Este nuevo libro de Carlos Fuentes, lleno de compulsiones discursivas, se publica sin índice onomástico ni bibliografía ni aparato crítico, que ayudaría mucho a quienes quisieran leerlo con propósitos distintos de pasar el rato.
Con la autoridad que le confiere su lugar en el escalafón intelectual mexicano, por razones literarias, y también extraliterarias, el escritor Carlos Fuentes (1928) publica su propio canon novelístico latinoamericano bajo el sello de Alfaguara: La gran novela latinoamericana. Contra lo que sucedería en un trabajo más riguroso de su tipo, el criterio de selección, acaso en calidad de lapsus, aparece unas cuantas decenas de páginas antes de que finalice el libro [p. 396]. Dice así: “La mayoría de los escritores mexicanos, sean cuales sean sus orígenes regionales, terminan en la Ciudad de México: el gobierno, el arte, la educación, la política se concentran en la que fue conocida como ‘la región más transparente’”. Allí está, ¿estuvo?, el vórtice, esa especie de agujero negro que casi todo lo absorbe con su fuerza centrípeta. Allí están las Fuentes del canon: “La región más transparente”. Lo demás es Cuautitlán. Lo que se traduce en la exclusión de ese “canon”, entre otros, de José Emilio Pacheco, Guillermo Cabrera Infante, Roberto Bolaño, Rosario Castellanos y otros centrífugas, como el chileno Roberto Ampuero. Si alguien considera que Las batallas en el desierto (1981), Morirás lejos (1967), Tres tristes tigres (1967), Los detectives salvajes (1998), Oficio de tinieblas (1962) o Nuestros años verde olivo (1999) no tienen un lugar privilegiado en la novelística hispanoamericana quizá necesita revisar sus parámetros estéticos. Por otra parte, el “polígrafo” Octavio Paz es citado, de refilón, gracias al elogio que se hace de Pedro Ángel Palou hacia las postrimerías del libro, no cuando se habla in extenso de sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo, como esperaría cualquier lector. El autor de “Piedra de sol”, nuestro único Premio Nobel de Literatura, vuelve a aparecer por segunda y última vez, y privado de ese crédito, poco más adelante, fuera de contexto, sin venir al caso, sólo para señalarnos que Paz ignoraba el significado de la palabra “originalidad” [p. 380]. Si se argumentara que, como se sabe, Paz no publicó novela y no tendría por qué estar allí, conviene apuntar que tampoco Stalin, Sara García o Daniel Ortega, quienes merecen más líneas que nuestro Nobel. Asimismo, los lectores poco familiarizados con los novelistas de nuestra región no podrán enterarse en esta obra de que Asturias, Neruda y Vargas Llosa también fueron distinguidos con el Premio Nobel. El libro de Carlos Fuentes se publica sin índice onomástico ni bibliografía ni aparato crítico, que ayudaría mucho a quienes quisieran leerlo con propósitos distintos de pasar el rato.
La primera interrogante que puede formularse un lector que se detenga a leer las solapas del tomo es por qué, contra lo que de ordinario se hace, no se publican los títulos de algunas de las numerosas obras de Carlos Fuentes. En su lugar se enlista en la solapa de la tapa una por igual extensa lista de premios, que van desde el Biblioteca Breve de 1967 hasta la Gran Medalla de Verneil, 2010. Es obvio que no se pudo incluir el Formentor de 2011. La solapa de la cuarta de forros se dejó en blanco. El mensaje es claro: sólo falta(ba) el Nobel.
Allí están las Fuentes del canon: “La región más transparente”. Lo demás es Cuautitlán. Lo que se traduce en la exclusión de ese “canon”, entre otros, de José Emilio Pacheco, Guillermo Cabrera Infante, Roberto Bolaño, Rosario Castellanos y otros centrífugas, como el chileno Roberto Ampuero.
Junto a decenas de páginas interesantes de leer, buena parte de los demás textos de La gran novela Latinoamericana parecen haber sido escritos en fecha indeterminada para una cátedra o conferencia. A menudo el autor se dirige directamente a un hipotético auditorio, no se utiliza la voz narrativa propia de una obra escrita ex profeso para ser publicada en forma de libro: “Vean ustedes…”; “Otra vez, asómbrense ustedes…”. Consideramos un descuido del editor publicar un libro de este género sin índice onomástico, como ya lo apuntamos, y también omitir una advertencia al lector del origen de los textos, si no fueron escritos especialmente para esta obra. En este sentido, La gran novela latinoamericana se ofrece al lector muy en el estilo verbal, discursivo de Carlos Fuentes, que a menudo es un incómodo torrente abrumador, obstructivo, de nombres de autores, comentarios atrevidos, más nombres, digresiones, más nombres, citas, más nombres, nombres y más nombres que borra casi las hipótesis del autor, que cuando se permite a sí mismo expresarlas sin que sea letraduría suelen ser interesantes. En las primeras setenta páginas el autor ha citado ya a 160 autores diferentes, algunos de ellos repetidos decenas de veces como Bernal Díaz, Maquiavelo, Erasmo y Tomás Moro.
Utilizar un estilo discursivo en obras ensayísticas, además de impropio, parece incitar a ciertos autores, Fuentes entre ellos, a bombardear a sus “escuchas” con frases que parecieran más tener el propósito de escandalizar o impactar al lector que de plantear claramente una idea. Poco importa que sea un sinsentido: “El Barroco en América es […] la cópula de Quetzalcóatl con Cristo y de Tonantzin con Guadalupe” [p. 57]. Cuestión de estilos, se dirá. Se puede admitir, pero para explicar el Barroco la metáfora copulativa homosexual nos parece un exceso retórico que distrae de la idea central. Posteriormente, al referirse a la cultura arábigo-española, escribe: “textos árabes y cristianos, sagrados y profanos, fornican entre sí” [p. 413]. Cuando se refiere a Lezama, y se refiere a él decenas de páginas, después de una digresión que lo lleva hasta los Karamazov, dice: “Lezama no es Dostoievski, pero ya no es Colón, ni es Copérnico al cual se compara, ni Locke en el trópico, ni Rousseau en el llano, ni Comte en el altiplano, ni Marx en la pampa” [p. 256]. Efectivamente, Lezama tampoco es la cola de un puerco ni el olor a limón ni el himno nacional croata. ¿Qué quiso decir Fuentes con ese vacuo malabarismo engañabobos? No soy quien, como se dice coloquialmente, para intentar decirle a un escritor consagrado por la (a)crítica cómo debe de escribir, pero soy un lector que exige a uno de sus autores más visitados intentar menos apantallar y tratar más de explicar. Si algo le interesa explicar. Quizá es una de las posibles manifestaciones de respeto para el lector. Ser un lector no supone convertirnos dócilmente en entidades inermes, por mucho que se trate de un famoso: pagamos por ese producto y esperamos recibir algo a cambio, sobre todo por el tiempo que dedicamos a su lectura. Habría que meter en cintura las compulsiones discursivas en un trabajo ensayístico; las ocurrencias vienen mejor en una obra de creación. En un ensayo, sin perjuicio del lenguaje creativo, importa más explicar que escandalizar. Paz, Reyes y Borges son, debieran ser, paradigmáticos. Pero cada autor escribe como le da la gana, o como puede. Es su derecho. Aunque con la misma libertad cada lector, o crítico, opina lo que las obras le sugieren. Al menos para nosotros la lectura es hoy una vía de doble sentido con el mismo derecho de tránsito. Es cierto que el libro es una mercancía, lamentablemente. Pero las ideas, en el sentido cualitativo de nuestros mejores autores, no ha de tasarse con centavos. O los intelectuales son una cáscara seca. A ratos se antoja que la Profeco tuviera también una ventanilla para los lectores. ®