El autor analiza la estética del silencio y el absurdo como el sentido último de la existencia. Para hacerlo, se concentra en la obra de dos existencialistas y dos literatos radicales; entrelazándolos con una narración ficcional y collages de su autoría.
Por lo general, la primera reacción de un animal frustrado es intentar alcanzar su objetivo con más fuerza que antes. Por ejemplo, una gallina hambrienta (Gallus domesticus) a la que un cercado de alambre le impide llegar a la comida, hará unos esfuerzos cada vez más frenéticos para atravesar el cercado. Sin embargo otro comportamiento, sin objetivo aparente, sustituirá poco a poco al primero. Las palomas (Columba livia) picotean el suelo sin parar cuando no pueden conseguir el codiciado alimento, aunque en el suelo no haya nada comestible. Y no sólo picotean de ese modo indiscriminado, sino que a menudo se alisan las plumas; esa conducta tan fuera de lugar, frecuente en las situaciones que implican frustración o conflicto, se llama conducta sustitutiva. A principios de 1986, poco después de cumplir 30 años, Bruno empezó a escribir.
Michel Houellebecq, Las partículas elementales
Una familia disfuncional
“Aquel momento fue extraordinario —escribe Antoine Roquentin en la primera novela de Sartre. Yo estaba allí, inmóvil y helado. Pero en el seno mismo de ese éxtasis acababa de aparecer algo nuevo: yo comprendía la Náusea, la poseía. A decir verdad, no me formulaba mis descubrimientos. Pero creo que ahora me sería fácil expresarlo con palabras. Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí. Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, en consecuencia, la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar (…); eso es la Náusea; eso es lo que los Cochinos tratan de ocultarse con su idea de derecho. Pero qué pobre mentira: nadie tiene derecho; ellos son enteramente gratuitos, como los otros hombres; no logran no sentirse de más. Y en sí mismos, secretamente, están de más, es decir, son amorfos y vagos, tristes.”
Jean-Paul Sartre murió el 15 de abril de 1980 en el Hospital Broussais de París. Ciego, recibió apoyo en sus últimos días de dos recién llegados a la familia existencialista: Arlette Elkaïm-Sartre, una hija adoptiva, y Pierre Victor, su colaborador más estrecho. Sartre fue quizá el último filósofo que defendió la vida, sin esperar absolutamente nada de ella. Decía en El existencialismo es un humanismo: “Así pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace.“ Su camarada Albert Camus, en El mito de Sísifo, formulaba una ética de la resistencia semejante. Sin embargo, al paso de los años, las cosas cambiaron.
En 1998, Michel Houellebecq publicó en Francia Las partículas elementales, novela generacional que resume los principales conflictos ideológicos del ’68 con una perspectiva cruel y desencantada. Ahí se afirma que el problema del suicidio ha dejado atrás la metafísica para ceñirse al terror de la degradación corporal. “Nunca, en ninguna época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto y tan constantemente en la edad; la gente tiene en la cabeza una idea muy simple del futuro: llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que uno puede esperar de la vida sea inferior a la suma de los dolores (uno siente, en el fondo de sí mismo, el giro del contador; y el contador siempre gira en el mismo sentido). Este examen racional de placeres y dolores, que cada cual se ve empujado a hacer tarde o temprano, conduce inevitablemente a partir de cierta edad al suicidio. Es divertido observar que Deleuze y Debord, dos respetados intelectuales de fin de siglo, se suicidaron sin motivos concretos, sólo porque no soportaban la perspectiva de su propia decadencia física. Estos suicidios no despertaron ningún asombro, no provocaron ningún comentario; en general, los suicidios de la gente mayor, que son los más frecuentes, nos parecen hoy en día perfectamente lógicos. (…) En parte, claro, porque todos están un poco hartos de la vida; pero sobre todo porque nada, ni siquiera la muerte, les parece tan terrible como vivir en un cuerpo menoscabado.”
Tras una breve agonía, desagradable a causa de la gangrena, los restos de Sartre fueron llevados a la vigésima división de Montparnasse. El autor de El ser y la nada no quería ser enterrado junto a las tumbas de su madre y su padrastro, ubicadas en Père Lachaise. Los deudos le procuraron la proximidad de personajes valiosos, muertos varios años después: la propia Simone de Beauvoir (14 de abril de 1986), Samuel Beckett (22 de diciembre de 1989), Eugène Ionesco (28 de marzo de 1994), E. M. Cioran (20 de junio de 1995), Marguerite Duras (3 de marzo de 1996) y Susan Sontag (28 de diciembre de 2004). Por su parte, Albert Camus falleció en un accidente automovilístico mientras viajaba a bordo de un Facel Vega con Michel Gallimard y su familia. Fue enterrado en Loumarin, el 4 de enero de 1960.
La ruptura Sartre-Camus se produjo tras la publicación de El hombre rebelde, ensayo que continúa el desarrollo de El mito de Sísifo, donde Camus planteaba la noción de absurdo a partir del problema del suicidio. En realidad, el pleito era político, ya que el libro de Camus había generado una polémica con los simpatizantes de la izquierda comunista, entre los cuales estaba Sartre, lógicamente. Fue Francis Jeanson, colaborador de Les temps modernes, revista dirigida por aquél, quien acusó al argelino de sostener una postura estética frente a la falta de sentido existencial y atizó el fuego.
Una de las primeras definiciones que entrega Camus en El mito de Sísifo es la siguiente: “Tengo pues mis motivos para decir que el sentimiento de lo absurdo no nace del simple examen de un hecho o de una impresión, sino que brota de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una acción y el mundo que la supera. (…) En el plano de la inteligencia, puedo decir, por tanto, que lo absurdo no está en el hombre (si semejante metáfora tiene un sentido), ni en el mundo, sino en su presencia común. (…) No puede haber absurdo fuera de un espíritu humano. Por ello lo absurdo acaba, como todas las cosas, con la muerte. Pero tampoco puede haber absurdo fuera de este mundo.”
El fenómeno Beckett
Tres años antes de la muerte de Camus, en Francia comenzaba a gestarse una literatura herida desde adentro, desestructurada por la palabra misma, que hacía hincapié en el flujo de la conciencia. El noveau roman, con Alain Robbe-Grillet como fundador, estaba relevando a los existencialistas. El extranjero, El malentendido y Calígula, que junto con El mito de Sísifo forman el ciclo del absurdo, se dieron a conocer entre 1942 y 1944, y describen una filosofía atea y rebelde que derivó hacia una relectura crítica de la historia. Al morir Camus, la noción de absurdo se desplazó a otras disciplinas –cine, teatro, literatura, artes visuales, música, performance— y es muy probable que haya contribuido a la hibridación de géneros, como en el caso de David Lynch.
A pesar de no formar parte de ninguna corriente literaria o filosófica, Samuel Beckett desarrolló una estética del silencio que mantiene las tesis anteriores, las reformula y esteriliza. Cómo es y Rumbo a peor constituyen la mejor prueba de ilegibilidad por la vía racional. Beckett se parece al anciano que dice “¡No!” a la esposa de Jan en El Malentendido. Su prosa —elíptica y dispersa o saturada y paroxística— exige del lector un abandono de los criterios filosóficos tradicionales. Camus explica en El hombre rebelde una serie de notas que, sin proponérselo, describen la estética beckettiana: “Toda filosofía de la no significación vive en una contradicción por el hecho mismo de que se expresa. Da con ello un mínimo de coherencia a la incoherencia, introduce una consecuencia en lo que, de creerla, carece de consecuencia. Hablar repara. La única actitud coherente fundada en la no significación sería el silencio, si el silencio, a su vez, no significara. Lo absurdo perfecto trata de ser mudo.”
Este mutismo, paradójicamente, nunca se logra del todo: los personajes de Beckett tienen necesidad de hablar aunque no quieran hablar, pues su existencia se funda en el lenguaje. Existe una relación estrecha entre las palabras y el flujo de la conciencia que ellos quieren interrumpir. ”Sí, en mi vida, pues así hay que llamarla, hubo tres cosas: la imposibilidad de hablar, la imposibilidad de callarme, y la soledad, física desde luego, con eso tuve que arreglarme”, dice en El innombrable. Y también: “Hago lo que puedo, pero estoy a punto de fracasar otra vez. No me importa nada fracasar, me gusta, sólo que quisiera callarme. No como acabo de hacerlo, para escuchar mejor. Sino apaciblemente como vencedor, sin reservas mentales. Eso sería la buena vida, la vida al fin. Mi boca en reposo se llenaría de saliva, mi boca que nunca tiene bastante de ella, la dejaría correr con delicia, babeando de vida, concluido en silencio mi castigo. Hablé, he debido de hablar, de lección, es castigo lo que había de decir, confundí castigo con lección. Sí, tengo un castigo que cumplir antes de estar libre, libre de mi baba, libre para callarme, para no oír más, y ya no sé cuál. He aquí, al fin, algo que da una idea de mi situación. Se me ha impuesto un castigo, quizá al nacer, quizá para castigarme de haber nacido, o sin ninguna razón especial, porque no se me quiere, y he olvidado en qué consiste.”
Beckett establece una relación dialéctica entre el anhelo de silencio y la insuficiencia de las palabras, y sobre este vaivén construye sus historias. La voz de El innombrable se halla en un lugar impreciso, relatando las variaciones de su propia identidad y ha perdido contacto con el mundo. Una conciencia encerrada, que no puede afirmar más que su propia existencia (solipsismo), que se deteriora y sin embargo continúa lúcida, y una prosa que se come a sí misma (autofagia) son las dos notas que sientan las bases de la estética beckettiana. El irlandés funda una retórica; sus criaturas no se callan aunque lo desean, no renuncian al verbo aunque lo perforan sin piedad, y nunca abandonan el yo. Mientras viven, hablan. Si cesan de hablar, se extinguen.
En La estética del silencio, ensayo aparecido en 1967, Susan Sontag menciona que únicamente puede aspirar al mutismo el artista que ha demostrado superioridad respecto a sus pares. Más allá del barniz aristocrático, esta reflexión implica también una toma de postura sobre la vida artística y un cuestionamiento radical, por extensión, del mundo. Sontag explica que difícilmente quien opta por esta vía llega al extremo de quedarse literalmente callado: “el artista que crea el silencio o el vacío debe producir algo dialéctico: un vacío colmado, una vacuidad enriquecedora, un silencio resonante o elocuente. El silencio continúa siendo, inevitablemente, una forma del lenguaje (en muchos casos, de protesta o acusación) y un elemento del diálogo.”
Además de Camus, el monólogo como técnica narrativa fue muy utilizado por los autores afines a la noción de absurdo. A finales de los 30’s, Sartre introdujo a un misántropo, Antoine Roquentin, que desde los cafés de Bouville y su habitación-refugio describía en un diario su repugnancia por la vida: había nacido La náusea. A partir de los 40’s, Beckett usó el soliloquio en casi todos los relatos posteriores a la fase Joyce: El expulsado, El calmante, El fin, Primer amor, la trilogía Molloy, Malone muere y El innombrable.
Cioran dice, en el Ensayo sobre el pensamiento reaccionario: “Desde nuestro primer encuentro, comprendí que Beckett había llegado ante lo extremo, que quizás había comenzado por ahí, por lo imposible, por lo excepcional, por el impasse. Y lo admirable en él es que no se ha movido de allí, que, habiendo llegado de entrada ante el muro, persevera con el mismo valor que siempre ha demostrado: ¡la situación-límite como punto de partida, el final como advenimiento! De ahí el sentimiento de que su mundo, ese mundo crispado, agonizante, podría continuar indefinidamente, incluso después de que el nuestro desapareciese.” Muy distintas son sus opiniones acerca de Camus: “Albert Camus se ha matado en un accidente de coche —apunta en sus Cuadernos 1957-1972. Ha muerto en el momento en que todo el mundo —y tal vez él mismo también— sabía que ya nada tenía que decir y viviendo tan sólo podría perder su desproporcionada, abusiva —ridícula incluso— gloria. Inmensa pena al enterarme de su muerte, anoche, a las 23 horas, en Montparnasse. Un excelente escritor menor, pero que fue grande por haber carecido totalmente de vulgaridad, pese a todos los honores que cayeron sobre él.”
Variaciones sobre el libro de Job
Hay suficientes motivos para suponer que el absurdo, el suicidio y el silencio, problemas irresolubles en el planteamiento de este ensayo, se comportan como una hélice que da vueltas sobre su propio eje. A los planteamientos de la literatura de posguerra habría que incorporar la lógica de supermercado impuesta por las sociedades de consumo, señala Houellebecq en Aproximaciones al desarraigo, texto publicado en 1997, y revisar hasta dónde llegó la noción de absurdo para transformarse en la cultura del desencanto actual y la conciencia del esfuerzo inútil.
Houellebecq adapta las características del existencialismo, sumándole aspectos como el análisis sociológico, las descripciones científicas a lo Huxley y el sexo descarnado que raya en la pornografía, y a todo esto él explica en Art Press, número 19, que la directriz de su obra es “ante todo, según creo, la intuición de que el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal; la decisión de describir este estado de cosas y, quizás, de superarlo. Los medios —literarios o no— son secundarios. El acto inicial es el rechazo radical del mundo tal como es; también la adhesión a las nociones de bien y mal. La voluntad de profundizar en estas nociones, de delimitar su dominio, incluso en mi interior. Después viene la literatura. El estilo puede variar; es una cuestión de ritmo interno, de estado personal. No me preocupan mucho los problemas de coherencia; suele venir por sí misma.”
Entre la voluntad de ofrecer una radiografía de la sociedad contemporánea y el rechazo al mal primigenio, Houellebecq se pronuncia a favor de una revolución fría, esto es, una absoluta indiferencia ante el flujo de información y publicidad que nos rodea. Sus palabras no cierran, de ninguna manera, el círculo, pero sí indican una mutación del absurdo hacia una actitud libre de imperativos morales en una civilización hipermediatizada. Aproximaciones al desarraigo insinúa un método que incluiría, potencialmente, el suicidio como solución final: “Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos.”
Gaspar Noé, cineasta argentino radicado en Francia, actualizó el monólogo existencialista combinando la parte escatológica sartriana, el absurdismo camusiano, la vocación por el vacío de Beckett y la ética del naufragio marca Houellebecq en una suerte de solipsismo hardcore. El carnicero de Solo contra todos de 1998, interpretado por Phillipe Nahon, es un hombre atrapado en la miseria laboral de los años ochentas que manifiesta un odio profundo contra la sociedad y sus fariseísmos. Una de las mejores secuencias del filme es la del cine porno, cuando el carnicero reflexiona sobre el destino de la especie humana reducido al mero acto de coger. Otra, casi al final, cuando aparece una advertencia para que los espectadores abandonen la sala: Cynthia, sentada en la habitación de hotel donde fue concebida, recibirá un balazo en el cuello y otro en la cabeza por parte de su padre.
Tampoco deja de asombrar que la noción de absurdo incursione al cine de terror, ya que Camus estableció en El mito de Sísifo los límites de sus ideas cuando decía que no puede haber absurdo fuera de un espíritu humano ni fuera de este mundo. No obstante, Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008) se construye a base de elipsis y detalles argumentales que sintetizan los temas tratados aquí desde un plano fantástico.
La adaptación cinematográfica de la novela de John Ajvide Lindqvist, rodada por Tomas Alfredson, destaca por su manejo de las atmósferas frías, las verosímiles actuaciones y una revisión del vampirismo que establece vasos comunicantes con cintas ajenas al género como La pianiste, de Michel Haneke, y Hundstage, de Ulrich Seidl. Ese patetismo cotidiano alude oblicuamente a Roquentin y los pueblerinos de Bouville. John Ajvide Lindqvist crea personajes entrañables: Håkan, el adulto pedófilo que acompaña a Eli, es torpe al asesinar y, llegado el momento, tiene que verter ácido en su rostro para que no lo reconozcan las autoridades de Blackeberg. Eli, a fin de cuentas, es una niña-niño ansiosa de amor que se alimenta de sangre humana, y Oskar, un coleccionista de crímenes violentos ansioso por vengarse de sus compañeros de aula.
Una de las claves para entender a esta peculiar familia sería el sufrimiento del inocente, traducido a un complejo de Job de orígenes cristianos, que podría ser el origen del solipsismo en la filosofía existencial. “Mi carne está vestida de gusanos —dice Job—, y de costras de polvo; mi piel hendida y abominable. Y mis días fueron más veloces que la lanzadera del tejedor, y fenecieron sin esperanza. Acuérdate que mi vida es un soplo, y que mis ojos no volverán a ver el bien. Porque ahora dormiré en el polvo, y si me buscares de mañana, ya no existiré.” Con dicha rúbrica se instaura una concepción trágica de la vida, que Sören Kierkegaard ondea como bandera ideológica y que ha ido pasando de mano en mano. Bastará recordar que Lindqvist y Alfredson fueron víctimas de acoso escolar durante la infancia. Y el propio Kierkegaard, padre del existencialismo, era jorobado: tras once meses de haber contraído un compromiso sentimental con Regine Olsen, lo rompió sin dar explicaciones. Jean-Paul Sartre era bizco del ojo izquierdo, Albert Camus, tuberculoso; E. M. Cioran, insomne y Michel Houellebecq fue abandonado por su madre, Lucie Ceccaldi, desde pequeño. Samuel Beckett murió con Alzheimer. Susan Sontag, de cáncer.
“La conclusión final del razonamiento del absurdo es, en efecto, el rechazo del suicidio y el mantenimiento de esa confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo. […] Pero está claro que, simultáneamente, ese razonamiento admite la vida como el único bien necesario y, sin ella, la apuesta por el absurdo carecería de soporte. Para decir que la vida es absurda, la conciencia necesita estar viva”, sostenía Camus en El hombre rebelde. Pero —desgraciadamente— ni siquiera Sísifo podría defender hoy esa postura.
La bestia enfadada
El 24 de diciembre de 2007, después de la cena, regresé a casa de mi madre y decidí caminar a casa de mi padre para refugiarme ahí, lejos del ruido exterior. Al amanecer, se me ocurrió cavar un hoyo en el patio y ocultarme hasta que me encontraran con los audífonos puestos. No sé hasta qué punto había cultivado enormes cantidades de angustia y soledad. Lo que más me disgustó es que, al abrir el surco, los perros ladraban estrepitosamente. Por la mañana, retiré del cajero automático el efectivo que tenía y estuve fuera de la ciudad un par de meses. Me mantuve apartado, sin decirle a nadie dónde ni cómo ni por cuánto tiempo estaría bajo reclusión médica. Mientras más recuerdo aquellos años, menos identificado conmigo mismo me siento. De tal forma, que si alguno de mis conocidos de esa época viniera a preguntarme qué pasó, me lo quedaría viendo con el rostro vacío y le dispararía en la cabeza. “Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte”, señala Houellebecq por boca de Walcott en Las partículas elementales.
El mundo está compuesto, lo supe desde niño, por una serie de situaciones hipócritas y una serie de reglas que nadie cumple, por una serie de mentiras que nadie cree y por una serie, en fin, de ficciones y simulacros desprovistos de originalidad. El mundo, me digo a mí mismo, es una farsa, es una constante invención que nadie se toma en serio, es una invención hecha a imagen y semejanza del hombre, y la literatura, me digo a mí mismo, es una invención hecha a imagen y semejanza del mundo, y de manera sistemática la literatura sirve de modelo al hombre para seguir haciendo de la equivocación su modus vivendi, su Roma, su inmaculada concepción. Pero de esto nadie sale ileso, y desde los once años supe que mi propósito era precisamente decir ya nada queda, ya nadie sale ileso, porque así está conformada la mentira del hombre, de nada y nadie, respectivamente. La mentira del hombre, sin embargo, se reinventa, el escritor es persistente y demoledor en su afán de seguir creando mentiras, y cada mentira inventada por el mundo es devuelta por el escritor con un simulacro de esa mentira mucho más eficaz, porque las mentiras del escritor aspiran a la geometría, a cierto platonismo que la realidad nunca ha tenido ni tendrá, debido a su carácter aleatorio y desestructurado.
Desde niño percibí ese carácter aleatorio y desestructurado, y desde niño he combatido a través de ficciones, poemas y dibujos, precisamente el carácter esquizofrénico de la realidad, su falta de consistencia, su falta de atributos positivos. Todo cuanto me ha rodeado, desde niño, ha sido nada más que esquizofrénico y aleatorio, un cúmulo de atrocidades e hipocresías, una puerta rota a través de la cual he visto sólo gente mentirosa, y esas mentiras, esa puerta, esa gente, sobra decirlo, han sido para mí motivo suficiente para marcar distancia. Pero lo mejor hubiera sido alejarme, lo mejor hubiera sido simplemente alejarme y romper de una vez por todas con el juego de espejos entre la mentira del mundo y la mentira del escritor, entre las payasadas de los hombres y las payasadas de las letras, y ni siquiera he visto mucho, pero el tiempo y la desgracia cotidiana me han enseñado lo suficiente, y con suficiente fuerza, que lo mejor es callar. ®