tenía cantinas para los que buscaban alcohol, prostíbulos para los que buscaban sexo y el Globito para aquellos que necesitaban hablar con alguien, escuchar y confesarse.
Tampico tenía cantinas para los que buscaban alcohol, prostíbulos para los que buscaban sexo y el Globito para aquellos que necesitaban hablar con alguien, escuchar y confesarse.
Ahí Clara esperaba con sus amigas a los extranjeros y les invitaban una crema de coco. Conocieron italianos, suecos, griegos, portugueses, australianos y hasta japoneses; les sorprendía todo: los diversos colores de ojos, la cantidad de lenguas extrañas, la variedad de las voces, cómo el sonido de la risa puede ser tan diferente de hombre a hombre y las muchas formas de frentes, piernas, torsos y espaldas. A veces querían casarse con ellos, pero la mayor parte del tiempo los dejaban ir sin pena, con la feliz certeza de que en ese intercambio de mundos, al establecer esa fugaz amistad entre continentes, compartían algo revelador e inolvidable.
Ya no llegan tantos barcos a Tampico como a mediados del pasado siglo, pero aún ocurre de vez en cuando (tres veces al mes en promedio) y la ciudad conserva activa su zona roja, con bares y burdeles donde la cerveza cuesta once pesos y las caguamas 22. También el asombro de la gente se mantiene intacto; cuando escuchan que un navío tira el ancla, los tampiqueños se abalanzan al puerto, dejan cualquier cosa que en ese momento estén haciendo y se agolpan en la margen del Pánuco, al lado de la aduana, para agitar sus manos a guisa de bienvenida para los recién llegados. Y claro, en el Globito, con una crema de coco entre las manos, Clara sigue esperando anhelante hablar con nuevos hombres exóticos.
A la izquierda de El Globito se extiende la avenida Fray Andrés de Olmos, que une a la catedral con el Pánuco; realizar este breve recorrido, que apenas sobrepasa el kilómetro, permite experimentar cómo la cercanía del río excita a la ciudad, le amplía las sensaciones y embellece sus atractivos.
Conforme se llega al agua los edificios se alegran con mercados y fruterías; el aire sopla cada vez más ligero esencias salubres de ostiones y urracas, camarones, gaviotas y jaibas; los comerciantes gritan ingeniosas arengas para vender pescados y pulseras, y trovadores cantan boleros en las banquetas. Aunque la esencia de la ciudad, su verdadera alma, sólo puede descubrirse navegando.
En un barco sobre el Pánuco el agua transforma las perspectivas y proyecta las distancias; ralentiza el tiempo y todo se encumbra en detalle y honduras: las oscuridades bajo los muelles, de mohosa madera y formas torcidas; el luminosos espectáculo de las gaviotas que baten sus alas al unísono en el aire; montículos distantes, donde se intuyen árboles y casas; cocodrilos de cinco metros que flotan con el cuerpo hundido, sólo descubriendo sus durísimas escamas verdinegras con manchas amarillas; vegetación abundante a los márgenes, palos de rosa, sauces y matorrales donde iguanas anaranjadas observan el tránsito marítimo desde su inmutable existencia de diminutos dinosaurios; los pescadores ágiles y entusiastas que atrapan camarones o bien solitarios y tristes durante los periodos de veda (enero a marzo y mayo a agosto), cuando con amargura se resignan limpiar los grandes barcos mientras esperan que llegue el día de regresar a sus redes y pequeñas embarcaciones.
Y a lo lejos, en la desembocadura del Pánuco en el Golfo de México, destaca el Faro de la Barra, otro regalo de Porfirio Díaz, construido en 1879 por la compañía estadounidense Keystone Bridge Company, de 43 metros de altura, 209 escalones y un aparato lumínico diseñado por el connotado fabricante francés Baribier Bernard, productor de luces que de noche pueden ser percibidas desde los territorios más íntimos del océano.
Pero el Faro no está en Tampico, sino en Madero, ciudades hermanadas por mar y por tierra. Ya sea en coche o en barco, es imposible determinar en dónde acaba una y empieza la otra; comparten boyas, pescadores, embarcaciones, banquetas, calles, semáforos y personas. No hay frontera que las separe y desde un punto de vista turístico se trata del mismo destino. Son una pareja que se complementa para trazar un paraíso donde Tampico da la historia y Madero la romántica diversión de su playa Miramar.
Es una playa de olas tranquilas e interminable arena de finos granos de amarillo opaco, comienza en el Faro y se extiende a lo largo de cinco kilómetros de bulevar costero hasta el monumentos de los Marinos Caídos (un águila devorando a una serpiente a lo alto de una columna a manera de homenaje en honor a los ocho barcos mexicanos hundidos en la II Guerra Mundial) y el malecón, con sus rocas enormes a los lados donde el visitante puede sentarse y observar en el horizonte el desconcertante espectáculo de azules donde el agua del Pánuco, mansa, clara, alegre, para pescar y jugar, es devorada por la del Golfo de México, más densa, marítima y violenta, protagonista de guerras y naufragios.
Y estos ambientes de marineros fantasmas, mujeres descorazonadas, barcos hundidos y en general cualquier tragedia humana invariablemente terminan en Chetos (Las glorias de Baco), la cantina más famosa de Madero y probablemente de Tamaulipas. Se dice que a mediados del pasado siglo un huracán asoló la ciudad y los pobladores antes de salvar sus hogares corrieron a salvar su bar.
En Chetos se sirven bebidas originales en vasos de litro y su actual cantinero, don Roberto, hijo del fundador, es el doctor más requerido de ambas ciudades; malqueridos, borrachos y sufrientes acuden a él desde las once de la mañana para curarse con sus cocteles.
Don Roberto los recibe con un vaso encarnado y espumoso, decorado con una sombrillita de colores brillantes, que tiene vodka, crema de azúcar, plátano, leche, extracto de vainilla, anís y granadina, “Es un orgasmo”, dice Roberto, “y para curar cualquier cuita no hay nada como un buen orgasmo maderense”. ®
Este texto se publicó originalmente en la revista Interjet del mes de mayo.