Las tardes y las noches son más largas en los hospitales. Ahí los días transcurren entre tristeza, dolor y llanto. Hay médicos que hacen todo lo que pueden, todo lo que saben. Hay enfermeras que son ángeles. En las clínicas y hospitales del Seguro Social mexicano las experiencias y las lecciones pueden ser muy diferentes.
I. El futbol y el fracaso
Me fracturé el cúbito a los once años jugando futbol. Mi mamá me regañó tanto en la sala de espera del Seguro Social de la avenida Plan de Ayala, en Cuernavaca, que se acabaron mis sueños de debutar en CU un domingo a las 12 del día, triunfar en la liga mexicana, ser fichado por el Atlético de Madrid, ganar un Pichichi, ser el máximo goleador de la selección, casarme con una top model, volverme drogadicto y alcohólico, tirar carrera y matrimonio al abismo, perder mis propiedades en España, regresar fracasado a México y terminar entrenando al equipo de tercera división del Zacatepec.
Estaba justificada la reprimenda. No sólo le causaba un dolor tremendo a mi madre al verme con el brazo roto, sino que además le hacía perder en el IMSS casi seis horas de un viernes hermoso. Ignoro la causa, pero al igual que los bancos, los hospitales se llenan hasta morir (literalmente) durante los viernes de quincena. Cientos de heridos y enfermos deambulaban por ese espacio blanco donde padecía el dolor que me mordisqueaba hasta la médula apenas intentaba movimiento alguno. La vecina de desgracias sentada a un costado platicaba con mi madre y me regalaba una mirada de “¡Ah pero qué chamaco tan güey!” Yo me negaba al llanto nada más por no incrementar mi humillación.
Para cuando me enyesaron el brazo, casi a las doce de la noche —habíamos llegado a las seis de la tarde—, estábamos demasiado cansados y encabronados todos: los demás pacientes, mi madre, la enfermera y el médico, quien al final de la consulta explicó: “Solamente le pusimos el yeso como paliativo al dolor. Lo más seguro es que no pegue el hueso y necesite operación”. Una semana después el médico familiar confirmó la desgracia y programó la intervención quirúrgica para el día siguiente. Con la orden en mano y a la hora precisa de la cirugía, el especialista observó las radiografías, hizo un gesto de disgusto, le dijo a la enfermera: “Si serán pendejos”, luego a mi madre: “Esto sana en mes y medio, dele calcio y no le haga caso a esos matasanos”, y a mí me dio una paletita. Estaba echada a perder.
Después de 45 días volvimos, me quitaron el yeso y salí del Seguro Social con una mano extremadamente delgada y peluda, pero feliz. No me salvé de las amenazas en la familia si me atrevía a volver a las canchas. A diferencia de Salcido, acepté estoicamente la derrota en mi vida.
II. Medio sordo
Me levanto una mañana y no oigo. Simplemente el silencio se anidó en mi oído izquierdo. Seguramente es algo sin cuidado, en dos días morirá el desconcierto y estaré listo para los sonidos del mundo. Nada. Voy al Seguro Social con mi carnet que me acredita como trabajador con derecho a consulta gratuita. “Lo más fácil es que vayas a urgencias y te atienden rápido”, me aconsejan. Luego de tres horas de estar en aquella sala me hacen pasar a un cubículo con un médico que me fusila con las preguntas necesarias en cualquier cita de salubridad.
—No creo que sea un problema del sistema auricular —expresa mientras las cejas hacen una curva que denota incertidumbre.
—¿Y entonces no me va a revisar?
—Ah, sí.
Saca un aparato metálico parecido a un lápiz gigante como los que venden a diez pesos en los camiones, pero con luz en la punta. Lo introduce en el oído mientas observa.
—¡Ah caray, qué tenemos aquí!…
—Esa es la oreja buena, doctor.
Se pasa, no sin molestia, al otro lado. Conclusión: el cerumen se hizo caramelo y está envolviendo el tímpano. “Pase por favor a un lavado, pero de una vez en los dos oídos”. Llego a la sala de “lavado” y hallo dos niños de no más de 19 años con batas inmaculadas que los ostentan como estudiantes de Medicina de la Autónoma de Morelos. Bloqueo la trinchera de prejuicios endosada a estos casos y por única ocasión me entrego al destino sin patalear. Los practicantes leen la orden y con voz impostada ordena uno de ellos: “Por aquí, por favor”. Me recuesto de lado y muestra una especie de pistola que introduce en el oído. Escucho una ráfaga de agua que empieza a taladrar mi conciencia hasta sentir un dolor punzante que recorre tímpano, garganta, cuello, pecho, se prolonga en el vientre y hasta en los testículos percibo el sufrimiento. La misma operación se repite del otro costado. Cierro los ojos para asimilar la tortura. Terminan.
—No se levante aún; podría desmayarse.
Cinco minutos más tarde doy las gracias y salgo del IMSS. Durante el trayecto me doy cuenta de que la voz del mundo ha regresado al oído afectado, pero ahora es el “sano” el que se niega a percibir sonidos. Al momento que estoy digiriendo mi nueva situación de sordera siento cómo dos lágrimas rojas empiezan a salir de las orejas. Con sangre todo toma un matiz de seriedad. Me niego a realizar más experimentos y voy con una especialista.
—Estuvieron a punto de chingarte el tímpano y te hubieran dejado sordo.
—¿Qué?
III. El abuelo y Ella
A mi abuelo le asignaron la cama junto a la ventana. Tras del vidrio humedecido por la contaminación era posible ver cómo la ciudad empezaba a parpadear cada vez más lento mientras pasaban las horas. La avenida Plan de Ayala era un cauce de luces a las diez de la noche. No recuerdo qué día era; tal vez no quiera recordarlo. Velaría el sueño de mi abuelo enfermo.
Escuchaba el sonido del Seguro Social en la madrugada. Una especie de telaraña con quejidos, silencios, sirenas, pasos y órdenes apenas perceptibles como hilos.
A veces la consciencia le exigía su espacio y abría los ojos, me pedía ayuda para orinar en “el pato” y volvía a su refugio de tinieblas. Pero en otras no dormía nuevamente. Me llevaba a caminar junto a él a los pueblos de Michoacán por donde empezó su vida en la música. “Comida y bebida nunca le faltarán a los músicos”. Eran giras de rancho en rancho, de labio en labio, de cama en cama. Y luego hablaba de libros, de política, de secretarios de Estado culeros y presidentes más culeros aún. De represiones sufridas y movimientos frustrados y reíamos por todo y por nada.
En las horas de ausencia yo leía a Jorge Edwards y pude acabar su Origen del mundo en esa noche larguísima, florecida en el tiempo. Las noches en los hospitales tienden a ser eternas. Aun podía salir a caminar por el pasillo y platicaba con las enfermeras:
—¿A poco es verdad que durante las noches de guardia los doctores se ponen cachondones?
—¿Por qué, se te antojó uno?
Y se iban con la risa y la promesa en los labios de que regresarían luego del rondín de rutina. A la vuelta estábamos demasiado cansados como para ofrecernos más palabras.
Escuchaba el sonido del Seguro Social en la madrugada. Una especie de telaraña con quejidos, silencios, sirenas, pasos y órdenes apenas perceptibles como hilos. En ese mismo edificio del IMSS conocí, un año más tarde, el verdadero sufrimiento de la pérdida visto en los ojos de Ella, durante una tarde adherida al otoño. No supe qué decirle —nunca se sabe realmente qué decir en esos momentos— y solamente la abracé esperando que las lágrimas fueran humedeciendo su dolor. Crecí en aquel momento. Pero eso ahora ya no importa. Mi abuelo murió hace algunos años y Ella ha dejado de estar conmigo. ®
Eva
IMSS, ISSSTE, ineficiencia, ineptitud y discriminación. La tristeza de un hospital hecha institución.