El mito de Teseo y el minotauro, la figura del vencedor y el símbolo del monstruo, las reescrituras de Borges y Gide.
Cuando la nave izó velas y partió de Creta es probable que una sonrisa se haya dibujado en el rostro de Teseo. Habrá pensado, mientras la bella Ariadna colgaba de su brazo, que su victoria sobre Asterión, el minotauro, al que liquidó con una fulminante cuchillada de su espada de bronce, la cantarían los poetas por cientos de años, perdurando su nombre hasta la inmortalidad —asumiendo, claro, que los dioses no le concediesen antes visa directa a la perpetuidad.“La historia la escriben los vencedores”. Más adecuado para el asunto entre manos sería: “Los mitos los cuentan los victoriosos”. Así, la versión contada por el hijo de Egeo sobre el terrible monstruo ha perdurado por los siglos, traspasando la frontera de los libros de historia y mitología. Difundida por todo el planeta, la hazaña, contada de múltiples formas por diversas bocas, mantuvo siempre un eje común: el valor incorruptible de Teseo y la diabólica sed de sangre del engendro.
Osado fue, sin duda, el príncipe de Atenas. El acuerdo de paz entre Creta y su ciudad establecía la ofrenda, cada nueve años, de siete doncellas y siete muchachos atenienses para satisfacer las hambres de Asterión (mitad hombre, mitad toro; hijo del rey Minos y de su esposa Pasifae quien, tras haber enfurecido a Poseidón, fue castigada con un vástago amorfo). Llegado el momento de la tercera entrega de sacrificios, y en un audaz empeño por ahorrarle desgracias al reino de su padre, Teseo alzó la mano ofreciéndose, decidido a matar a la criatura o perecer en el intento.
Todo ello no hizo sino enaltecer su posterior triunfo. La matanza del minotauro elevó a Teseo a las grandes ligas de los bravos ídolos griegos. El arquetipo del héroe encontró en él a su gran representante.
Asterión, el enemigo
En contrapartida, la bestia de Creta cayó irremediablemente en el oscuro paradigma del monstruo, ajeno a sentimentalismos plagados de piedad y empatía. Todo lo contrario, cuanta historia tocó su nombre lo describió como un ente perverso, dispuesto a destrozar a los jóvenes indefensos forzados a entrar en su laberinto a una muerte pavorosa.
El listado de obras afectadas —en algunas ocasiones de forma directa, en otras de un modo más implícito— por el mito de Teseo y el minotauro es extenso, tejido a través de sendos periodos históricos. Tanto la antigua Grecia como el Imperio Romano presentan importantes trabajos que abarcan la vida de Teseo, así como su gesta inmortal. Las obras comulgan en la exaltación del héroe, decantando al Minotauro a un papel secundario, descrito como un simple mal que sucumbe a la fuerza del príncipe ateniense.
Con una vasta pluralidad de autores que se encargaron de presentar su propia visión del mito, el teatro clásico europeo también acogió la fábula como parte de su repertorio, explorando rincones de la historia ignorados hasta entonces.
Con una vasta pluralidad de autores que se encargaron de presentar su propia visión del mito, el teatro clásico europeo también acogió la fábula como parte de su repertorio, explorando rincones de la historia ignorados hasta entonces. El laberinto de Creta, de Lope de Vega, y Los tres mayores prodigios, de Calderón de la Barca (tragedia y comedia, respectivamente), son apenas una muestra de la variedad en que incurrieron los escritores de la época al retratar la leyenda.
Renacimiento en el siglo XX
Con el arribo de la literatura moderna en el siglo pasado la percepción del mito comenzó a mutar en aspectos de profunda importancia, lo que refrescó la leyenda y la sustentó con nuevos bríos que evitaron su relegación.
La primera renovación llegó con Thésée (1946), obra del Nobel de Literatura André Gide. Esta magnífica novela corta (no sobrepasa las cien páginas) es, en realidad, una pequeña biografía relatada por Teseo, en la que describe los pormenores de su vida desde una óptica mucho más humana, distante de la del héroe mítico de antaño. Conlleva además una revisión a la mística del minotauro, presentándolo como torpe y bello, casi infantil. Un monstruo incapaz de causar sufrimiento, cuya muerte —inevitable dentro del mito— es justificada por su ineptitud.
Esa nueva visión del mitológico enfrentamiento, así como el perfil de sus protagonistas, causaría un gran eco en autores de la época. La pequeña obra maestra de Gide sería el germen de dos de los más reconocidos, apreciados e influyentes textos engendrados en la literatura argentina de la centuria anterior.
El Sur contra el mito
Jorge Luis Borges publicó en 1947 el relato corto La casa de Asterión, en el que desnudó, de una vez por todas, la creencia establecida y totalitaria que presentaba al minotauro como una máquina devoradora de hombres, incapaz de sentir otra cosa más que las ganas de matar y destrozar a sus víctimas. En su lugar, Borges muestra un Asterión introspectivo, orgulloso, abstraído en su soledad; juguetón, divertido en sí mismo, incapaz de distinguir el bien y el mal en sus acciones —y en las de los demás. Un niño, realmente (aunque uno lejano a toda percepción habitual de un infante), que espera la llegada de su redentor, no como su verdugo, sino como el compañero de juegos que siempre esperó.
Jorge Luis Borges publicó en 1947 el relato corto La casa de Asterión, en el que desnudó, de una vez por todas, la creencia establecida y totalitaria que presentaba al minotauro como una máquina devoradora de hombres, incapaz de sentir otra cosa más que las ganas de matar y destrozar a sus víctimas.
Dos años más tarde, Julio Cortázar (bajo el seudónimo de Julio Denis) lanza a los estantes la obra teatral Los Reyes que, aunque distante del estilo inconfundible de su prosa, no deja de ser una obra de amplio valor. Asimismo es, acaso, la mayor representación de un nuevo minotauro. Uno inteligente, capaz de lograr las más profundas emociones, al punto de enamorar a su propia hermana Ariadna (histórica amante de Teseo).
No obstante lo anterior, el rasgo más significativo de la obra redactada por el argentino es, acaso, la desmitificación del rey Minos y del propio Teseo: el primero, un vil patriarca, capaz de encerrar a su hijo con tal de ahorrarse el estigma social de su aberración; el segundo, el más importante, un homicida que destruye sin razón, cegado por su cometido de matar al que es distinto, al que no comprende, al que merece la muerte.
Cortázar (cuando todavía no era Cortázar) se encargó de destruir la imagen del minotauro monstruoso y el hombre heroico. En su lugar aparece un ser incomprendido, enjaulado injustamente, que elige morir antes que continuar viviendo bajo la subyugación de su padre; frente a él, un ser humano cargado de prejuicios, más diestro en desenfundar la cimitarra que en utilizar el dialogo conciliador.
Ese es el nuevo mito: una bestia más humana y un hombre más bestial. Un Asterión libre, un Teseo fascista. ®