Los días, desde que había decidido que me importaba una mierda la vida, eran más o menos iguales; rebosantes de evasión en su estado más puro. Laguna de nada. Las noches que no tengo mucho que hacer me pongo muy existencialista, me llegan las ganas de ser algo o no ser nada.

C. Ignacio Mariscal 7. Tabacalera, Cuauhtémoc, 06030 Ciudad de México
Insatisfecha por un viernes más de muchos otros, me encontraba inmersa en un mar de desolación, enclaustrada en las sombras del bar que muchos conocen como el ruso, otros Unión Veri Bari, en la desgastada calle Ignacio Mariscal de la colonia Tabacalera. A medida que la noche avanzaba la posibilidad de concluir mi peregrinaje se dibujaba en el horizonte. Me preparaba para empapar mis penas. ¿De dónde vienen las fechas? Dudas aderezadas con una cacofonía de notas musicales que no me tocaban ni de cerca en el alma. ¿Y a dónde van? Leí en alguna fuente ahora desconocida para mí que, en los momentos más oscuros, el entretenimiento podía otorgar una pasajera ilusión de estabilidad. El entretenimiento como sinónimo de negación, desacelera la evolución del espíritu, que a cambio brinda fuerza —aunque falsa y temporal— para sobrellevar el día a día. “Me tengo que ir”, de la compilación Salsa Dura, Vol. 5, por la Orquesta los Adolescentes (no es un typo, así se escribe) sonaba en el fondo. Sin estar del todo consciente, puse al dolor en pausa. Las conversaciones eran un reflejo superficial de la vida nocturna, girando en torno a los nuevos puntos de moda en la ciudad, se compartían historias de exceso y descontrol. Se parecía a un ritual en el que todos querían ser juez y parte, una especie de culto al desenfreno. Intenté, vaya que intenté mantenerme indiferente, pero no podía evitar pensar en ella y en lo que tal vez estaría haciendo, como una voyeur emocional usando “certezas” artificiales para adivinar sobre su nueva vida. La temporada de ballet clásico había terminado, seguramente estaría en casa, y yo la imaginaba con aquella sonrisa que tantas noches me causó alivio, entrelazada como pulpo con otra persona, y aunque pretendía que no me afectaba cada cambio que imaginaba en su mundo me golpeaba con fuerza. Mi fachada de desinterés se resquebrajaba. ¿Por qué no me iba a dormir?, fingí una calma que no logró borrar la incredulidad. Pensé en mis títulos pendientes. Aquí no es, me dije, pero no hice nada. Pienso que es más fácil estar enojada que desconsolada. Al final estar desconsolada te mantiene consciente del verdadero malestar en vez de aislarte de la verdad y mantener el resentimiento dentro de tu alma, como una herida que persiste aún cuando el cuerpo en cuestión deja el mundo. Las horas se deslizaban, insensibles a mi existencia, pero de tan sutil manera que sólo lo percibí cuando el reloj marcaba las tres. María invitó un pase. Cedí. Creo que fue demasiado. En el baño mis mocos se volvieron sangre y ahora la toalla era roja. ¿Sufrir todo el tiempo es sobrevivir? No me gusta sobrar en la vida. Los días, desde que había decidido que me importaba una mierda la vida, eran más o menos iguales; rebosantes de evasión en su estado más puro. Laguna de nada. Las noches que no tengo mucho que hacer me pongo muy existencialista, me llegan las ganas de ser algo o no ser nada. Pedí una chela, mientras prendían las luces. La caminera. Lalo, un amigo que había conocido hace relativamente poco, salió de la nada para proclamar cual líder de culto que había encontrado la salvación y que en efecto la velada culminaría en su morada.
Serapio Rendón 8, San Rafael, Cuauhtémoc, 06470, Ciudad de México, CDMX
La noche se disipaba en una madrugada llena de banalidades y charlas insustanciales, momentos de fuerte vacío irrefutable y felicidad falsa. Llegamos al departamento. Andrea sacó la keta. “Mi música no es purista. Está contaminada por una cantidad increíble de asociaciones, ya que pienso mucho de manera sinestésica”, dijo Natalia citando a Ligeti al limpiarse el exceso de la nariz. De pronto sentí ganas de irme, pero no lo hice, sólo me alejé un poco del grupo de personas que me acompañaban. Una vez más pensaba en ella. Gestos de inmortalidad, la única cara que conozco con más pecas que la mía. Un lunar–verruga encima del hombro derecho y una peca justo arriba del ombligo. Lalo puso música y alguien le preguntó por el nombre de la banda. “Mi mochila huele a semen”, contestó. Lalo y yo nunca hemos compartido gustos musicales, la verdad es que nunca hemos compartido nada, únicamente la fiesta. En fin, mi deseo por un rincón cómodo y una cerveza en mano se había hecho realidad. La comodidad duró poco, y fue sustituida por la lucha interna de encontrar un tema de conversación que no me pareciera completamente absurdo para hablar con los demás. Lalo habla porque es gratis. Andrea también, pero luego volvió a ser tierra. Volví con Natalia. Hace muy poco tiempo que la conocía, sin embargo, me intrigaba de más. Acababa de salir de una relación que minutos después describiría como “tormentosa”, me contó partes simplificadas de lo que había vivido. Aunque no parezca, es reservada. Nunca supe qué estaba pensando, hablaba pero estaba ausente, y nadie se daba cuenta de que la persona que hablaba en ese momento ya no estaba ahí. El dolor puede hacer eso, hacer que quieras desaparecer, y que, en efecto, lo hagas. Siempre supe que tendría tendencia a la melancolía. Lo supe cuando le pasó a mi mamá, le llegó ese aire distante de quien se ha cansado de entretener a los demás. La internaron. Antes Juan y yo íbamos cada dos días a verla. Juan es mi hermano. Hace dos años que no lo veo. Hace tres años no la veo a ella. Volví de mi trance cuando un amigo de Lalo, cuyo nombre desconocía y sigo sin conocer, me ofreció otra cerveza. Sentía la tensión como ametralladora. El aire cada vez era menos, y mi ansiedad social no disminuía y aumentaban mis ganas de volver a verla. Todos fingían intelectualidad, se deleitaban soltando ideas que me parecían triviales, pero para los demás tenían la magnitud de revelación divina. Nunca he disfrutado la sensación de tener todos los oídos fijos en mí mientras diserto sobre futilidades y cursilerías. Siempre he pensado que en la vida hay una dualidad en el destino de aquellos que buscan y logran influir en el mundo: la riqueza o la astucia. María, una buena amiga, compartía conmigo esos minutos de silencio. Su compañía en ciertos momentos se convierte en una especie de válvula de escape para mis propias penas, y sus perspectivas resuenan en algún lugar profundo de mi ser. Me atrapaban su presencia y su optimismo, así como aquellos aires infantiles en su comportamiento. Hay incluso momentos en los que puedo ver claramente los rasgos de niña en su rostro e imagino verla hacia abajo con la estatura de una niña de no más de seis años, evocando una inmensa ternura en mí. María sabía en qué estaba pensando, ni siquiera tenía que hablar para que lo sintiera. Irrumpió con la energía de niña desafiante, sus palabras eran como dardos retóricos tratando de atrapar mi atención. Hizo una proclamación con la certeza de quien sostiene la respuesta en sus manos, al final la tenía, sólo que era muy poco desarrollada para mí, sin receta o pasos a seguir; dejar todo y seguir, pensar que si no encaja entonces todo intento sería en vano y no era mi culpa ni la de nadie. “Qué fácil”, pensé. El procedimiento seguiría su curso, la ilusión de que el dolor objetivo disminuirá al tener compañía es una estupidez. Es un esfuerzo en vano, una búsqueda de certidumbre por el bienestar en medio del dolor, cuando no puedes protegerte a ti misma. Una lucha por convencerse de que todo estará bien al final. Pero es sólo un intento fútil de enmascarar la voracidad de una verdad dolorosa e inevitable: nadie realmente sabe lo que sucederá, lo mejor es abandonar la esperanza de la certidumbre a futuro. Sentí mis piernas, cansadas. Los dedos de María jugueteaban con la botella de cerveza. “Ya hay que dormirnos”, dijo a medio bostezo. Mi mirada se desvió hacia la ventana, para vislumbrar un puesto de tortas de chilaquil que iniciaba su jornada en una esquina abandonada de la alcaldía Cuauhtémoc. El madrugador desplegaba un paraguas y armaba una mesa improvisada, mientras acomodaba los bolillos de una bolsa de plástico transparente sobre un mantel con rayas blancas y naranjas. La mañana era fría, y el hombre de las tecolotas sólo llevaba un chaleco rojo. Pensé en Ruth Lorena, mi maestra de literatura en prepa, y en su abrigo y bufanda negra. Vestía eso mismo todos los días del año. Siempre igual. “El calor es mental.” Supuse que al hombre de los tamales ese mismo pensamiento debió haberle llegado a la inversa. Lalo llegó a sentarse con nosotras, todos se habían ido. Volteé a verlos mientras repunté con un comentario para persuadirme fingiendo que estaba menos triste de lo que a simple vista se me ve. Ahora sonaba la canción “Long Season” de los Fishmans, la cual es en realidad un álbum, ya que dura, por sí sola, treinta y cinco minutos. Pienso en un párrafo de la novela que estaba leyendo en ese momento, la elegancia del erizo, “dieciocho mil orquídeas mueren por una helada”. Problemas bonitos. Tal vez mi cerebro funciona así, no funcionando del todo. Soy incapaz de contar una historia, sin embargo, estás aquí leyendo esto. Volví a la realidad, interceptada por una persona que acababa de llegar. ¿Por qué no podemos dormir? La duda objetiva es un acto que requiere compromiso. Un gris y torpe amanecer despertaba a la ciudad. Quería que te desvanecieras, no que desaparecieras. Pero lo hiciste, lento, fulminantemente. Y tal vez alguno de estos próximos días te acuerdes de mí, aunque no mucho. Días grises, los que considero más tristes que los negros porque ni siquiera logran ser definitivos. El patio estaba seco, y tú nunca me habías tocado ahí. Presentí que sería uno de esos días en los que sólo quieres morir o matar, o ambas cosas. Nunca más ella y yo. Nunca más. ®