A estas alturas de nuestra sangrienta historia, ya viene siendo hora de que superemos ciertos miedos y tabús. Los travestis son figuras de morbo, deseo y curiosidad, marginados injustamente por nuestra homofóbica sociedad.
De acuerdo con mis diarios, algunos amigos y un puñado de circunstancias, he podido comprobar que de unos años a la fecha he adquirido un notorio y vivísimo interés por los travestis, es decir, por aquellos caballeros vestidos de mujer con un toque provocativo, más o menos gatuno y decididamente sensual. Por lo general he convivido con esas personas en bares, otras veces en fiestas y mayormente a orillas de la calle, lo que me ha permitido trazar, no sin cierto aventurerismo, una tipología precaria con respecto a sus actividades laborales. Si bien los he visto fungir como damas de compañía, bailarines, cantantes de burlesque, estilistas, actores o compañeros de parranda, es un hecho que buena parte de los travestidos se dedican al sexo servicio, con las agudas y penosas problemáticas que conlleva el ejercicio de su trabajo. Mi afición, inocua en términos carnales debido a mi temperamento platónico y a algunos pruritos ora cívicos, ora morales, me ha llevado a preguntarme, azuzado por la maledicencia de mi entorno social (de temple más bien hipócrita, prejuicioso e intolerante) por los límites entre la curiosidad, el morbo y el deseo, una tríada nebulosa y poco precisa en la que es posible confundirse toda vez que, en tanto mexicano, he recibido una educación sexual machista y veladamente homoerótica, bastante acorde con mi formación en general.Hoy día, en que trato de comprender los resortes intestinos de mi fascinación por la otredad ambivalente —rebajada por el folclor nacional bajo invectivas del tipo “a ti te gustan las viejas con palanca al piso”, “entre bigotones te veas” o “de saber que eras manfloro te metíamos de marino”— reparo en que jamás se me ocurrió pensar que mi curiosidad pudiera revestir una “enfermedad psicológica”, encubrir un “interés malsano” por la gente o expresar cierta “atracción hacia acontecimientos desagradables”, definiciones que se pueden encontrar en el diccionario cuando uno busca la palabra morbo/morboso. Estoy plenamente convencido de que sociedades ignorantes y acomplejadas como la nuestra (entre las que incluyo a Europa, Estados Unidos y toda América Latina) segregan y condenan la diferencia por su incapacidad de enfrentarse a lo desconocido, juzgando de manera negativa todo comportamiento que se sale de la norma. Soy consciente de que algunas de mis inquietudes acaso no puedan ser comprendidas bajo el mote de “humanismo fronterizo” (no me interesa justificarme en lo absoluto), pero me niego rotundamente a tildar de morboso un encanto habitado por el deseo de comprender algunas de las ramificaciones más curiosas de la vida. En ese sentido “el morbo”, en tanto categoría para entender o analizar la realidad, no me parece otra cosa que un esquema mental estúpido que poco aporta y mucho confunde. Por lo tanto, si atendemos con razón las palabras de David Hume al sostener que la belleza se encuentra en el ojo del observador, podemos suponer con razón que el espanto, el horror y la sandez radican también en los albañales prejuiciosos de aquellos ofuscados que miran sin mirar.
Crónica de un sentimiento
Mi atracción por las vestidas, como tantas otras cosas torales en mi vida, es una herencia directa de mi padre, un guitarrista profesional que me llevaba, desde mis cuatro años, a las fiestas de bienvenida que organizaban bailarines y bailarinas en un curso de verano en el que él impartía clases de solfeo. Poco alcanzo a recordar —a mi edad la memoria ya comienza sus estragos— pero retengo con firmeza la emoción de esos convites, en los que el desmadre, la música y la buena ventura constituían el prometedor inicio de las bondades del verano. Siento en el cuerpo todavía la alegría electrizante que me daba ir a ver a esos hombres vestidos de mujer en un gran patio donde el caos y el carnaval eran una forma del afecto. Todos corrían desaforadamente entre estruendosas carcajadas, abrazos, pelucas, maquillajes, pandereteas, pellizcos, flautas, vestidos de todos colores, harina, confetis y serpentinas: un instante de la dicha difuminado entre la levedad y la gracia.
Más adelante, al descubrir los espectáculos de los payasos callejeros, fue grabándose en mi psique cierta idea de la femineidad como una caricatura del deseo: pechos voluminosos y nalgas descomunales hechas de globos que invitaban de manera más o menos inconsciente a la profanación y el pinchazo: un toque de realidad para ese entramado de fantasía.
Luego, durante la adolescencia, tuve la fortuna de contar con una educación sentimental provista por el delirio que constituye el Carnaval de Veracruz, un instante mexicano que mezcla la extravagancia con la sordidez y la desgracia con el desfogue. Atribuyo a esas experiencias nodales no sólo mi carácter festivo y despreocupado ante la vida sino también la certeza de que en cuestión de género somos muchos más que dos, aunque una violencia muy antigua a veces lo niegue con sangre.
Finalmente, siendo ya un adulto trashumante, descubrí a los travestis más coquetos en las calles de Medellín, Colombia, en donde viven —estoy seguro— los exponentes del arte de la simulación más hermosos del planeta, seguidos muy de cerca por los artistas de temple renacentista que pueblan los bares y cabarulos entrerrianos durante el carnaval de Gualeguaychú.
Si entendemos que la vida y sus derroteros pueden ser rutas para ensayar lo humano, acaso podremos vislumbrar una sociedad más abierta y transparente en la que enfrentarse a ciertos tópicos tabú deje de ser un ejercicio de aislamiento, sorna y discriminación. Mucha sangre se ha vertido debido a odios insensatos, a miedos ignorantes. A estas alturas resulta obligatorio vivir de otra manera.
A este punto conviene hacer una precisión que, al menos a mí, me explica ciertas inclinaciones. Creo que si un hombre heterosexual se siente atraído por los súper cuerpos que despliegan los hombres travestidos —sin llegar al transexualismo— ello es debido a que son la representación carnal de la súper mujer: pechos grandes, nalgas grandes y piernas bien torneadas. Desde mi óptica, es necesario comprender estas sutilezas para poder aspirar a una sociedad democrática y pluralista.
Por otro lado, el hecho de vestirse de mujer es una práctica muy común que, en ocasiones, no busca otro objetivo que la comodidad física y psicológica, como las batas femeninas: sólo un temperamento morboso u obcecado podría pensar que la experimentación con la ropa, el peinado y algunas otras arbitrariedades del género son aberraciones o prácticas “contra natura”.
Como es costumbre, el tema es vasto y muy corto el espacio. Pero me parece posible entrever una moraleja. Si entendemos que la vida y sus derroteros pueden ser rutas para ensayar lo humano —si hacemos de nuestra vida y nuestros actos una suerte de antropología especulativa— acaso podamos vislumbrar una sociedad más abierta y transparente en la que enfrentarse a ciertos tópicos tabú deje de ser un ejercicio de aislamiento, sorna y discriminación. Mucha sangre se ha vertido debido a odios insensatos, a miedos ignorantes. A estas alturas resulta obligatorio vivir de otra manera.
Casa sociedad engendra sus lacras y sus abismos. Empecemos por hablar de frente, sin coerciones ni tapujos y transformemos el morbo, esa forma baja de la inquietud, en una puerta hacia la sabiduría y el conocimiento. ®