Una cita en el IMSS

Atención de primer mundo…

Los agobiantes tiempos para conseguir una cita en la clínica o el hospital del IMSS podrían ser tema de una película tragicómica, aunque en realidad se parece más a una de brutal indolencia kafkiana.

Enfermera enojada. Imagen creada por Meta AI.

Llego por papá a las seis de la mañana. Ya es tarde. Tarde para el asunto al que nos disponemos. Hoy le quitan la sonda que le pusieron hace quince días para que pudiera orinar. La consulta es más por protocolo que para saber un diagnóstico que conocimos por un médico privado, porque, de apegarse a los tiempos del Instituto Mexicano del Seguro Social, todavía viviría en la incertidumbre.

Se hace tarde porque para conseguir atención médica en el IMSS sin una cita debes presentarte temprano y participar en una especie de ruleta absurda. Conforme llegas, dejas tu tarjetón de seguridad social y esperas a que den las siete y treinta de la mañana para que una trabajadora te diga si alcanzas a ser atendido sobre los que ya fueron citados, aquellos que tuvieron que esperar meses para una consulta general y que quién sabe si en ese tiempo no vieron complicada su salud por la burocracia y la sobresaturación del sistema. Absurdo porque a mi padre tenían que quitarle la sonda en quince días, pero no había disponibilidad de citas hasta junio.

Llegamos y la primera piedra en el zapato de lo que se sabe será un laberinto de malas posibilidades la encontramos afuera del hospital. El nuevo IMSS de la ciudad presume de eso: ser nuevo y contar con instalaciones apropiadas y de vanguardia. Es bonito, sí, sobre todo si lo comparamos con el viejo edificio: lúgubre, gastado, carente de aspectos elementales como baños limpios, mobiliario digno y con signos inequívocos del paso del tiempo y escaso mantenimiento. Sólo que quienes construyeron las nuevas instalaciones a las afueras de la ciudad no consideraron dos cosas. La primera, que para muchos derechohabientes la única forma de llegar es en autobuses que comienzan a pasar a cuentagotas a partir de las seis de la mañana. La posibilidad de tomar un taxi se reduce porque es caro debido a la distancia. La segunda, que un lugar que está pensado para dar atención a una ciudad de doscientas mil personas carece de estacionamiento. Miento, lo hay, pero es como si no existiera ya que los cajones están vacíos, y argumentan los de seguridad que son para personas con discapacidad o de la tercera edad. Tiene sentido, como también tiene sentido suponer que un gran porcentaje de los que asisten tal vez no pertenecen a esos sectores y, aun así, por su condición médica, necesitan hacer uso de él.

Para que yo entre un guardia me cuestiona como si pretendiera ingresar al Pentágono. Permite el paso haciéndome sentir que me hace un favor. Alcanzo a papá y me dice que es el séptimo en la fila. Lo dice con alegría porque pudo ser peor.

La falta de estacionamiento hace que quienes van en auto se estacionen en los alrededores, pegados a los puestos de comida, a un lado de las parcelas o a la orilla de la carretera. Papá me pide que lo deje sobre la calle a pesar de que eso representa caminar tortuosamente varios metros.

Busco dónde estacionar el auto. Lo hago a un lado de la carretera junto con otros vehículos, sin la garantía de que en esa recta quienes alcanzan de seguro más de cien kilómetros por hora, no ocurra un accidente.

Papá ya está afuera del consultorio. Para que yo entre un guardia me cuestiona como si pretendiera ingresar al Pentágono. Permite el paso haciéndome sentir que me hace un favor. Alcanzo a papá y me dice que es el séptimo en la fila. Lo dice con alegría porque pudo ser peor. Es optimista aun cuando sabe que no hay garantías.

Son casi las siete y resta esperar.

Llevo conmigo el libro en turno, los cuentos de José Revueltas. Toda la odisea me da para leer casi cien páginas. Papá se sienta frente al consultorio en el último espacio de una banca de metal diseñada para no estar cómodo. Yo encuentro una en el rincón de aquel piso. Además de mí hay un hombre que rondará los cincuenta años. Le acompaña un niño de cuatro o cinco años. El niño está en una carriola y sostiene un teléfono con ambas manos. Ve videos de YouTube que pronto comienzan a irritarme, pues lo hace a un volumen invasivo. De la molestia paso a la lástima al notar que cuando el señor le quita el teléfono el niño comienza a hacer berrinche. Miro hacia donde se encuentran los demás y noto que no despegan los ojos de sus celulares —un hombre incluso después perderá su cita porque no escuchará su nombre por estar obnubilado gracias al teléfono—. Hay una adicción que aún no se evidencia como tal y que pronto será un grave problema de salud mental, si no es que ya lo es; qué triste pensar que aquel niño se suma a la estadística.

Son las siete treinta y la secretaria del área donde me encuentro ha llegado. Del lado de mi padre, nada. El hombre con el niño es el único paciente. De hecho, el niño es el paciente. Lo sé porque el hombre lo baja de la carriola e intenta que se suba a la báscula sin éxito. La mujer intenta convencerlo hablándole de forma cursi. No lo logra. El niño llora, grita, patalea, se baja de la báscula e intenta meterse a lugares donde está prohibido. El padre va detrás de él sin ganas y le habla con un fastidio que en su rostro expresa que no sirve de nada. Entonces llega un hombre corpulento con quien después sabré que es su hijo. Tiene alrededor de nueve años. Toman asiento y, como si se conocieran, comienza a decirle gordito al niño. “Gordito, siéntate… Gordito, aplácate o te van a poner un piquete en la nalga”. Pretende asustarlo y lo logra, sólo que en lugar de calmarse lo altera más. Su hijo se burla del niño sin verlo porque tiene la vista amarrada a su teléfono, parece que en algún videojuego.

Camina lentamente, pareciera que se burla de todos. Lleva una bolsa de la que saca maquillaje, un termo y otros tiliches. Enciende la computadora y después de teclear algunas cosas con los dedos índices de cada mano pide que hagan una línea conforme fueron llegando.

La confianza desmedida me sorprende y pienso que el padre le reprochará al hombre tremenda impertinencia. No lo hace, por el contrario, se suma a la amenaza de la inyección: “Sí, te van a inyectar en la nalga… ya estate quieto”. La única forma de lograr que el niño se tranquilice es con la promesa de devolverle el teléfono. Los hombres comienzan a charlar de nimiedades, el corpulento después cobrará protagonismo porque lo veré haciéndole comentarios igual de impertinentes a otras personas y hasta coqueteándole a la secretaria para que le adelantara su turno, cosa completamente inútil con ese tipo de burocracia.

Son casi las ocho y la secretaria aparece confirmando la imagen estereotipada de los funcionarios públicos. Aunque va tarde camina lentamente, pareciera que se burla de todos. Lleva una bolsa de la que saca maquillaje, un termo y otros tiliches. Enciende la computadora y después de teclear algunas cosas con los dedos índices de cada mano pide que hagan una línea conforme fueron llegando. Veo en papá un poco de tranquilidad, la cual se diluye cuando llega su turno y la secretaria le dice que no ha alcanzado lugar y que debe ir a la unifila. La unifila es el lugar al que mandan a todos los que no tienen cita, así hayan llegado temprano, porque hubo quienes lo hicieron antes que ellos.

Ahora le toca el turno diecinueve. Me mira apenado, como si lamentara que fuésemos a pasar tanto tiempo allí. Le digo que es bueno que ambos estemos de vacaciones porque una visita al IMSS es casi seguro que requiera invertir medio día de la vida. Siendo así, uno se resigna y lo sobrelleva de mejor manera. Complicado es cuando se trata de un día normal y solicitas permiso en el trabajo, así te lo den, uno no se siente tranquilo, es difícil dejar los pendientes que la enfermedad pone en pausa.

Tomamos asiento. Sigo leyendo a José Revueltas mientras a cada rato bajo el libro para mirar lo que ocurre alrededor. Frente a mí está una mujer vestida de pants, calza chanclas con calcetines, lleva las uñas largas y negras; llora. Una lágrima que brilla con la luz del sol se le resbala por la mejilla. Es un llanto que trata de disimular, como si no quisiera que nadie más lo notara.

Al rato veo llegar a Liliana, una compañera de la universidad de quien al principio no recuerdo su nombre. Al hacerlo la busco con la mirada. Pienso en aquellos tiempos en los que íbamos con el grupo de amigos a su pueblo para las fiestas patronales. La pasábamos muy bien y pocas cosas nos preocupaban, además de cumplir con los deberes de la carrera. Liliana no me ve y yo no hago más porque así sea.

La sala de espera va llenándose y apenas son poco más de las ocho. Algunas enfermeras pasan con hieleras, un par monta un pequeño puesto de vacunación, una mujer se para frente a las filas para anunciar que de jueves a sábado no se trabajará, sólo se recibirán casos de vida o muerte. Enfatiza: “de vida o muerte”. Antes de retirarse da los buenos días y nadie le agradece, ni siquiera la miran.

Algunas enfermeras pasan con hieleras, un par monta un pequeño puesto de vacunación, una mujer se para frente a las filas para anunciar que de jueves a sábado no se trabajará, sólo se recibirán casos de vida o muerte.

Llega un preso esposado de manos y piernas. Lo escoltan dos policías con armas largas. Es un hombre mayor, de mirada serena. No me parece un criminal más allá del estigma del traje naranja que atrae la atención de todos. Pienso en cuál será su crimen, de cuántos años será su condena, qué enfermedad padecerá que no puede tratarse con los servicios médicos de la prisión. Pienso en si él, aunque esté en un hospital y vigilado, agradece salir del encierro.

Dejo el asiento y le digo a papá que daré una vuelta por el lugar. Primero voy al mapa de ubicación donde la señalética indica el área de farmacia, consultorios, radiología, emergencias, baños, servicios preventivos, área de traslados, salón de usos múltiples y sala de lectura. ¡Ah chingá!, ¿sala de lectura? Es a donde me dirijo primero. Me emociona la posibilidad de encontrarme con un pequeño espacio para ponerme a leer, también me intriga qué hace una sala de lectura en un hospital como aquel donde a veces no pueden ni con los servicios básicos del giro. Decepcionado, veo que es apenas un cuarto con una mesa, computadora y un librero con vamedécums. Adentro hay una joven, quien asumo es residente, ni siquiera me molesto en preguntar si el espacio es público o sólo para el personal médico. Por los pasillos hay muchos periódicos murales sobre aspectos de salud: del cuidado de la diabetes, invitaciones a chequeos anuales, la importancia de la salud bucal. La información, seria por naturaleza, pierde un poco de formalidad por la manera en que está presentada: con recortes de revistas y periódicos, letras y dibujos infantilizados como suelen usar los docentes de primaria para anunciar, por ejemplo, la llegada de la primavera. ¿Quién tendrá a su cargo esta labor?

Voy a los baños y, oh, sorpresa, ¡están limpios! Mis recuerdos de uso de un baño de hospital público eran de fuera de servicio o escenario de película de terror. Agotada la exploración, vuelvo con mi padre y me quedo de pie a su lado, mi lugar pronto se ocupó.

Afortunadamente la unifila parece ser más ágil que su consultorio. Los dieciocho pacientes previos son canalizados rápidamente. Se escucha su nombre y somos enviados al consultorio cuatro. Nos recibe una doctora que apenas si nos mira. Comienza a revisar su expediente y le hace preguntas. En unos minutos entra en escena otra doctora, quien por su porte y presencia descubrimos que es la oficial. La primera es una pasante que la asiste, quien se supone realiza el preámbulo, aunque vuelve a realizar las mismas preguntas. Después de diez minutos, sin ponerle una mano encima a mi padre, nos pide ir por medicamento y a sacar citas a las áreas de especialidades correspondientes. Podríamos salir de allí frustrados, si no ocurre así es porque papá ya fue a un médico externo, se hizo los estudios y compró las medicinas que, descubriremos, no hay en la farmacia. De lo contrario se corría el riesgo de que en la espera la enfermedad se agravara. ¿Qué pasa con la gente que no puede darse ese lujo? Maldita la espera que forma parte de la enfermedad.

La sonda que debían quitarle en urgencias decidimos que lo hiciera un externo. La fila es enorme y lleva un papel que indica que su emergencia no es urgente. Y no lo es. Volvemos a casa hablando de que nos fue bien, cosa de suerte. No tendría por qué ser así. Da coraje —perdonen que me ponga político— que el gobierno se aferre a comparar los servicios médicos públicos con países del primer mundo, por supuesto que no son así. ¿Cuántos de los allí presentes no corrieron con la misma fortuna que papá? ¿Cuántos asisten con enfermedades que ameritan atención importante e inmediata y reciben paracetamol?, porque parece es el único medicamento que son capaces de proveer.

Cambiamos pronto la conversación, nos preguntamos si siendo casi las once de la mañana aún alcanzaremos bolillos para el desayuno. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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