En ese gran páramo que sigue siendo el centro simbólico del país, la noche del 22 enero de 2010 se puso en marcha un experimento que buscaba comprender, de algún modo, la manera en que los habitantes de una megalópolis le otorgan sentido al tiempo cotidiano y se perciben a sí mismos en medio del espacio público.
Quizá el punto está no en la cosa o las cosas que se trafican, se tratan, se especulan, sino en el espacio, el momento, el lapso entre unas y otras … en la pausa en que tienen interés … dado que no se ha consumado … dado que no se ha ejecutado el intercambio, el reemplazo, el relevo.
—Diego A. Lagunilla, “Tráficos”
¿Es posible la calma en la ciudad? ¿Es posible rastrear los patrones que el chilango promedio pone en juego a la hora de habitar el espacio urbano? “El tedio es el umbral de grandes hechos”, escribió Walter Benjamin en las notas a su proyectado Libro de los pasajes. Los habitantes de las grandes metrópolis de principios del siglo XXI pocas veces estamos concientes de este hecho. Dejamos pasar la vida como si el estrés fuese el método para alcanzar el bienestar. En medio del tráfico o enfrascados en la espera de algún trámite nos impedimos dar un paso más allá del tedio, no somos capaces de abrazarlo para luego, de un puntapié, lanzarnos al vacío de lo insólito. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cuál es la razón de que no nos atrevamos a contemplar la vida como un lugar repleto de continuos asombros?
Estas preguntas me envolvieron al presenciar un performance en el Zócalo de la Ciudad de México hace un par de años [La Pausa. Un mapa de presencias en el Zócalo de la Ciudad de México]. En ese gran páramo que sigue siendo el centro simbólico del país, la noche del 22 enero de 2010 se puso en marcha un experimento que buscaba comprender, de algún modo, la manera en que los habitantes de una megalópolis le otorgan sentido al tiempo cotidiano y se perciben a sí mismos en medio del espacio público. La idea era simple, mas no por ello infértil: durante 24 horas un grupo de artistas, coordinados por Nuria Fragoso, se dedicarían a trazar “un mapa de presencias”, no de todos los transeúntes que recorrieran la explanada capitalina, sino sólo de aquellos que por algún motivo hubiesen decidido detenerse, hacer una pausa, en medio del caótico y veloz fluir urbano.
¿Cómo nos relacionamos con los cambios que sufre nuestro entorno? Observar la reacción de quienes se volvieron partícipes instantáneos del hecho colectivo fue fascinante. El pasmo o la extrañeza, la estupefacción e incluso el pudor no se hicieron esperar. Lo que se lograba, en principio, era modificar la autoconciencia sobre esa brevísima y transitoria experiencia de haber hecho un alto en medio de la ciudad. Al marcar con líneas de cal un cuadrado alrededor del sujeto o del grupo de personas intervenidas cada quien de algún modo se percataba de la huella que su presencia podía dejar en el espacio, así como del vacío que al irse dejaba tras de sí. Su estar en la ciudad había quedado registrado y el tiempo que dedicaron a detenerse había generado una marca, se había convertido en un paréntesis en medio de su rutina diaria. De algún modo la ciudad los había vuelto fantasmas.
A la manera de quienes padecieron los experimentos del interaccionismo simbólico, algunos transeúntes, a partir de lo que les acababa de ocurrir, comenzaron a percibir su rededor de otra manera. Al menos ésa fue mi impresión. Conforme pasaban los minutos y las horas el Zócalo se fue convirtiendo en un gran mapa de ausencias, una cartografía de espacios vacíos, como si hubiese quedado fijada en la memoria del espacio la placa fotográfica de los citadinos que estuvieron ahí. El registro de lo ocurrido constituía una suerte de negativo de las presencias cotidianas que, por sí mismo, hablaba ya de la ruptura del frenesí: al menos coyunturalmente el horror urbano se suspendía. Era ése, acaso, el retrato de nuestro tedio, la pausa que por algunas horas logró romper el nervioso y alienante furor citadino.
El performance de Fragoso, además de construir una cartografía física sobre un territorio específico, se completaba a través de otro registro, el de los puntos marcados en un localizador GPS, el cual funcionaba como traductor para generar otro mapa, en este caso conceptual y que puede apreciarse en la web. La intención de fondo consistía en rastrear, de este modo, los usos personales que hacemos de la ciudad. Ya no hablar del Zócalo en los términos habituales, en relación con los significados que usualmente le atribuimos (un espacio regulado por el nacionalismo y la política tradicional), sino poner al sujeto en el centro de la acción y dejar que sus pasos y pausas hablen por ellos. Al idear su proyecto la artista se preguntaba: “¿Es posible que el espacio público te llame a estar contigo? ¿Curiosamente a estar solo, donde no lo estás?” La utopía del proyecto consiste en suponer que a través de la geografía delineada puede hallarse un modo nuevo de trazar ciertas rutas, trazos a partir de los cuales los individuos delimitan un tiempo personal, un centro para la espera, el ocio o el tedio.
Recuerdo aquel día y algunas oposiciones me vienen a la cabeza: tránsito vs. inmovilidad, pausa vs. inercia. De cierta manera, Fragoso buscaba poner en tensión esas dos experiencias urbanas que son el tedio y el frenesí —dos polos opuestos de la cultura urbana, frente a los que a diario debemos elegir. Me parece que al hacerlo lo que logró fue crear cierta atemporalidad a través de un registro, paradójicamente, dinámico. Esto es claro cuando uno ve el video que surgió de tal experiencia. Éste comienza en el interior del metro, empleando una focalización, por decirlo de algún modo, nerviosa. Esto cambia cuando se inicia el performance: ya no se trata de imágenes en movimiento, sino de fotografías fijas (con breves secuencias de time lapse que agilizan la narrativa). Lo interesante es que de algún modo también ahí se privilegia el tiempo muerto de la narración. Si pensamos que todo comentario sobre la realidad constituye una intervención reflexiva, una especie de pausa durante la cual se crea un vacío gracias al cual la historia se detiene, podemos entender la perspectiva ideológica de la artista.
Como lo dice su nombre, “La pausa” se trata de un ejercicio estético en contra de la velocidad. Y en algún sentido, una crítica a las erosivas dinámicas de la economía y a la lógica instantánea de los medios. Al hablar sobre el uso del control remoto Beatriz Sarlo, en sus Escenas de la vida posmoderna, afirmaba que en la televisión existe una “variada repetición de lo mismo” y que, por ello, “la velocidad del medio es superior a la capacidad que tenemos de retener sus contenidos”. Desde la perspectiva de Fragoso, si no creamos vacíos en medio de un mundo vertiginoso e inasiblemente veloz seremos incapaces de comprender nuestro entorno, pues seguiremos sometidos a los impulsos inconscientes de la ciudad —que como se sabe se perciben como continuos, irrefrenables y repetidos.
Aquel enero de 2010 en el Zócalo había parejas y solitarios en busca de parejas. Grupos de amigos y niños; ambos jugando desde su ombligo del mundo. El tiempo fluía hasta volverse tedio, apertura, vacío. Algunos padres cargaban a sus hijos. Policías y barrenderos también se detenían y eso los colocaba fuera de contexto. Eso sí, por alguna razón la actitud constante dejó de ser la prisa; predominaron la espera y también algo inesperado: la contemplación. Gracias a una especie de fuga el lugar pudo volverse otra cosa: un espacio onírico que provocaba, en la mirada, pleno disfrute. El piso, con su característica superficie grisácea, dejó de ser algo enlutado. Semejaba una especie de friso con múltiples puertas dibujadas. O un cuadro de arte abstracto que privilegiaba las formas geométricas… ¡un Kandinsky urbano! O un lugar cuyo ambiente prefiguraba lo espectral. En cualquier caso, algo se había transfigurado en ese escenario que, por más habitual, se había vuelto irreconocible y feliz. ®