Un viejo profesor, director de un pasquín del partido tricolor, le exige a la joven periodista que exprima el tiempo y le entregue más notas. A 200 pesos cada una.
El señor que me paga 200 pesos por cada crónica que me publica exige saber por qué no le he mandado nada en los últimos meses.
Me sorprende con la computadora sobre el regazo, a la mitad del segundo párrafo de mi más reciente obra: un boletín institucional que anuncia el nombramiento de un funcionario universitario como representante de una red de investigadores desarrollada por un organismo descentralizado de una dependencia federal.
—Disculpe, maestro —le respondo, alzando la mirada hacia su venerable y académico rostro—. No he tenido tiempo de escribir ninguna…
Por mi cabeza desfilan las tres notas que tengo por delante, el par de «eventos» a cubrir por la tarde, las palabras de bienvenida que mi empleador leerá durante una ceremonia. Después: recoger la ropa en la lavandería, comprar jamón y queso, cambiar la caja de arena del gato al llegar a la casa y, encima, negociar conmigo misma la culpa que me produce no trabajar en la novela. En fin, nada extraordinario para un día de mitad de semana.
—No tener tiempo no es pretexto —me censura el viejo—. Sartre dirigía un periódico y un partido político, daba clases por las tardes y al llegar a su casa en la noche se daba un baño y se ponía a escribir novelas.
Yo siento cómo mis labios luchan por abortar la sonrisa, pero decido retenerla. Pienso en Sartre, en sus novelas que tanto me aburrieron cuando las leí, por mera mamonería, antes de terminar la secundaria. Me doy cuenta de que no sé nada de su vida, aparte de que rechazó el premio Nobel y que estaba casado con la Beauvoir, y de lo que él mismo cuenta en Las palabras y, veladamente, en La infancia de un jefe.
De lo que sí estoy segura es de que no le pagaban 200 pesos por sus escritos.
—No me entiende —le digo al maestro—. Obviamente podría encontrar tiempo para garrapatear alguna crónica, pero no es así como me gusta trabajar. Mire, el reportaje de Evangelina, la mujer que en los ochenta mató a sus hijos y los enterró en macetas, me tomó como tres meses terminarlo. El texto lo saqué en dos tardes pero la investigación me llevó varios meses de robarle tiempo a las responsabilidades para visitar la hemeroteca, para verme con informantes, y mire, hasta se ganó un pre…
Me mira con ojos desorbitados. En clase, cuando uno de sus alumnos le lleva la contraria, revienta en invectivas y el rostro se le torna granate.
—Eso no tiene nada que ver, eso es lo que hace cualquier periodista. Lo que usted tiene que hacer es encontrar un tiempo para hacerlo, para escribir… A ver, ¿por qué no me manda una crónica de este evento que está cubriendo?
Por salud mental, decido ignorar su sugerencia y le espeto:
—Bueno, seguro que Sartre no ganaba lo mismo que yo gano…
—¡Ricardo Flores Magón vivió en la miseria y mire las cosas que escribió, lo que logró, lo que transformó con sus artículos de prensa…!
Su rostro, sus ojos rabiosos y escandalizados me acorralan. Esos ojos que presumen verlo todo, analizarlo todo, se clavan en mi rostro como si buscaran ahí una señal, una marca; la prueba de mi poca valía como periodista.
—No sé nada de la vida de Flores Magón, señor, pero estoy segura de que para haber sido un hombre ilustrado, en aquella epoca, debía de tener papás con dinero —le respondo, desesperada. “Y jamás habría aceptado publicar algo en la revista priista que usted dirige”, me quedé con ganas de decirle.
—¡No era rico, no diga tonterías, pasó cuarenta y un años en la cárcel!
Llegado a este punto ya no sé ni lo que discutimos. ¿Quiere mi antiguo profesor de redacción que me refundan en el bote, para cronicar la miseria de las cárceles veracruzanas? No es mala idea; quizás algo ingenua, aunque con un toque heroico. Al menos tendría tiempo para terminar la novela, aunque por otro lado: ¿qué sería del gato, del perro y del Negro…?
Me doy cuenta de que al maestro le desespera mi sonrisa genérica, esa que uso cuando entrevisto funcionarios públicos.
—Búsquele tiempo al tiempo —me dice, más sereno, y se retira.
La máquina que yace sobre mis piernas entibia la tela de mi pantalón de mezclilla pero las tripas me tiritan dentro del cuerpo. Observo al maestro alejarse hacia el puesto donde venden libros, comprar el más reciente de Pitol, una autobiografía que yo misma he estado leyendo por las noches y que no he podido finalizar a causa de la envidia, la que me produce aquel autor que a los 28 años (la edad que yo cumplí en junio) se largó de México para dedicarse a la escritura; claro, con un cargo diplomático y dinero suficiente en el bolsillo. ¿O ahora me van a salir con que Pitol viene de una familia pobre?
Termino el boletín y me pongo a escribir esto.
¿Será que el maestro me pague si se lo envío? ®
María Elena Hernández
Fernanda:
Me parece una excelente forma de narrar la realidad del periodista joven, del freelance, del que quiere ser independiente…incluso de muchos que, en otros tiempos, tuvieron mejor situación.
Me gustaría mucho platicar contigo algún día (Departamento de Estudios de la Comunicación UdG). Saludos.
Marjalyk
Jajaja! Después de un año me encuentro de nuevo con esto y acabo de leer tu respuesta. Muy buena por cierto. Me gustó más que el artículo original. Pero soy un simple mortal que crítica todo lo que lee.
Con todo respeto, no intentaba ofenderte, ni decir que fueras poco trabajadora… Ciertamente me dio la impresión de que la historia refleja un punto de vista limitado por intereses económicos, más que periodísticos, sólo eso.
FM
Ups: donde dice «güevona» debí escribir «chambona y materialista», para responder de forma más precisa al comentario…
Disculpas y saludos!
FM
FM
Marjalyk,
Ya que plasmas tu comentario en forma de preguntas, me atrevo a responder:
No concebí esta crónica como una crítica a nada en particular e ignoro qué motivaciones refleje (eso corresponde a los lectores determinarlo). Mi única intención era mostrar la experiencia (a través de una anécdota) que vivimos a diario muchos de los necios que hacemos periodismo de manera independiente, sin ser reporteros, sin agenda, sin jefes de información que nos digan con quién ir y qué preguntar, sin apoyo de ninguna institución u empresa, sin salario; en fin, de todos los que, neciamente, pasamos las horas que nos quedan después de cumplir con las obligaciones laborales (en mi caso, trabajo en el área de comunicación social de una universidad pública) leyendo como locos sobre temas que los medios locales ignoran, visitando hemerotecas y archivos, interrogando a quien se deje; en poca palabras, de aquellos a quienes nos obsesionan ciertos temas y hechos que ocurren en nuestros pueblos, ciudades o estados y que escribimos con el único compromiso de mostrar un cachito de realidad, de darle voz al que no la tiene, de contar una historia que creemos es importante, con la mayor calidad literaria de la que somos capaces.
Gracias por el comentario. El saber que un lector se ha llevado la idea de que soy una güevona me ayuda mucho a mejorar mi trabajo.
Saludos!
Fernanda Melchor
Marjalyk
Mmmm… esta nota ¿es una crítica a que te pidan ser mejor? ¿o sólo refleja la motivación materialista de los «profesionales» reporteros actuales?