“Mi corazón anhelaba que aquellas encantadoras personas me conocieran y me quisieran, y que sus dulces miradas se dirigieran a mí con compasión.”
Hace muchos años que considero que los seres humanos no somos “el producto mejor elaborado” que ha dado la creación, y leer Frankenstein (Austral, 2016), de Mary Shelley, me lo confirma.
En tiempos en que los avances tecnológicos importan más que los valores que cada persona pudiera aportar a sus iguales, esta obra escrita hace doscientos años puede entenderse como una de terror básico, del que sólo saca sustos, o bien lleva a reflexiones en torno a la sociedad actual.
Es por todos conocida la historia de Víctor Frankenstein, un científico europeo que, en su afán de dominar la ciencia, se siente capaz de dar vida a un ser, sin importar los medios y el tiempo que use para este fin. Una vez que logra su cometido, es su Creación, o el abominable monstruo, como se refiere a él en buena parte del libro, quien lo persigue y finalmente lo condena.
Esta aspiración consume no solamente varios años de su vida, también su salud y su conciencia; en pocas palabras, le quita la paz. Tormentos por acciones inconfesables del pasado, amargura y un constante sentimiento de culpa que se pega como lapa a su alma le impiden disfrutar de una vida tranquila, la incertidumbre lo carcome aun y cuando pareciera tenerlo casi todo.
Si trasladamos esos sentimientos al modo de vida del adulto promedio que vemos todos los días en la calle, la televisión y las redes sociales, ese Víctor Frankenstein no parece un personaje tan antiguo. Si bien no nos dedicamos a profanar tumbas en la búsqueda de cuerpos que nos sirvan para armar un ser “perfecto”, sí construimos una realidad ideal ante los ojos de los demás, aunque para ello vivir con una angustia constante —deudas con el banco, infidelidades, mentiras, conflictos psicológicos— sea visto como algo normal.
Otro personaje importante de este libro es la Creatura, un ser cargado con la inocencia de un hombre “nuevo” que recién llegó al mundo y tiene toda la intención de conocerlo, apropiárselo y ser uno más en él. Busca el amor y aceptación de su creador, quien, por el contrario, lo desprecia y se avergüenza de él.
Cuando la creatura le cuenta a su creador su deseo de ser aceptado por los hombres, leemos a un ser como nosotros, no a un monstruo. “Mi corazón anhelaba que aquellas encantadoras personas me conocieran y me quisieran, y que sus dulces miradas se dirigieran a mí con compasión. No me atrevía a pensar que pudieran volverme la espalda con desprecio u horror. […] Iba a pedir comprensión y cariño, y no creía que pudiera ser absolutamente indigno de ello”.
Este hombre aparece ante nuestros ojos como un ser deforme, de una altura impresionante, con una apariencia desagradable… Es posible que al trasladar esas características a nuestra cotidianidad nos topemos con un indigente, un migrante, una persona con discapacidad… con alguien que no es aceptado o bien visto en la “sociedad”, que, como él, sólo busca un poco de comprensión, atención y en desafortunadas ocasiones reacciona como esta creatura, que al ser relegada o atacada se defiende y provoca miedo, terror, sin olvidar que ante los ataques únicamente trata de salvar su vida.
Siempre he creído que una obra artística, en este caso un libro, afecta a cada persona de manera diferente. A algunos nos dice algo por referencias literarias, a otros por vivencias particulares o situaciones emocionales, geográficas o psicológica, pero no somos los mismos antes y después de leer un libro.
Mis reflexiones ante el Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley en este momento me llevan a pensar en el peso de la inocencia de un ser humano, la responsabilidad que cada uno tenemos al crear–engendrar —ya sea un proyecto de vida, de trabajo, un hijo—, la carga emocional que ponemos en todo lo que creamos y la delgada línea que existe entre lo bello y lo aterrador que puede ser el corazón humano. ®