Los eslovenos tienen una perfecta excusa para disculparse de cualquier falta en su dinamismo, apatía política o excesos provincianos: “¡somos una nación tan pequeña!”. En México tenemos una disculpa tanto o más efectiva y que nos funciona para muchas cosas más: “¡tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!”.
Esta sentencia –que al parecer falsamente se la ha atribuído a Porfirio Díaz– se encarna en la casi natural inclinación de una buena parte de las personas a enemistarse con los poderosos. Esta inclinación, en cierta medida muy saludable para evitar la drástica polarización de cualquier grupo, suele convertisre en una infértil muletilla ideológica; una de las características de cajón de nuestros adalides de la izquierda nacionalista. Pero, ¿ha sido de verdad la ubicación geográfica de México una maldición? No, no lo creo. Al contrario, creo que nos ha beneficiado enormemente.
El segundo gran trauma histórico del mexicano, después de la conquista española, es sin duda la pérdida de una gran parte de nuestro territorio durante el siglo XIX. Pero, ¿de verdad era nuestro? El México independiente hereda una conformación geográfica de la colonia que nunca fue una realidad orgánica en tiempos precortesianos. Los territorios que se escinden de la república me parecen extensiones de dominio que no fueron, hasta el siglo XIX, vinculados de forma cabal al resto de la nación. Si estudiamos la historia de las naciones y sus territorios, no será difícil entender que las poblaciones humanas que comparten vínculos con el pasado y proyectos comúnes para el futuro, se suelen extender geográficamente hasta donde su fuerza, confrontada con la de sus vecinos, se los permite. No es una historia de buenos y malos; es una historia de fuertes y débiles.
Luego, después del “gran hurto” y a partir del final de la Guerra de Secesión, los gobiernos de los Estados Unidos han tenido cada vez más inferencia en el devenir de nuestro país; pero esta inferencia ha sido más efectiva sobre todo por las fracturas políticas internas; de hecho muchas de estas injerencias han sido en beneficio de nuestros más caros procesos históricos –como el apoyo a la república itinerante de Juárez contra las maquinaciones conservadoras, apoyadas por Francia y encarnadas en Maximiliano de Absburgo–. Claro, para que ellos nos apoyen, los procesos tienen que representar un beneficio para nuestros vecinos del norte, pero, ¿acaso alguien tiene como vecino terriotorial a la Madre Teresa de Calcuta?
Nuestras grandes desgracias históricas y nuestros rezagos sociales más escandalosos son producto de nuestra particular historia y nuestras características nacionales (entre éstas, una excesiva tendencia a la auto-conmiseración), y no el directo producto de la conducta de un rubio grandote que no nos permite desarrollarnos debidamente.
Nuestras grandes desgracias históricas y nuestros rezagos sociales más escandalosos son producto de nuestra particular historia y nuestras características nacionales (entre éstas, una excesiva tendencia a la auto-conmiseración), y no el directo producto de la conducta de un rubio grandote que no nos permite desarrollarnos debidamente.
Pero el problema más acuciante es que así como establecemos juicios de forma transnacional, solemos juzgar también nuestra política interna: todo es culpa del presidente o de los hombre del poder. Y mientras los señalamos acusativamente, nos entregamos a la mediocridad de aspiraciones, al individualismo berrinchudo y a la corrupción social en todas sus formas. Y nunca parecemos preguntarnos que tipo de milagro guadalupano sería necesario para que de una sociedad tan carcomida por el gozoso ejercicio de la marrullería como una de las bellas artes, pudiera emerger un gobierno puro como emerge la Venus de Boticelli de la espuma.
Si algo han sido los Estados Unidos durante el siglo XX, han sido un socio comercial envidiable y una válvula de escape a nuestras presiones sociales internas. Nos han permitido, además, a través de su imperialismo ideológico universal, convertirnos en un referente cultural de una importancia que quizás no hubieramos alcanzado con nuestros propios medios (el grupo cervecero Modelo no cabe aún de agradecimiento). El problema no son los Esatods Unidos; el problema somos nosotros.
En su libro The next 100 years, el analista geopolítico liberal George Friedman, además de augurarnos un crecimiento importante para los próximas décadas, señala a México como el único país capaz de desestabilizar a los Estados Unidos en su posición hegemónica durante el siglo XXI. ¿Cómo? ¿nosotros? Pero, bueno, eso está fuera de la visión de quien se siente mejor en el papel de víctima. Lo mejor será, desde la perspectiva de la izquierda-nacionalista clásica, seguir acusando a los imperialijtas de nuestros propios problemas (la culpa de que podamos matarnos tan encarnizadamente entre nosotros mismos y luego cortanros las cabezas, es sobre todo de los gringos porque fuman mariguana y esnifean coca y luego nos venden armas) y apuntarnos lo antes posible a un taller de resistencia nacional al bullying. ®
Jonathan
Siempre es más facil señalar al de al lado que provocar el cambio…