La televisión sí enajena, el arte también. El tema, lo bueno o lo malo, lo admirable o deleznable, son los enajenables. La “caja idiota” sólo lo es para quien busca idiotizarse o cede a la tentación de ese mundo alterno servido en el mantel brocado de la enajenación.
Para Juanjo, ambos sabemos por qué.
La religión cristiana … duró también porque era una hermosa mentira, porque los personajes, la trama, los diversos coups de théâtre, el supremo combate entre el bien y el mal constituían una gran novela.
[…]
Pero ¿era verdad? No. Entonces, ¿por qué añorarla?
Porque era una ficción suprema, y es normal sentir una pérdida al cerrar una gran novela
—Julian Barnes, Nada que temer
Según sé, hay consenso entre psicólogos, pedagogos y psiquiatras con respecto a que los recuerdos más o menos fiables empiezan en torno a los cinco años de vida. No obstante siempre se tienen vagas rememoraciones de eventos previos que por cualquier motivo tuvieron importancia. Estrictamente es por ahí de los tres años cuando empezamos a crear nuestra autobiografía en torno a vivencias que empiezan a tomar forma en la memoria afectiva y determinan la mayoría de actitudes que nos rigen el resto de la vida. Memorias sensoriales que suelen carecer de forma, de entidad mental perceptiva, en contraste con las que se remiten a un par de años después, rondando el primer lustro sobre este valle de añoranzas y olvidos. De estas imágenes, como de los recuerdos mismos —aun los que suponemos recientes, frescos y nítidos— lo mejor es desconfiar entre un poco y totalmente, sobre todo cuando nuestro impulso de autoafirmación los ha rehecho en favor de cualquier máscara de conveniencia para nosotros mismos. Por sobre todo, está el asunto de que la mayoría de nuestros recuerdos se nutren de relatos acerca de lo que nos sucedió, de tal forma que muchas veces hay más del recuerdo ajeno que del propio. En la memoria no hay certezas, lo que —contra la opinión de los críticos en boga— hace de ella un generoso paisaje para la exploración creativa.
De mis primeros años tengo imágenes fugaces, mal estructuradas y que no pasan de una situación y la emoción asociada. Tras una larga ausencia papá me despertó para besarme y regalarme un chocolate Hersheys; el abuelo dio tres pasos desde la puerta del cuarto y cayó acostado en la litera de arriba; mamá gritaba desesperada “Nunca cumpliré treinta años”; mi anciano bisabuelo me regalaba vaquitas Wongs desde la ventana enrejada de su estudio; en el televisor había una película de vaqueros y al llegar los indios mi padre decía para enfadar a mi madre “Ahí está Atahualpa Yupanqui” —yo no tenía idea de quién podía llamarse de tal modo, pero la broma entre ellos era evidente—; sostengo y disparo por primera vez una pistola en el cinegético —ahora sé que en Lomas de Bezares— dirigido por alguna figura paterna —ahora sé que pudieron ser mi padre, mi tío Nano o mi abuelo—; mi hermano y yo jugamos Mecano y entra mi padre a darnos ideas y rudimentos mientras mamá saca fotos. Cada una de estas imágenes da para inventar una historia —una larga novela inclusive— y entre todas dan para reconstruir una infancia —¿la mía, acaso?—, pero ninguna constituye en sí misma un recuerdo fiable, la rememoración definida de un hecho.
Es hasta que ya tengo cuatro años cuando aparece la primera claridad que me atrevo a agradecer a mi memoria. Como las víctimas del asesino de la calle de don Juan Manuel, quien pedía la hora y les decía “Dichoso usted que sabe la hora en que muere”, lo justo es sentirme un privilegiado al contarme entre los pocos que saben la fecha exacta de su primer recuerdo más o menos fiable: 21 de julio de 1969, el día al que Carl Sagan calificó como única fecha de toda nuestra época que el devenir recordará: “Cuando el hombre abandonó la cuna”. No tengo duda alguna: envidio a Neil Armstrong. Tan cierto como que me estremezco ante Louis Armstrong. Ambas emociones explican que mi disco duro —éste y los de otras máquinas mías— siempre se hayan llamado Armstrong, brazo fuerte, Espacio Exterior físico, espacio supremo del espíritu, ambos esferas y música.
La casa familiar era color pistache, por lo que la llamábamos “casa verde”. Cuando leí la novela de Vargas Llosa me molestó que se tratara de un putero, ahora sonrío con malicia aprobatoria. Esa inmensa familia materna, en la que nadie hablaba a nadie sino para insultarse, se reunió en torno al único televisor y siguieron sin hablar, ni los niños hablamos: del módulo Eagle brotó Armstrong; del restringido y pequeñísimo reducto del homínido terrícola sapiente brotó el ser cósmico que al ver la noche estrellada pasa de sus emociones románticas y sensibleras para adivinar los más fascinantes misterios y corroborar su inmensa insignificancia y pequeñez. ¿Así brotó de Beethoven la Novena Sinfonía o de Buonarotti el fresco de La Creación? En todo caso, ni “El genio de Bohn” ni el apasionado asesino de Carrara tuvieron al mundo a sus pies atestiguando el génesis de su entelequia alcanzada.
Hace treinta años, quizá, entrevisté al astrónomo español y mexicano Marcelo Santalló. Tras asuntos de su profesión, anécdotas divertidas sobre la Residencia de Estudiantes de Madrid y su desprecio por Dalí, a quien le habían puesto de compañero de cuarto por ser catalanes los dos y quien “empezaba a dar muestras de las estupideces que después se llamarían ‘sus genialidades’” —la opinión de Buñuel en Mi último suspiro es muy parecida. Al terminar la entrevista improvisé:
—Maestro: ¿la Luna es más bella desde la ventana o desde el telescopio?
—La Tierra tiene al menos dos lunas y ambas son muy bellas.
Como las víctimas del asesino de la calle de don Juan Manuel, quien pedía la hora y les decía “Dichoso usted que sabe la hora en que muere”, lo justo es sentirme un privilegiado al contarme entre los pocos que saben la fecha exacta de su primer recuerdo más o menos fiable: 21 de julio de 1969, el día al que Carl Sagan calificó como única fecha de toda nuestra época que el devenir recordará: “Cuando el hombre abandonó la cuna”.
La anécdota de cómo vi en televisión la llegada del hombre a la luna es incuestionablemente fiel a mis recueros, pero mamá afirma que no fue en la casa familiar, sino en el departamento en que vivíamos nosotros, es decir mis hermanos y padres, y que no estaba su familia, sino la de papá: mis tíos y abuelos. Lo único que coincide en su recuerdo y en el mío es el televisor y el asombro de todos ante algo que sólo para algunos es asombroso.
Puedo especular cuanto me venga en gana en torno a esto. Empezar, por ejemplo, con que ese hecho marcó mi aislamiento social y mi indiferencia hacia todo lo que después me ofreció la televisión —salvo las trasmisiones de futbol. Puedo filosofar en torno al hombre y el cosmos, puedo analizar el asombro desde la perspectiva psicológica y social, puedo hacer una novela sobre ese instante de integración armónica al Universo como némesis de una familia disfuncional, puedo escribir infinitas páginas ensayísticas llenas de retórica más o menos fundada y convincente, puedo —si tengo ganas de mostrarme como un crítico de todo sin soluciones para nada— decir que la televisión me comió el seso desde aquel magnífico 21 de julio del 69. Pero ni lo uno me interesa ni lo otro es verdad.
El embeleso del arte nos hace ajenos al transcurso del entorno. El hombre, cualquiera, llega de trabajar para bien de todos y sólo quiere sentarse ante la pantalla para olvidar que su rutina seguirá mañana. La televisión sí enajena, el arte también. El tema, lo bueno o lo malo, lo admirable o deleznable, son los enajenables. La “caja idiota” sólo lo es para quien busca idiotizarse o cede a la tentación de ese mundo alterno servido en el mantel brocado de la enajenación. ®