«Alfredo de Musset (1810-1857), hábil con la pluma en ristre, comienza por sumergir al lector en el universo romántico; el vacío, la enfermedad que los jóvenes padecieron con la restauración de los principios del antiguo régimen, pero lo interesante que impregnan las amargas páginas de la novela es el rescate de la libertad con la que expresó la impotencia de un hombre incapaz de controlar sus emociones».
Todo hombre es libre de ir o de no ir a ese terrible promontorio del pensamiento desde el cual se divisan las tinieblas. Si no va se queda en la vida ordinaria, en la conciencia ordinaria, en la virtud ordinaria, en la fe ordinaria o en la duda ordinaria, y está bien.
Para el reposo interior, es evidentemente lo mejor.
—Víctor Hugo, Shakespeare.
I
Como no ocurre con las narraciones épicas que recrean horas de enfrentamientos entre combatientes hermosos, virtuosos y sudorosos en un pliego antiguo, Confesiones de un hijo del siglo (1836) muestra la decadencia del pensamiento de conquista para realzar un hecho más preocupante: la miseria humana.Después de agostarse el laurel de Napoleón en el que dormitaba con un reposo absoluto, aún las mujeres parían Dumouriez1 y Moreau2 incapaces de encontrar en la música, el opio o la cuchara un resurgimiento de grandeza que impulsó, debajo de aquel imperioso cielo, a los antecesores a cumplir con la defensa de la patria que habían defendido una vez los que antecedieron a éstos; hubieron de pasar enfrentamientos que alzaran las fronteras para proteger lo que por honor pertenecía a Francia; hubo que hacer revisión de lo extraterritorial para administrar lo que por “naturaleza” pertenecía a Francia. El absolutismo recaía, pues, en la legitimidad del más fuerte que reprime a los débiles, la reindicación del orgullo.
Lo que consiguió esclarecer la revolución francesa fue que al terminar de romper el cántaro3 con el que H. von Kleist (1777-1811) poeta, dramaturgo y novelista alemán, representó escenas de episodios históricos referentes a la época que vivió, al parecer inquebrantables en la memoria de la señora Marthe, dueña de éste, que veía con estupor solamente el vacío donde una vez hubo personalidades ridículas que fueron capturadas en las poses correspondientes a la clase social que pertenecían, daba igual la interminable lista de bajas o las sangrientas batallas por un medallón honorífico, al final había un olvido del que nosotros tampoco escaparemos como hijos del siglo.
II
Alfredo de Musset (1810-1857), hábil con la pluma en ristre, comienza por sumergir al lector en el universo romántico; el vacío, la enfermedad que los jóvenes padecieron con la restauración de los principios del antiguo régimen, pero lo interesante que impregnan las amargas páginas de la novela es el rescate de la libertad con la que expresó la impotencia de un hombre incapaz de controlar sus emociones. ¿Podemos en pleno siglo XXI controlarlas o esconderlas con astucia bajo la careta del sentimiento? Pero, no pretendiendo escapar hacia el lugar de las sensaciones, aunque la memoria afectiva de Musset al final nos instalará donde nos esperan —en el reconocimiento—, no reprimió el impulso de aquellas que lo incitaron a escribir esas líneas que cualquiera, en el primer amor, pasaría como los amantes que van de picnic aunque fuese un día nublado. —Que lo anterior no ponga obstáculo a este escrito y piense el lector que Confesiones de un hijo del siglo es sólo la novela autobiográfica de un amorío imposible entre la novelista francesa George Sand y el dramaturgo francés Alfredo de Musset.
Precisamente son las referencias socio/políticas que aclimatan el encuentro de Musset con los estertores del siglo que recién vive sus primeros años, pero que hablará de la terrible enfermedad con la que perecerá. Recapitula con solemne himno a los hombres que en un aliento parece conducirnos hasta el ultraje que Aquiles efectúa, horadándole los talones a Héctor el divino, introduciéndole correas de piel y atándole al carro para que la negra cabellera fuese arrastrando; donde las horas se confunden con las semanas. Dignificando así Musset la memoria de una patria que parió semidioses o cadáveres que rejuvenecen a los soldados porque el envejecimiento se relaciona con una invalidez, la cual marchita el pensamiento de conquista.
Como no ocurre con las narraciones épicas que recrean horas de enfrentamientos entre combatientes hermosos, virtuosos y sudorosos en un pliego antiguo, Confesiones de un hijo del siglo (1836) muestra la decadencia del pensamiento de conquista para realzar un hecho más preocupante: la miseria humana.
No obstante, tras la caída del Imperio napoleónico, estos hombres fueron mortales; mutilados del espíritu las costumbres son otras; la religión acepta las instancias que descendientes de los héroes de la revolución hicieron al conocer que la gloria pertenecía al pasado y que la esperanza5 pertenece al porvenir. Entonces, entre los albores de la razón se construyen con rocas de las ruinas que una tempestad conmocionó los castillos de Europa, los sillares de una duda infernal.
¿Es éste el señalamiento al que Rousseau refiere con “la sociedad que opone a los hombres uno contra el otro, frustrándolos al evitarles la adquisición del conocimiento de sí mismos y, por tanto, su autonomía como humanos; impidiendo la felicidad y armonía sociales”?6 Su pensamiento libertador, mas no revolucionario, impregnó de fuerza el movimiento Sturm und Drang (tormenta e ímpetu) que surgió en Alemania, partiendo al retorno de la naturaleza, ignorando las reglas que regían la escritura, cediendo a la filosofía irracional, pero no por eso mullida en la ensoñación, puesto que exteriorizaron con ese concepto el manifiesto de una hermosura interior en el hombre que tarde o temprano habrá que envilecerse en la sociedad del consumismo. —Finalmente sus palabras son resonancias que afectan en nuestro interior, también nuestro siglo, como patos salvajes que evitan el artificio de la añagaza, condenándonos al olvido penoso si no reaccionamos a tales estímulos que ponen a prueba siglos de revueltas de privilegiados y guillotinados en nombre de la república (¿sensación liberadora?)…— No obstante, vale apuntalar que Musset pertenecía a la aristocracia; el círculo que comenzó a retratar su entorno mediante el drama burgués, relegando al clasicismo francés que representó la opresión de las pasiones en los héroes o heroínas de la mitología griega. Estos son los antecesores del romanticismo que plasman el comienzo de Confesiones de un hijo del siglo.
Hasta este punto no conocemos más que la degradación de títulos nobiliarios (Emilia Galotti de Lessing), intrigas políticas (María Estuardo de Schiller) y revueltas populares (Boris Godunov de Alejandro Pushkin). Poco a poco vamos acercándonos al que considero la verdadera correspondencia del romanticismo.
La muerte de Napoleón sugirió el despotismo hacia los reyes como Voltaire hacia los libros santos,7 seguido de una conmoción en la generación que miró tal suceso. Y así, como las potencias renacieron, las pasiones cálidas (que miran el porvenir) y la razón fría (que mira el pasado) se enfrentan entre sí, interpelando en la confusión abismal. Empata las posiciones alta/media/baja con la ociosidad, una de las miserias humanas que habrá de experimentarse en un momento de la novela.
Si posteriormente a la revolución hubo que restablecer los límites y coronas que la tempestad alborotó, la gloria no está más en el pavés del combatiente ni la religión es más los cálices que contienen la sangre de Cristo, al menos para Musset; el amor furtivo es lágrima expectante de enfrentamientos por una mujer encantadora de hombres.
Las ideas inglesas y alemanas (vistas respectivamente en Lord Byron y Goethe) con las que una vez se refociló, las maldice con la llaga sentimental hendida. O en otras palabras, con la poesía sentimental.8
Clasifica a los hombres de espíritu capaces de entregarse a los ensueños y a los hombres de carne, inflexibles, superficiales que no hallarán otro goce más apático que el de recontar su dinero. Dada esta escisión, parece que estamos en un fragmento del manifiesto romántico de Víctor Hugo (1827). —Y en cuanto a nuestro tiempo parecería que hablamos de tribus urbanas que defienden perspectivas indistintas para allanar la existencia; entre ellas están las que lo niegan todo porque la depresión obnubila cualquier conformismo. No son como los chacales que escriben para lavar con una venganza poética la cháchara politiquera—. Pero aun con estas consideraciones, el pensamiento se categoriza en los que dormitan bajo el muérdago de la ensoñación; los que consideran el olvido como único recurso de salvación; los que no encuentran más que dolor en la miseria, una miseria material de la que no lograron limpiarse de sus uñas. —Una filosofía liberadora los impulsó a luchar por la igualdad de partes; perdieron la retina de la capacidad reaccionaria; adoraron la cruz porque el dolor que vivieron en la tierra se tornará en poder inquisidor cuando juzguen al opresor delante del Tribunal Celestial—.
III
Octavio,9 un joven de apenas diecinueve años, mantiene una relación con una mujer experimentada en los embustes del amor: lo engaña con el mejor amigo de la infancia. Éste, al descubrir cómo rozaban sus rodillas bajo la mesa en la que cenaban, reta a duelo al desgraciado. Compara la ocasión con Don Juan o el convidado de piedra.10
Ya en el campo, es herido en el brazo derecho; toma la pistola con la otra mano pero su debilidad de fuerza vacila. Desgenais, abogado, le pide no ver más a esa mujer. No puede con la petición, va hasta rencontrarse con ella. La adora en injurias que al parecer la dejan tambaleándose en su propio eje. Pasarán quince minutos hasta que regresa, tal vez arrepentido de infringir el Código de Moralidad, pero al entrar por la puerta la halla envuelta en alhajas preguntando: “¿Eres tú?” Lo que no respeta Octavio es la falta de compromiso en la virtud del amor puro.
Josefina cautivó a Napoleón en una cena organizada en la casa de Barras11 en 1795. Él tenía 26 años, ella 34. Alfredo de Musset y Federico Chopin, también amante de George Sand, eran seis años menores. No es de esperarse que el protagonista de Confesiones de un hijo del siglo hubiera enfrentado a mil hombres por recuperar el amor de una mujer.
Desgenais amortigua el golpe canalla que abate al joven inexperto diciéndole que habrá otras mujeres a las cuales amará pero no con esa clase de amor que profesa.
No disponiendo más que de la libertad a voluntad, Octavio opta por el reposo absoluto, que no es más que encontrar en su interior el consuelo, no remedio, que mitiga el mal de amores: la desesperación.
Josefina cautivó a Napoleón en una cena organizada en la casa de Barras11 en 1795. Él tenía 26 años, ella 34. Alfredo de Musset y Federico Chopin, también amante de George Sand, eran seis años menores. No es de esperarse que el protagonista de Confesiones de un hijo del siglo hubiera enfrentado a mil hombres por recuperar el amor de una mujer. Y lo que es complemento, Josefina era viuda; Octavio se enamora de una viuda.
Las mujeres, cuando no ostentan ningún título nobiliario, peor aún cuando son campesinas, son el centro de las delicias que los hombres, como avispas hambrientas, se abalanzan a hacer lo que como civilización contraría a la naturaleza: en el campo, las costumbres claman a favor de los hombres, encierran a las mujeres que son incapaces de elegir con libertad lo que más anhelan casándose contra su voluntad; es, pues, humillada por el hombre que horma sus figuras hasta deformarlas. Inclemente el tiempo hace su parte. Entonces llega un día que él la deshonra y ella, frenética, encuentra en un joven los labios carnosos que una vez tuvo.
Las leyes del amor, así como las leyes de la contemplación, son distintas a la perfección que no se ciernen de lo vivo sino de lo divino. Lo que considero la embriaguez que hace perder el suelo a Octavio por una mujer. En palabras más pertinentes al asunto escribe Alejandro Dumas acerca de los primeros años de Rafael:
“Fue allí donde el joven discípulo estudió esas dulces cabezas de Virgen, cuyo óvalo perfeccionó, pero cuya idealidad jamás superó”.12
Claramente aconseja el libertino Desgenais “Tomad el amor como un hombre sobrio toma el vino sin hacerse borracho”13, degradando, por otra parte, a las mujeres que caracteriza por intrigantes, infieles y prostitutas del sentimiento. Esto es, a partir de los intereses que aparecen de los “negocios con zapatillas” hilvana lo que para él es el Código de Ética en los hombres.
Tomando la expresión anterior, hay en un momento de la novela en que Octavio, contemplando desde una calle la ventana de la sombra que ve con claridad embebecida, mira a un obrero embriagado que tropieza con el banco en que el otro está sentado, y se pierde en un profundo sueño. Momento de dignificación para Octavio que perdura en un discurso carente de firmeza, pues finalmente cede a los placeres que el influjo del vino ofrece.
Es el hombre que ha vivido en la sutileza del rico; ha olvidado en la resignación del mediano y ha sufrido el dolor impasible del pobre.
“He aquí la felicidad del hombre: este cuarto es mi paraíso, y el hada se ha convertido en una mujer pública, que hoy ya vale menos que la otra. He aquí lo que se encuentra en el fondo de la copa en que se ha bebido el néctar de los dioses: he aquí el cadáver del amor”.14 ®
Notas
1 General del ejército francés que dirigió hacia la victoria en la batalla de Valmy frente a las tropas prusianas; también en la batalla de Jemmapes, al ocupar Bélgica que estaba en manos de las tropas austriacas.
2 General que consiguió la victoria contra los austriacos en Hohenlinden.
3 El cántaro roto (1802), comedia de caracteres en la cual se crítica los valores corruptibles de la justicia que envanecen los burgueses y que, al final, la “naturaleza” tiende a convertirlos en invisibles por contumacia.
4 Canto XXII de la Ilíada. “Así la cabeza de Héctor se manchaba con el polvo”. No olvidando que es ultraje hecho en la patria donde pertenecía, por tanto, es deshonra pública mayor.
5 La esperanza murió para Heinrich von Kleist cuando ocurrió la batalla de Wagram, que acaba con la resistencia alemana en 1809, hundiéndose en la depresión.
6 Aimée Wagner, Georg Büchner, innovador del teatro occidental, pp. 15-16.
7 Alfredo de Musset, Confesiones de un hijo del siglo, p. 12.
8 Roberto Augusto Míguez, Un comentario de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental. “A medida que la naturaleza desaparece de la vida del hombre aparece como objeto e idea en las composiciones poéticas. Los poetas, por lo tanto, podrán dividirse en dos clases que abarcarán a toda la poesía: los poetas ingenuos que son naturaleza, y los poetas que buscan la naturaleza perdida en la que una vez estuvo el hombre (poetas sentimentales).”
9 Alter ego de Alfredo de Musset.
10 Historia que fue objeto de atracción también para Tirso de Molina, Molière o Alejandro Pushkin.
11 Paul François Barras fue quien arrestó a Robespierre, al mando de los jacobinos que mandaron a la guillotina a Luis XVI y María Antonieta durante la llamada Era del Terror.
12 Alejandro Dumas, Tres maestros: Miguel Ángel, Ticiano y Rafael, p. 130.
13 Alfredo de Musset, Confesiones de un hijo del siglo, p. 44.
14 Ibid., p. 66.
Bibliografía
De Musset, Alfredo, La confesión de un hijo del siglo, Madrid: Ed. Rivadeneyra.
Dumas, Alejandro, Tres maestros, Miguel Ángel, Ticiano y Rafael, Trad. y Prólogo de Manuel Granell, Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1948.
Kleist, Heinrich von, El cántaro roto, Pentesilea, El príncipe de Homburgo, Trad. de Feliu Formosa y otros, Barcelona: Labor, 1973.
Orbón, Pilar, Napoleón Bonaparte, Titanes de la Historia: líderes y gobernantes, Ciudad de México:Época, 2006.
Wagner y Mesa, M. Aimée, Georg Büchner, Innovador del teatro occidental, 1a Ed. Xalapa: Universidad Veracruzana, 2008.
Míguez, R. A., 2012, Un comentario de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental.