La historia casi desconocida del indio mexicano que peleó por el rey Carlos II contra el Gran Turco y perdió una pierna a consecuencia de la batalla —y una novela nunca escrita.
Apareció de pronto mientras yo buscaba otras cosas entre los papeles cubiertos con escritura procesal, de olor rancio y textura antigua. Era un breve testimonio extraviado entre varios nutridos expedientes, como dejado descuidadamente al fondo de un grueso legajo del archivo histórico. Llevaba algunas horas trabajando con muchos documentos y leí mecánicamente la carátula, más por disciplina que por interés, aburrido ya de tantos asuntos parecidos, entre solicitudes de prebendas y beneficios turnadas al Consejo de Indias por el rey. Sin embargo, a la segunda línea di un salto y de golpe se me despejó el aburrimiento. Leí tres veces la frase, incrédulo:
Satisfaciendo a una orden de S.M. que vino con un memorial de Diego de Aguilar, Yndio mexicano, en que suplica se le socorra con una limosna para poderse volver a su tierra.
Sí. Había leído bien. “Yndio mexicano”. Cual náufrago en un mar de papeles y tintas se me presentó de frente este Diego de Aguilar y me clavó esa mirada de atávica triteza en los ojos, directamente, por un instante, para inmediatamente volverse esquivo e inasible. ¿Qué hacía —le pregunté a bocajarro— un indio mexicano pidiendo limosna en el Consejo de Indias en Madrid en el siglo XVII? La curiosidad, por supuesto, me distrajo de mi trabajo y me di a la tarea de leer el pequeño testimonio.
¿Qué hacía —le pregunté a bocajarro— un indio mexicano pidiendo limosna en el Consejo de Indias en Madrid en el siglo XVII? La curiosidad, por supuesto, me distrajo de mi trabajo y me di a la tarea de leer el pequeño testimonio.
El 3 de octubre de 1678 el presidente del consejo, conde de Medellín, y tres de sus consejeros —Tomás Valdés y los marqueses de Mejorada y Santillán—, respondieron diligentes un decreto del rey Carlos II que mandaba socorrer al indio mexicano Diego de Aguilar. Unos días antes Aguilar se había acercado a la corte del rey con un memorial escrito, que era el mismo que acompañaba al decreto real. Ahí Diego lamentaba hallarse en extrema necesidad. No tenía dinero para regresar a su tierra y sí una pierna de menos. Y es que Diego de Aguilar perdió su pierna sirviendo a su majestad en las galeras del duque de Florencia. Según él —y aquí se nota que los consejeros dudan un segundo, pero no lo expresan de manera abierta—, en el año de 1675 las galeras del duque se enfrentaron con la flota del Gran Turco en aguas del Mediterráneo. No queda claro exactamente cómo perdió la pierna Diego. Solamente se entrevé que fue en la batalla naval o a consecuencia de ella.
El presidente y los consejeros le contestaron al rey que ya tenían conocimiento del asunto. Unos días antes el propio Aguilar había estado en el consejo y se le habían dado 30 reales de vellón como limosna; lo suficiente como para proveerse de comida y cobijo durante un tiempo. Su majestad no había sido informado del asunto puesto que ésa era la cantidad que el Consejo podía ofrecer en estos casos, a discreción y sin pedirle permiso. Los consejeros tuvieron cuidado en enfatizar esto para dejarlo muy en claro. No fuera a ser… Sin embargo, le dijeron al rey que, por el momento, no había posibilidad de embarcar al indio Diego de Aguilar en una flota de regreso a México, a la Nueva España, a su tierra. Ahí termina el testimonio.
Me quedé un rato con los papeles frente a mí imaginando una historia. ¿Qué habría sido de Diego? No lo sabíamos. Los papeles no decían nada más por el momento. Lo imaginé renqueando con su muleta de madera andando por las calles de la villa madrileña llena de cuestas, de subidas y bajadas. A lo mejor se ayudaba con una pata de palo. Lo imaginé escribiendo cartas nostálgicas a la familia que lo esperaba en algún lugar del centro de México. ¿Las habría enviado? Lo imaginé en una taberna junto con otros veteranos de las guerras contra el Gran Turco y de otras de las innumerables batallas que libraba la monarquía española en Europa, contándose anécdotas y emborrachándose con vino rancio. Lo imaginé tendido en un camastro, enfermo, uno de esos días fríos y secos de finales de otoño en Madrid. Lo imaginé morir de pulmonía, solo. Imaginé su tumba, sin seña, en el cementerio de San Juan Bautista de Canillas, donde enterraban a los pobres de solemnidad.
* * *
Durante varios días seguí pensando en el Yndio Mexicano. ¿Quién era Diego de Aguilar y qué demonios había estado haciendo en un barco de guerra como para perder su pierna y acabar pidiendo por ello limosna en la corte de Madrid? Por aquel tiempo decir “mexicano” no quería decir, a fuerzas, ser natural de México como espacio geográfico. Indio mexicano podía referirse, más bien, a un hablante de náhuatl. Podría haber sido mexica, cholulteca o tlaxcalteca. Quizá esto último. Los tlaxcaltecas tuvieron muchos privilegios y fuertes lazos con los españoles durante la colonia. Podría ser. Pero, además, seguramente era un indio de la nobleza, hijo de caciques o principales, un pipiltzin. Si había estado involucrado en hechos de guerra era porque sabía usar armas. Y los únicos a los que se les permitía usarlas era a los indios caciques y nobles, así como vestir a la española y montar a caballo. Además, ellos eran los que podían viajar a la Península, sabían leer y escribir, conocían los vericuetos de la cultura y la política de los españoles.
Se nos aparece de pronto emergiendo mutilado tras una batalla contra el Gran Turco. Luego, pidiendo limosna en la corte, en el Consejo. ¿Era acaso un pícaro como el don Pablos de Quevedo? ¿Un aventurero, un buscón que había llegado a Madrid, no de Segovia, sino de las Indias? ¿Era cierta su historia de batallas y sufrimientos?
No era raro encontrarse con indígenas americanos en el Madrid del siglo XVII. Pero de los que quedaron registro en los documentos y de los que escriben los historiadores eran personas que iban para allá con una tarea muy bien definida. Por ejemplo, conseguir beneficios para sus comunidades frente a las autoridades de la Corona en Indias. Ahí está el famoso indio peruano y defensor de los suyos, Andrés de Ortega Llucon (1646), o el indio tlaxcalteca Julián Cirilo de Galicia y Castilla Aquihualcateuhtle, que era cura y que quería fundar un colegio para indios en la Nueva España (1754). Pero Diego de Aguilar es un caso aparte. Se nos aparece de pronto emergiendo mutilado tras una batalla contra el Gran Turco. Luego, pidiendo limosna en la corte, en el Consejo. ¿Era acaso un pícaro como el don Pablos de Quevedo? ¿Un aventurero, un buscón que había llegado a Madrid, no de Segovia, sino de las Indias? ¿Era cierta su historia de batallas y sufrimientos?
* * *
Traté de encontrar más información sobre Diego de Aguilar, indio mexicano herido en un encuentro contra los barcos de Mehmed IV, a lo largo de los pocos días que me quedaban en el archivo. Búsqueda infructuosa. Fuera de aquel pequeño testimonio la figura de Diego se esfumaba, y esto me molestaba pues había encontrado el hilo de lo que podría ser una historia fascinante si hubiera tenido más documentación en la que apoyarme para contarla. No algo muy grande, quizá un artículo. Pero a todas luces era imposible. Quedaba entonces un personaje a la búsqueda de un novelista de buena pluma que pudiese cambiar algunas cosas, entre ellas, las fechas.
Diego había dicho que el encontronazo fue en 1675 y en octubre de 1678 estaba en Madrid. Las fechas coincidían un poco con otra batalla contra el Turco, acontecida un siglo antes, donde un personaje bastante conocido perdió, no una parte de su cuerpo, sino solamente la movilidad de la mano izquierda. La historia paralela es la de Miguel de Cervantes en Lepanto, cuando se vuelve “el manco” el 7 de octubre de 1571.
En el largo trayecto del vuelo de regreso a México comencé a escribir algunas notas para una novela. Diego de Aguilar seguía siendo un indio mexicano, tlaxcalteca para más precisión, pero nacido un siglo antes. Hijo segundón de uno de los caciques de Ocotelulco, viaja a Madrid como parte de una comitiva que busca afianzar los privilegios de la ciudad de Tlaxcala. Allí pronto se hace amigo de un joven soldado que es capitán del tercio de Miguel de Moncada, quien lo invita a unirse a su compañía. En ese mismo tercio sirve Miguel de Cervantes, pero en la compañía del capitán Diego de Urbina. No se tratan ni se conocen aún ni siquiera de vista, pero embarcan en la misma galera, Marquesa, que los llevará a Lepanto. De unos tiros de arcabuz Diego pierde la pierna y Miguel la movilidad de la mano. Ambos se quedarán varios meses en un hospital de Messina para curar sus heridas. Ahí es donde se hacen amigos. Miguel sana rápidamente. Diego no tanto porque tienen que amputarle la pierna. Miguel se va a proseguir con su vida militar pero promete regresar por él, si Dios quiere.
Dos años después Miguel lleva a Diego a Nápoles, donde estarán hasta 1575. Embarcarán juntos en la galera Sol para regresar a España y serán apresados por el pirata albanés al servicio del Turco, Mami Arnaute, junto con el hermano de Miguel, Rodrigo. Los tres vivirán los cinco años de prisión en Argel. La novela está pensada como una especie de Rashõmon donde los puntos de vista de Diego y Miguel se entralazan con los de un narrador. Al final, Miguel y Rodrigo regresan a Madrid pero Diego se pierde por voluntad propia en el mundo turco otomano. La novela termina en un epílogo cuando Cervantes decide no seguir redactando un capítulo del Quijote donde trata de un indio mexicano que perdió una pierna en una batalla contra las galeras del Turco. Pensó que era inverosímil, que nadie le creería.
* * *
Después de muchos años y varios intentos, finalmente nunca escribí la novela. Porque decidí quedarme con la imagen del Diego de Aguilar del siglo XVII. Ése que no conoció a Cervantes ni peleó en Lepanto. Ése que perdió la pierna en las galeras del duque de Florencia en 1675. Ése que apareció un buen día de octubre de 1678 ante la puerta del Consejo de Indias para pedir limosna y recibió 30 reales de vellón, y que luego fue a suplicarle al rey para que le consiguiera lugar en la flota para regresar a la Nueva España. Ése que me clavó en los ojos su ancestral mirada, triste, al repasar las letras de un papel mal acomodado en el archivo, para luego esfumarse en la nada. ®