Una tarde de miércoles…

¿Quién era la mujer que llamaba a la mamá de cuatro pequeños para advertirle de que su marido estaba con otra? ¿La secretaria de la mueblería? Como todo volvió a la normalidad, quizá nunca se llegue a saber…

El motel de la calle Negrete.

En cuanto colgó el teléfono su cara se transfiguró. Gritó: “¡Niños, suban a la camioneta, que tenemos que ir a un mandado!” Apurada, nos encaminó al carro y, una vez que nos empacó a todos,  salimos de la casa a toda velocidad.

En un instante llegamos a esa colonia más o menos nueva, llamada Nueva Vizcaya, en donde estaba nuestro colegio, no lejos de casa. Muchas veces mi hermana y yo la habíamos recorrido al salir de la escuela para visitar a nuestras amigas.

La calle más importante es una amplia avenida llamada Negrete, llena de pinos añejos situados a ambos lados, que corre de este a oeste. Al norte se ubica un motel tan viejo como los árboles,  llamado Pancho Villa, y hacia el lado sur se extiende el caserío.

Esa tarde era temprano, tal vez alrededor de las cinco. Nosotros deberíamos estar en casa haciendo la tarea, pero en  lugar de eso andábamos con mi mamá viéndola manejar frenéticamente, dando vueltas al volante a manotazos, recorriendo calle por calle, mientras mis hermanos preguntaban a dónde íbamos y ella, con expresión desencajada, no contestaba.

Laura y yo, cautelosas, no decíamos nada, íbamos atentas porque sabíamos que algo grave estaba pasando. Mi hermana, dos años menor, parecía siempre tranquila, aunque según mis papás la fiesta la llevaba por dentro. Ella no expresaba nada o tal vez ni siquiera me fijé en qué cara puso, porque ya tenía suficiente con lo enojada que mi mamá se veía para poner atención a algo más. Los niños, de siete, seis y cinco años respectivamente, sólo parecían inquietos y aburridos por estar encerrados en el coche.

Siempre que mi mamá se ponía rara no decíamos ni pío, no fuera a ser que la tomara contra nosotras. Era tiempo de guardar silencio y hacer que los niños no la molestaran, para no hacer más grande el problema.

Mi papá había dicho que iría a jugar golf, como todos los miércoles, y volvería por la tarde, casi al oscurecer, para llevarnos a dar una vuelta al parque. Esto se había convertido más o menos en una costumbre. Llegaba aproximadamente a las ocho de la noche y después de merendar nos subían al carro y nos llevaban a pasear, alrededor del parque Guadiana. Dicho sea de paso, ésta era la única área verde de mi ciudad natal, llena de fuentes, jardines con juegos infantiles, columpios, resbaladillas, sube y bajas, así como un lago artificial con patos, a los cuales se podía alimentar con migas de pan que se compraban allí mismo.

Rara vez detenían el coche y nos dejaban gozar de los juegos, pero siempre era un placer mirar los enormes sauces llorones, los pinos y los álamos meciéndose al pasar el viento por sus ramas.

En las calles aledañas se encontraban las casas más bonitas y grandes de la ciudad, y para nosotros resultaba un paseo hermoso y plácido porque no había ruido ni camiones contaminando con sus gases.

Lo único que se escuchaba al oscurecer era el alboroto armado por las aves al acomodarse en sus nidos para dormir.

En una familia con seis niños es difícil lograr que se aquieten los ánimos temprano para ir a dormir. Podíamos armar más revuelo que los pájaros en los árboles si nos llegaba el segundo aire. La noche invitaba a otro tipo de diversiones, como contar historias de terror, y la hora de dormir se podía postergar indefinidamente.

Llevarnos al parque era matar dos pájaros de un tiro, mis padres descansaban del ajetreo diario y los niños solíamos regresar dormidos. Se ahorraban la guerra que dábamos antes de ir a la cama, porque nunca faltaba el que todavía tuviera la energía para seguir jugando, o empezaban las cosquillas y las risas. En una familia con seis niños es difícil lograr que se aquieten los ánimos temprano para ir a dormir. Podíamos armar más revuelo que los pájaros en los árboles si nos llegaba el segundo aire. La noche invitaba a otro tipo de diversiones, como contar historias de terror, y la hora de dormir se podía postergar indefinidamente. En esas ocasiones mi papá se levantaba enojado y, con cinto en mano, nos gritaba que ya nos pusiéramos en paz  o nos pondría una buena tunda. Y sabíamos que hablaba en serio.

Aquella tarde del miércoles, después de varias vueltas, por fin se le prendió el foco a mi mamá y nos metimos al estacionamiento del motel.

Inmediatamente lo vimos. Allí estaba el carro de mi papá, un flamante mustang del año, color verde pálido, que acababa de comprar, con el que —según mi mamá— se creía más galán que nunca, especialmente porque todavía estaba delgado, era bien parecido y económicamente le iba muy bien.

Eran los mejores tiempos de su negocio, la mueblería.

Lo acomodó bajo una hilera de pinos que daban una sombra generosa, de manera que, hasta cierto punto, estaba camuflado por el entorno.

Traía su equipo de golf y todo, no había lugar a dudas de que era su carro porque su bolsa de golf era inconfundible.

Mi mamá, con todo y sus siete meses de embarazo, se bajó, lo  revisó por todos lados para cerciorarse de que efectivamente era su coche y después volvió a la camioneta.

Seguramente en la cabeza de mi madre retumbaba lo que la persona le había dicho por teléfono —quien le dio la dirección exacta—, porque en ese momento nos dirigimos no a la administración del motel, sino a una casa específica de la colonia, ubicada en una de las calles perpendiculares a la avenida Negrete.

No era raro que mi mamá recibiera este tipo de llamadas.

Muchas horas se la pasaba elucubrando quién podría ser esa “alma caritativa” que intentaba ayudarla para que le pusiera rienda firme a mi padre. Muchas veces pensó que era Susy, su propia  hermana, quien podría satisfacer ampliamente su envidia,  sabiendo que mi madre haría el coraje de su vida. El solo imaginarla enloquecida de celos y de ira arremetiendo contra mi papá podría hacerla feliz.

Otra posible explicación era que alguna otra amante de él, como, por ejemplo, Margarita, una empleada nueva de la mueblería a quien mi mamá apodaba “la Nálgara”, estuviera al tanto de las travesuras de mi padre con las otras y se diera a la tarea de poner la escopeta en manos de mi madre para que cobrara venganza en su nombre.

Todas estas explicaciones no dejaban de tener un grado de inteligencia maquiavélica, que dudo mucho de que las personas involucradas poseyeran, pero mi madre era así, las ideas se le iban enredando de tanto darles vuelta día y noche.

Volviendo a la tarde del miércoles, la casa a la que llegamos estaba pintada de color rosa, con cochera para un solo vehículo. Una verja de barrotes blancos sencillos permitían ver el pequeño jardín del frente y un ventanal que seguramente daba a la sala del lado izquierdo, y en el lado derecho de la casa al fondo de la cochera estaba la puerta de ingreso y una pequeña ventana, que supuse era de la cocina.

Mi madre estacionó la camioneta en la acera de enfrente, ordenó que nadie se bajara, fue a tocar la puerta y a dar de gritos llamando a mi papá, que no fuera cobarde, que saliera y la enfrentara, que ya sabía que estaba ahí y que ésta era la última vez que le veía la cara de tonta.

Por más que zarandeó y golpeó la verja, nadie abrió.

De repente, vi a mi papá correr por la azotea, brincando hacia las otras casas, medio agachado, escondiéndose detrás de los tinacos de agua de los vecinos, para no ser visto por mi mamá.

Me dio la impresión de que se oyeron ruidos dentro de la casa, voces quedas y remolino de triques. De repente, vi a mi papá correr por la azotea, brincando hacia las otras casas, medio agachado, escondiéndose detrás de los tinacos de agua de los vecinos, para no ser visto por mi mamá, que estaba parada en la banqueta loca de rabia.

Seguramente ella no lo vio, porque desde esa perspectiva no se veía, pero la camioneta estaba estacionada enfrente y yo sí lo vi con toda claridad.

Mi madre siguió gritando a voz en cuello, mientras la gente que pasaba por la calle se le quedaba mirando y nosotros, adentro del carro, asustados, sin saber qué hacer.

No dije que lo vi escaparse por la azotea. No tuve palabras. Fue un shock caer en la cuenta de que mi papá era un mentiroso, un fraude. Tampoco la situación se prestaba para que dijera nada, no sé qué hubiera pasado si le hubiera dicho a mi mamá lo que ví.

¡Allí mismo le hubiera dado el soponcio!

Tampoco parecía importarle mucho nuestro sentir o nuestra opinión como hijos. Mi mamá nos llevó para que de una buena vez nos diéramos cuenta de la clase de persona que era mi papá. Al menos era esa su venganza contra él.

Y funcionó.

Hasta esa fecha mi admiración por él era inmensa, no había problema que él no fuera capaz de resolver. Creía que era un hombre honesto y trabajador y, definitivamente, lo había tomado como modelo del tipo de esposo que quería tener cuando fuera mayor.

Todo se desmoronó.

No sé quiénes se dieron cuenta de que mi padre estaba en una casa ajena y había salido huyendo por la azotea, porque nadie dijo nada.

Sabrá Dios por dónde se bajó y cómo fue que llegó a la mueblería.

Me lo imaginé atolondrado, sin saber por dónde salir, tal vez escondido detrás de algún tinaco, esperando a que mi mamá desistiera de su intento de hacerlo salir para luego bajar corriendo por la misma casa en la que se encontraba, puesto que cualquier otra persona del vecindario se asustaría enormemente si un hombre apareciera repentinamente en su azotea pidiendo permiso para salir a la calle. No se me ocurre qué pretexto puede inventar una persona en esas circunstancias. O tal vez sí, algo como “Perdone, soy su vecino, me subí a arreglar el flotador del tinaco y el aire me cerró la puerta del patio, ¿me daría permiso de salir por aquí?”, poniendo cara de santo en apuros. ¡Sí, seguramente podría inventar ese o cualquier otro pretexto! Si alguien tenía la inteligencia y la habilidad para improvisar soluciones, era él.

Lo del carro era fácil, podía tomar un taxi o un ruletero de los que constantemente pasan por las avenidas principales de la ciudad, y la mueblería no estaba lejos.

El asunto es que no recogió su carro, lo dejó estacionado en su escondite, mientras nosotros regresamos a la casa con mi mamá en estado de shock.

No sé cómo pudo manejar.
Laura y yo tratamos de calmarla. Milagrosamente no nos estrellamos en alguna esquina.

Cuando llegamos a la casa ya nadie preguntaba nada, los niños, normalmente gritones e inquietos, estaban callados, mientras mi mamá se metía a su recámara presa del llanto y la desesperación.

Al cabo de un rato empezó a ponerse morada, como si se estuviera asfixiando. Se quedó paralizada con los músculos del cuerpo tan tensos que se le torcieron manos y pies, y la espalda se le arqueó. Nomás faltó que le saliera espuma por la boca para que pareciera que estaba poseída por el mismo demonio.

Entonces sí nos entró pánico.

Corrimos a llamar a la mueblería para ver si ya estaba mi papá allí, afortunadamente ya había llegado. Le dijimos lo que estaba pasando y en un suspiro llegó a la casa.

Se comportó como si no hubiera pasado nada, como si fuera la persona más inocente del mundo. Asustadas, le dijimos que mi mamá estaba mal, que la llevara al hospital porque se podría morir.

Todo entre llantos e insultos, mientras mi papá, callado, se mantenía calmado diciendo que no era él, que siempre había estado en la mueblería, que mi mamá estaba loca y que no inventara cosas porque asustaba a los niños, que se controlara…

Cuando ella lo vio explotó otra vez en gritos y llantos, que ya no aguantaba más esta vida que le daba, que era el hombre más  malvado del mundo, mentiroso, perverso… Todo entre llantos e insultos, mientras mi papá, callado, se mantenía calmado diciendo que no era él, que siempre había estado en la mueblería, que mi mamá estaba loca y que no inventara cosas porque asustaba a los niños, que se controlara, que no había pasado nada.

Mi mamá lloró todavía mucho rato. Mi papá se quedó con ella, le preparó un té, le dio una pastilla para los nervios y le dijo que se calmara, que ella era la única en su vida, que no quería a nadie más.

Le prometió que todo iba a estar bien, que lo que le habían dicho era mentira.

Luego no sé qué más pasó porque nos echaron a todos los niños afuera del cuarto y se quedaron largo rato solos en silencio, como durmiendo. Al día siguiente llegó mi papá con un precioso juego de aretes y, para reforzar las promesas de amor, ese fin de semana nos llevó a todos a Mazatlán.

Nos quedamos no dos días, sino toda la semana, aunque hubiera clases en la escuela. Ninguno de los niños protestó por las inesperadas vacaciones.

En Mazatlán todo volvió a la normalidad, mis padres se la pasaron todo el tiempo juntos. Nos llevaron a comer a diferentes restaurantes, gozamos de la playa y el mar por las mañanas y por las tardes nos llevaron a la plaza de armas a comer helado y a pasear en coche por el malecón.

No creo que haya en el mundo un lugar más hermoso y lleno de paz que esta inmensa playa blanca y suave de Mazatlán, que tantas veces nos arrulló con sus olas en tiempos de tormenta.

Mis hermanos y yo nunca hablamos de lo que pasó aquel día afuera del Pancho Villa. Una cosa sí cambió en mí: ya no quería yo, cuando creciera, casarme con un hombre honrado y trabajador como mi papá. Ahora él se había convertido en un modelo de lo que no  deseaba encontrar en mi vida futura, un hombre mentiroso y mujeriego.

Desgraciadamente, como el demonio siempre anda haciendo de las suyas, eso fue precisamente lo que me fue a tocar.

Pero ésa ya es otra historia. ®

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Publicado en: Narrativa

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