La creencia en un trabajo simple, “limpio” y flexible hizo que cualquiera pensara que podía ingresar a ese mundo, la cultura empresarial friendly de las naves también colaboró. Pero es claro que no es así. No estamos todos hechos de la misma sustancia.
Desembarco
Hace ya más de seis años el paisaje de Córdoba comenzó a sufrir una extraña mutación. Varias naves descendieron de algún lugar remoto y se instalaron en la ciudad. Eran naves poderosas, con grandes letreros y pequeñas cajas-habitáculos para ser ocupadas por jóvenes preferentemente de entre veinte y 35 años, con estudios universitarios en curso y conocimiento de un idioma extranjero.
Las hordas juveniles que ingresaron a sus filas podían observarse fumando un cigarrillo en el entreturno, en las esquinas céntricas. Hablaban en un código nuevo.Se preguntaban unos a otros “¿En qué cuenta estás?”, “¿Llegaste al objetivo?”, “¿Cada cuánto podés ir al baño?”
En el año 2007 quise probar suerte en alguna de ellas. Las naves, decían, exigían poco, redituaban, “¡Y encima practicás el inglés!” Así fue que una tarde de julio caminé hasta Independencia y Caseros, esperé a que un portero verificara que mi presencia allí era admitida, y una guía, con una tarjeta que por pocos segundos dejaba libre el paso a través de un molinete, vino en mi búsqueda.
Paseo
La nave era confortable, todo un universo mullido y blanco, iluminado por tubos fluorescentes que bañaban las cabezas de miles de jóvenes sentados frente a una pantalla, con el headset y la sonrisaen su lugar, prendas obligadas en zona de trabajo.
La guía me condujo a través de incontables pasillos. Pude apreciar en la paredes mensajes de felicitaciones, anuncios variopintos, fotos de gente feliz. Quise ser así. También la nave poseía cafeterías y zonas de descanso bien delimitadas. Cruzamos a través de ellas, y cuando pasamos otra vez por un área de trabajo la guía señaló una de las cajas-habitáculos decorada con globos de colores: “Es nuestra forma de incentivarlos”, dijo ella, “festejamos todos los cumpleaños”. Me imaginé en enero, a bordo, festejando mi cumpleaños con jóvenes universitarios bilingües que no paraban nunca de cantar, y comprendí que iba a ser duro mi intento de querer mimetizarme.
La entrevista
Lo último fue la gran competencia: había que elegir un personaje, cada uno iba a representarlo. Ironía: sólo dos podían subir a una nave que, después de acabada la tierra por alguna tragedia nuclear, los transportaría a otro planeta para perpetuar la especie humana. La decisión de quiénes subían debía tomarse en conjunto.
Y entonces llegamos al meeting room. El lugar de la prueba de fuego. Una mesa redonda, un pizarrón blanco. Alrededor de la mesa: ocho aspirantes al visado. Primero probaron nuestra capacidad lógica para completar series diversas: numéricas, gráficas, etcétera. Después nos hicieron dibujar. Lo último fue la gran competencia: había que elegir un personaje, cada uno iba a representarlo. Ironía: sólo dos podían subir a una nave que, después de acabada la tierra por alguna tragedia nuclear, los transportaría a otro planeta para perpetuar la especie humana. La decisión de quiénes subían debía tomarse en conjunto.
Elegí a Elizabeth, nadie recordaba a la niña mitad humana mitad extraterrestre de V Invasión, a pesar de que todos se parecían a ella. Se acabó el tiempo y no habíamos tomado una decisión. Como grupo, no habíamos llegado al objetivo. Ese pequeño laboratorio de la conducta humana demostró que ponerse de acuerdo y elegir los mejores argumentos para que prevalezca el bien común no es una tarea para nada fácil. Demás está decir que nunca logré ingresar a las filas del call center.
Los que sí
“Llegar antes del horario, encontrar una máquina para trabajar, limpiar mi box, comprobar que el headset funcione y luego loguearme. Tener un recreo de treinta minutos (si vas al baño, esos minutos se descuentan del recreo)”. Eso recuerda Rosalía (25), que estudia para traductora de inglés y decidió trabajar en Apex porque ofrecían buena paga y podía practicar el idioma. Al principio, dice, el trabajo era tranquilo: “Una atención al cliente bien pautada, con mucho hincapié en la calidad de las llamadas”. Después empezó a volverse cada vez más imposible: “29 segundos de descanso entre llamada y llamada, una duración máxima por llamada (talking time) de 2,21 minutos, calidad al 80%, etcétera. Métricas casi imposibles de cumplir aun sacrificando nuestra salud mental”. Pasado el año de trabajo empezó a detectar ciertos efectos negativos: “Vivía alterada, nerviosa, los objetivos impuestos eran incalcanzables, mi sueldo disminuía porque no podía llegar al objetivo”. Entonces ya ni la plata le convenía, y renunció.
Christian es artista plástico, tiene 33 años y trabajó tres en Action Line. Al trabajo lo describe como monótono, “De vez en cuando cambiaba o sumaba alguna otra actividad, pero siempre dentro de lo mismo, atención al cliente por teléfono”. Recuerda reuniones de capacitación en horarios extra laborales, la cantidad de términos en inglés que se utilizaban y la juventud de la gente que trabajaba. Rescata que con algunos compañeros “se formaron amistades que conservo hasta el presente”. Otra cosa que rescata es que en esa época produjo bastante como artista, y que son de ese momento algunas de sus obras que más le interesan. Pero después de tres años, sin otras perspectivas de crecimiento y agotado, tomó la decisión de renunciar.
Agustín tiene 31 años, es odontólogo y trabajó un tiempo en Voicenter, antes de recibirse. La razón por la que eligió ese trabajo es simple: “No tenía un mango y era el laburo que mejor se acomodaba con la facu”. Su tarea era vender teléfonos y atender problemas de los clientes seis horas al día. Dice que era un trabajo insalubre, que lo dejó “porque terminás agotado, quemado de la cabeza”. El trabajo, según lo que cuenta, no le aportó nada positivo, “solamente bronca y odio hacia las empresas explotadoras de los pobres jóvenes que, por no tener otra opción laboral, caen víctimas de ellas”.
¿Salida?
La creencia en un trabajo simple, “limpio” y flexible hizo que cualquiera pensara que podía ingresar a ese mundo, la cultura empresarial friendly de las naves también colaboró. Pero es claro que no es así. No estamos todos hechos de la misma sustancia.
La mutación a partir del descenso de las naves es profunda y afecta la cultura cotidiana y el sueño de inserción laboral de más de una generación.
Veinte mil, ése es el número de empleados con el que cuentan hoy los call center (los agrupados en la Cámara del Call Center) en Córdoba [Argentina] —o contact center, como algunos prefieren llamarlos.
La creencia en un trabajo simple, “limpio” y flexible hizo que cualquiera pensara que podía ingresar a ese mundo, la cultura empresarial friendly de las naves también colaboró. Pero es claro que no es así. No estamos todos hechos de la misma sustancia.
El gran interrogante: frente a la escasez de opciones de trabajo, los que no sirven para trabajar en un call, los que ni siquiera superan la entrevista, los que “no dan en el perfil”, ¿qué harán en esta ciudad conquistada por las naves extrañas, poderosas? ®
Olga
Un domingo a la noche leyendo esto. Yo creía que era más simple trabajar en un call…pero cada vez me custa más soportarlo. No se hasta cuando podré y nose como explicar la sensación de recibir insultos y que me controlen cada llamada.y cada palabra que utilizo para con los clientes. Ojala pronto encuentre otra cosa que hacer.
Felipe
Hubiera sido más interesante si en lugar de hablar con gente que, como tú, detesta los call centers, hubieras hablado con los gerentes de cara sonriente, los extraterrestres que comandan las pequeñas cámaras de la nave.