Una versión distinta del rey Arturo

El rey Arturo de Hartmann y el Imperio del Tránsito

Para el número 433 de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica de enero de 2007 tuve un fuerte dilema en cuanto a mis preferencias literarias: favorecer un ensayo de René Guénon acerca del Demiurgo o un reportaje sobre un libro incunable que recién se había descubierto.

En particular, me atraía más el reportaje porque se trataba de un libro que presentaba una versión muy diferente del rey Arturo con respecto a las conocidas hasta ahora. En cuanto al ensayo sobre el Demiurgo, era un texto seductor por dos razones: en primer lugar se trataba de un inédito en castellano y estaba escrito con una claridad que, desde la perspectiva editorial, representaba un atractivo y ventaja extras, dado que los textos sobre este tema suelen estar redactados o traducidos de manera poco clara.

En el Consejo Editorial optamos por publicar el ensayo. Conversé con algunos colegas y todos coincidieron en la espléndida traducción lograda por Antonio Guri y P. Vela. Alguno de ellos agregó que la pertinencia del ensayo en comparación con el reportaje era mayor y que también guardaba mayor coherencia con los trabajos de los otros colaboradores.

En fin, me quedé con cierta molestia por no publicar el reportaje.

El incunable inédito es de principios del siglo XIII y narra una versión exageradamente distinta de la vida del rey Arturo. El asunto es de sumo interés, pero también muy discutido por algunos filólogos de la cultura celta y especialistas del ciclo artúrico, como Victoria Cirlot y Jean Markale, respectivamente. El libro introduce nuevos elementos y escenarios, pero conserva los mismos actores —aunque algunos de ellos con diferentes roles— con respecto a las versiones conocidas de Geoffrey de Monmouth, Chrétien de Troyes y sir Thomas Mallory, que son los divulgadores más conocidos y reconocidos de la saga artúrica.

El autor de esta versión es Hartmann von Aue, de quien se conocen varios libros de aventuras, entre las que se encuentran las épicas Erec e Iwein, referentes al ciclo artúrico; sin embargo, lo más importante de este hallazgo es la forma en que fueron escritos: más de tres mil versos pareados en octetos dodecasílabos. Éstos no vieron la luz hasta que un coleccionista de textos antiguos, Wilhem R. Kyburg, donó su biblioteca a la Universität Augsburg en el 2000. El documento inmediatamente pasó a formar parte de los más de mil doscientos libros incunables que integraban la colección histórica de la biblioteca central de esa universidad.

Como todo documento controvertido, en este libro muchas cosas son difíciles de aceptar, pero se cree que fue un pedido especial de la Casa Zähringer, que fue mecenas de Hartmann. Esto explicaría el porqué todos los folios están sellados con el águila negra, blasón de esta importante familia entre los siglos XII y XIII. Esta casa se asentó en la parte norte de lo que hoy es Suiza y hace frontera con el sur de Alemania, región, según se sabe, habitada por la familia Kyburg, en las inmediaciones de la Universität Augsburg.

Según el autor del reportaje, Rudolph G. Müller, los versos y su organización en octetos dodecasílabos son raros para la época y lo dotan de una belleza literaria inigualable —realmente son bellos—; no hay traducción al castellano.

Los versos cuentan una parte de la vida de Uther Pendragon, cuando viajó a Tierra Santa y luego hacia el Oriente; permaneció fuera de su hogar entre trece y catorce años. A su regreso sedujo a Igraine y fue concebido Arturo. Pendragon regresó acompañado por un mago oriental. Hartmann no mencionó su nombre. Fue conocido en Bretaña con el nombre de Merlín.

Los versos cuentan una parte de la vida de Uther Pendragon, cuando viajó a Tierra Santa y luego hacia el Oriente; permaneció fuera de su hogar entre trece y catorce años. A su regreso sedujo a Igraine y fue concebido Arturo. Pendragon regresó acompañado por un mago oriental. Hartmann no mencionó su nombre. Fue conocido en Bretaña con el nombre de Merlín.

Arturo tuvo una infancia relativamente tranquila hasta los siete años, edad en la que Merlín lo tomó como aprendiz con la anuencia y orgullo del mismísimo Uther. Maestro y aprendiz se retiraron al bosque, nadie supo lo que el mago oriental le enseñó al joven y futuro rey.

Cuando cumplió trece años ambos regresaron; Uther estaba muriendo. Ahí estaban, alrededor de su lecho, su esposa Igraine y Morgana; esta última producto del primer matrimonio de Igraine. Por alguna razón que el autor no explicita ella parece envidiar u odiar a Arturo. Era nueve años mayor que él y dotada de una exquisita y dorada hermosura.

Muerto Uther, el trono le correspondía por derecho a Arturo, pero aún era muy joven e inexperto. Habría que enseñarlo, educarlo para ser rey. Los estudios con Merlín se suspendieron. Se convocó a varios caballeros de la guardia personal de Pendragon para adiestrarlo. Esto hizo rabiar a Merlín.

El rey Arturo, perteneciente a una estirpe real, no tardó en mostrar sus habilidades con la espada y la lanza; recién cumplidos los catorce, tenía ya el físico de un adulto. Aun con todo el placer que le causaba ser admirado y enseñado por los mejores caballeros del reino, él seguía extrañando los estudios con Merlín.

Por su parte, parecía que la hostilidad de Morgana hacia Arturo iba desapareciendo con la cercanía y con los años. A sus veintitrés y a pesar de su gran belleza, ningún príncipe le había propuesto matrimonio, situación que la inquietaba. Sin embargo, tenía un secreto bien guardado: estaba enamorada de Arturo, mas no podía amarlo.

Un día hubo una fiesta que duró tres días y tres noches; se bebió mucho vino; se mataron cientos de puercos y borregos; mujeres, muchas mujeres, las más bellas de los alrededores. Es verdad que fueron años en donde hubo pobreza, vejaciones, injusticias, pero eran las excepciones; sobre todo hubo gente con esperanza. Uther se caracterizó por haber sido un rey indulgente, astuto y generoso; el pueblo esperaba aún más de su nuevo monarca. Esa fiesta empezó a signar el final de una época. Fue ahí cuando Arturo miró por primera vez a Morgana como mujer y ya no como su media hermana; fue prudente y no hizo nada.

Como fue una época de paz, Arturo se transformó en un administrador más que en un caballero. Al poco tiempo Igraine falleció y Morgana se convirtió en su consejera más influyente. Gracias a su experiencia, ambición y apelando a su enorme belleza, Morgana no tardó en enamorar al joven rey.

Se amaron durante muchas noches; nadie decía nada, pero todos lo sabían. Entre tanto, Merlín había decidido desaparecer de Camelot y se había refugiado en el bosque. Pronto una enfermedad asoló a todos los reinos; los pobladores decían que se trataba de una maldición, de un conjuro de Merlín. Siguió una hambruna como no se había visto en cientos de años. Murieron miles de hombres, mujeres y niños.

El rey, embelesado entre los brazos y las piernas de Morgana, estaba abstraído de la desgracia, hasta que Lancelot le reclamó su indolencia ante la desgracia de sus súbditos. Fue tan enérgica y terrible la increpación que Arturo reaccionó y en una noche otoñal, fría y oscura, se vistió de su armadura, dispuesto a ir al bosque a encontrar a Merlín para que le aconsejara cómo solucionar la enfermedad y hambruna desatadas sobre su reino.

Esto enfureció a Morgana como nunca antes. Arturo tomó a Excálibur de su pedestal y, antes de envainarla, su amante voló hasta él desde la parte alta del castillo, se interpuso en su camino y pronunció un encantamiento. Él se quedó impávido, desconcertado; creyó recordar algunas palabras pronunciadas, pero ¿cómo es que Morgana las conocía?

Ésta soltó un tremendo golpe y con su brazalete dorado partió a Excálibur por la mitad. Tronó el cielo; segundos después, el reino se iluminó por un instante; el relámpago resumió la suerte de Cámelot: la época de la luz y la paz había pasado y seguiría una etapa de oscuridad ancha y profunda.

El rey, embelesado entre los brazos y las piernas de Morgana, estaba abstraído de la desgracia, hasta que Lancelot le reclamó su indolencia ante la desgracia de sus súbditos. Fue tan enérgica y terrible la increpación que Arturo reaccionó y en una noche otoñal, fría y oscura, se vistió de su armadura, dispuesto a ir al bosque a encontrar a Merlín para que le aconsejara cómo solucionar la enfermedad y hambruna desatadas sobre su reino.

Cayó de rodillas, vencido al ver su espada partida. La mítica y poderosa Excálibur rota. Lo más inquietante es que ni siquiera había ocurrido en combate, por una causa noble y caballeresca, sino en un ambiente poco propicio para un rey. Levantó con lentitud el pedazo desprendido; metió a Excálibur en una bolsa de piel, montó su caballo y salió del castillo a toda velocidad. Morgana lo vio alejarse con una sonrisa, como si todo hubiera sido parte de un plan. Ahora se descubría ante sí misma sintiendo la misma aversión de antes hacia Arturo; extrañamente y con los años, su odio adquirió una forma sutil parecida al amor. Se sentía satisfecha con ella y la sumió a cabalidad.

Arturo cabalgó durante horas; se dio cuenta de que ya debería haber amanecido, estar en el bosque cerca de Merlín. ¡Pero no!, estaba cabalgando en una bruma blanca que no le dejaba reconocer la parte del reino en donde estaba. Se detuvo y empezó a caminar con el afán de intentar explorar más de cerca el sitio en donde se encontraba.

Gritaba el nombre de Merlín una y otra vez. No se asustó, las tinieblas no lo amedrentaron y siguió internándose en esa espesura blanca bajo esa noche inexorable. El mago le habló, pero la voz provino de todas direcciones. Le dijo cosas en una lengua desconocida para el rey. Pronto, éste empezó a entender lo que el mago expresaba. Una vez que entendió por completo lo dicho por la voz ubicua el mago del Oriente apareció ante él.

Desesperado, le preguntó el porqué de su tardanza en aparecer, también sobre las posibles soluciones para las calamidades de su reino. Merlín pareció no escucharlo porque empezó a hablar sobre algo que vino a buscar a Occidente desde hacía años. Le reveló el motivo por el que en realidad acompañó a su hechizado padre desde tierras tan lejanas hasta su reino: romper sus ataduras del Demiurgo. Para lograrlo, recurrió a la teúrgia. Un espíritu le reveló que para lograrlo tendría que obtener el poder del primer hijo varón de un rey de Occidente que pronto visitaría su morada.

El mago oriental fue paciente, esperó por años, acaso décadas, hasta la llegada de Uther.

Lo más perturbador fue cuando le hizo saber a Arturo lo que necesitó de él: el poderoso amor manante de su ser. De nada servía su sabiduría y su experiencia si no los completaba un poder que no halló en su interior, lo cual lo frustró por décadas. ¿Cómo era posible que el Universo no lo haya dotado de la porción de amor indispensable para su liberación, para volverse a reunir pneumáticamente con la Unidad? Acabar con esa distinción ilusoria que lo atormentaba desde que se había percatado de que sólo existía el Universo y lo demás eran una serie de desdoblamientos aparentes que mantenían atadas a las personas: el Demiurgo.

Necesitó a Arturo y con ayuda de Morgana lo llevó hasta ese brumoso y oscuro lugar que el mago llamaba “camino a la infinitud”. El rey lo cuestionó sobre el porqué Morgana conocía sus encantamientos. Merlín le dijo que también la educó a ella, por si las cosas se complicaban con él.

En realidad la conversación entre Arturo y Merlín fue un encantamiento. Arturo estuvo perdido en algún lugar que sólo compartían ellos, cerca de la perfección unitaria a la que aspiraba el frustrado mago. Éste parecía gozar cada vez que respondía las preguntas de Arturo, y es que esa conversación fue una distracción pues en realidad sirvió para seguir consumiendo la vida y el amor de Arturo. Para él habían pasado unas cuantas horas desde que salió de su castillo; en la vida real habían transcurrido veintidós años.

Morgana fue cómplice de Merlín en todo esto. Ella quiso embarazarse de Arturo, pero no pudo. Así que a los pocos días de la desaparición del rey ella contrajo nupcias con un príncipe al que solía manipular. Quedó preñada de éste. Su hijo ahora podría ser rey. Al nacer Mordred fue proclamado rey de Cámelot por derecho parental.

El reinado de este joven superó al de Arturo. Asumió la corona a los trece años y desde el principio se destacó por su gallardía, sabiduría e inteligencia, virtudes con las que supo rescatar a su reino y los aledaños, sin la necesidad de buscar ayuda como hubo hecho Arturo.

Las aventuras de Mordred en este libro —me refiero a la búsqueda y lo que hay en torno del Cáliz—, son las que corresponden a Arturo en los libros de Monmouth, de Troyes y Mallory. Los demás personajes y circunstancias permanecen igual, salvo Arturo, Merlín, Morgana y Lancelot.

—En esta parte, mientras me imagino la trama, pongo en el minicomponente el Parsifal de Richard Wagner.

Entre tanto, el rey Arturo intentaba huir de ese lugar, no quería seguir escuchando en su mente lo que su antiguo y ahora aborrecido maestro le acababa de revelar. Montado en su corcel, cabalgó y sintió atravesar largas distancias, pero la bruma seguía. Se detuvo porque su caballo quedó agotado. Se paró frente a un hermoso lago, pero lo distrajo la aparición de Merlín. Éste le dijo que podría devolverlo a la realidad si le ayudaba a obtener lo que le faltaba. Ya no se trataba del amor, el cual se lo había arrancado paulatinamente durante esos veintidós años en la bruma. No sólo su amor, sino el que habría generado en reciprocidad con su pueblo, al amparo de su justo reinado. Lo que el mago quería de Arturo era su cuerpo.

Lo hizo mirar su reflejo en el lago y Arturo vio con tristeza que ya no era el joven que había partido de Camelot. El mago intentó disuadirlo haciéndolo entender que no tendría caso regresar, que ya existía un rey que había reinado mejor de lo que él podría haberlo hecho; que si le permitía entrar en su cuerpo, ambos romperían las ataduras del Demiurgo y sentirían la ascensión hacia la unidad con el Universo. Pero la naturaleza de Arturo era otra, no la de un iniciado.

Retó a Merlín para que le respondiera por qué quería su cuerpo si él siempre había aspirado a la perfección por medio del ser pneumático; que era una contradicción pasar de un ser psíquico a un ser pneumático, y luego regresarse; que no había lógica en todo eso. Merlín replicó que era una forma de compensarlo por los años arrebatados.

Las aventuras de Mordred en este libro —me refiero a la búsqueda y lo que hay en torno del Cáliz—, son las que corresponden a Arturo en los libros de Monmouth, de Troyes y Mallory. Los demás personajes y circunstancias permanecen igual, salvo Arturo, Merlín, Morgana y Lancelot.

Esa respuesta tocó el corazón de Arturo, pero sólo para enfurecerlo. Rebatió lo dicho por Merlín, le dijo que en realidad se había quedado solo en el mundo y tenía miedo de permanecer así por tiempo indeterminado. Fue enfático al indicarle que no había sabido transitar armoniosamente del ser psíquico al ser pneumático, y ese fracaso intentó subsanarlo con una errónea interpretación de la teúrgia practicada con antelación, en la que un espíritu le dijo que siguiera al rey de Occidente. Merlín sabía perfectamente que Arturo tenía razón, y sentía esas palabras como dagas en su corazón.

El rey continuó cuestionándolo, le reiteró varias veces que se había quedado a mitad del camino, que por más que quisiera engañarse no había estado cerca siquiera de ser un verdadero pneumático. Merlín tenía, en efecto, tremendo miedo de quedarse solo en esos páramos terrenos donde se encontraban ahora. Merlín desapareció. Arturo se acercó y se asomó a buscar indicios de su reflejo en el lago.

Mientras tanto, en Camelot, Morgana esperaba el regreso de su hijo, que según los bardos había logrado encontrar finalmente el Cáliz. De pronto, sintió un tremendo dolor en su corazón, producto de un fuerte impulso de desamparo que la orilló a refugiarse en su habitación. Buscó el espejo de su recámara que en realidad era una ventana mágica al pasado que ella y Arturo habían tenido en esa misma habitación. Miró con ternura y nostalgia los momentos en los que se amaron, más de veinte años antes. En el fondo lo que extrañaba de esa relación era el control político y sexual que ejerció sobre Arturo. Manipular fue el más exquisito sentimiento que pudo experimentar en toda su vida hasta ese entonces; cuando nació Mordred cambiaron algunas cosas y el amor por su hijo la hizo cambiar, pero también olvidar la manipulación por medio de la cual logró que su hijo accediera a la corona.

Mordred en sus decisiones fue tan certero como inquebrantable, por lo cual ella nunca pudo manipularlo. En él renació gran parte de lo que ella y Merlín arruinaron en Arturo.

Morgana no entendía por qué lloraba tanto, por qué extrañaba tanto, por qué sentía tanto en su corazón después de más de 20 años. De repente, sintió cómo unas ataduras en su corazón se iban rompiendo una a una. El espejo se ennegreció y vio la cara furiosa de Merlín írsele encima; al apartarse tropezó con un banco y cayó al suelo. El espejo se quebró por completo y desde el suelo ella vio su reflejo, cientos de Morganas diminutas, borrosas y lejanas tiradas en el suelo.

En ese mismo momento, muy lejos de ahí, Arturo buscaba su reflejo en el lago apacible e inmanente, pero no encontraba nada, ningún reflejo; tuvo un vértigo, varias sensaciones lo invadieron; primero una profunda tristeza, luego un sentimiento de culpa, de autodestrucción. Le vino una furia terrible y finalmente un cansancio. Al cabo de unos minutos Arturo había olvidado esos desalojos humanos y nuevamente empezaba a repetir esas sensaciones y emociones.

Así permaneció unos minutos, sintiendo y olvidando, era incapaz de obtener un aprendizaje de lo revelado por Merlín y de su pasado. Súbitamente, mientras la superficie del lago volvía a la calma, después de que las lágrimas del rey lo hubiesen alterado, un reflejo se fue definiendo en esa superficie oscura y líquida. ¡Oh, decepción!, no era suyo sino el de Merlín que con su mirada penetrante intentaba vulnerar su individualidad, su intimidad. El rostro del mago se le acercó, pero Arturo reaccionó y sólo agarró su bolsa de piel y la lanzó hacia la terrorífica cara del mago. Se escuchó que algo estruendoso entró en el lago, la imagen de Merlín desapareció y todo tardó en regresar a la calma límbica de esa oscuridad, de esa bruma y de ese lago que parecía no reflejar al mundo concreto y sus elementos.

Instantes después, Arturo se percató que había lanzado a Excálibur, que ahora sí había perdido para siempre la posibilidad de recuperar su reino. Se empezó a cuestionar para qué regresar, con qué propósito. Repitió la catarsis emocional y sensitiva, pero mientras lo hacía un punto de luz emergió a mitad del lago e iluminó todo el escenario. Arturo miró a unos metros de distancia a Merlín tocando las paredes de lo que parecía ser una caverna. Lucía desesperado, tratando de encontrar algún borde, algo en especial: una clave. Se acercó lo tomó del hombro y al verlo de frente se espantó porque Merlín no tenía ojos y parecía no reconocerlo, dado que inmediatamente se volteó y continuó con su búsqueda.

El rey Arturo nunca fue un caballero andante ni un iniciado a cabalidad; entendió ambos lenguajes pero no tuvo oportunidad de practicar ninguno, por lo que, según Hartmann, no puede considerárselo mediocre en ninguno de los dos ámbitos.

Arturo, alterado, regresó al lago y pudo empezar a distinguir su reflejo, esto lo tranquilizó. Sintió ganas de reconocer el entorno, lo que había en las paredes de piedra. Había en relieve muchos símbolos incomprensibles a primera vista, si lo que pretendía era un entendimiento por medio de la lectura o interpretación. El instinto, que es una forma primaria del intelecto, le indicó que para extraer algún aprendizaje de esos signos, tendría que tocarlos con ritmo y armonía, tratando de imitar en lo posible al Universo, sus posibilidades y acontecimientos, y así obtener una melodía apropiada a su circunstancia.

Mientras empezaba a tocar los distintos símbolos de piedra de una de las paredes, volteó a ver a Merlín de quien su silueta se iba perdiendo en una trama desconocida de la que nadie había escrito o hablado nunca. Arturo poco a poco iba reconociendo sus propios ritmos y armonías, estaba empezando a crear una música de aprendizajes y entendimientos, esa progresividad iba despertando esa luz que iluminaba cada vez con mayor intensidad esa estancia. La luz y la música guardaban coherencia y pertinencia, había una simbiosis en la que Arturo no se detuvo a reflexionar, pero no importaba porque él se empezaba a reconocer a sí mismo en la medida de esa teúrgia impersonal y deliberada en la que estaba invocándose a sí mismo.

Arturo empezó a develar al rey Arturo mistérico. No supo en qué momento, pero ya no tenía puesta su armadura, estaba completamente desnudo musicalizando su ser en ese ritual ignoto.

Dejó de mover los brazos y se alejó de las paredes. Estaba maravillado porque, sin escucharse nada, había música en su interior, una música que lo movía y que lo hacía dirigirse hacia el lago de manera involuntaria, estaba poseso de sí mismo, como nunca se había sentido; no sabía que se trataba de él mismo. Toda su vida había estado dirigida por Uther e Igraine, por Merlín o por Morgana. Pero experimentar su yoidad le pareció tan impersonal que le costó unos minutos darse cuenta de lo que en realidad le acontecía, entendimiento facilitado por la luz del lago.

Ese punto de luz le empezó a contar su propia historia y, al narrársela, Arturo fue entendiendo y ensamblando su propia vida.

Se quedó impresionado cuando miró el resurgimiento paulatino de Excálibur, que se erguía sobre la superficie del lago. Había sanado sus heridas en esa agua mistérica; su recuperación fue impulsada y cuidada por la Dama del Lago, quien empuñaba a esa mágica espada. Esta Dama lanzó la espada hacia donde estaba Arturo, quien la agarró por la empuñadura y al hacerlo vio que tenía de nuevo su armadura. ¡Se conoció diferente, supo quién era al fin!

—En esta parte del reportaje de Müller pongo de fondo La cabalgata de las Valkirias, de Wagner.

Envainó a Excálibur. Su corcel había terminado de beber agua del mismo lago. Lo montó y cabalgó a toda velocidad. La bruma había desaparecido y al voltear atrás, para ver por última vez a la Dama del Lago, vio sólo bosque, vegetación, tierra, pero nada del lugar en donde había estado. Entendió que la Dama, el lago y los símbolos los llevaba consigo en su mente y su corazón.

El rey Arturo nunca fue un caballero andante ni un iniciado a cabalidad; entendió ambos lenguajes pero no tuvo oportunidad de practicar ninguno, por lo que, según Hartmann, no puede considerárselo mediocre en ninguno de los dos ámbitos.

Por el contrario, el rey Arturo se convirtió en ambas cosas y en el tránsito las superó, y se transformó en alguien diferente. Los caminos que cursan un Caballero o un Iniciado no le servirán en su regreso. Tendrá que inventar el propio, sus baches y sus destinos intermedios; las necesidades vencibles y concretas: su Demiurgo; los retos vencibles y etéreos: su Dragón.

El rey Arturo irá inventando sus formas, pero los que lo recuerden lo irán inventando a él. Ya no recuperará el amor de su pueblo pero sí el de sus lectores; habrá inspiración y por lo tanto esperanza. La que tuvieron los habitantes de Camelot inventó al rey Arturo porque lo necesitaban y podían, con ella, aspirar al cambio; el rey en su cabalgata de retorno, también fue inventando lo que empezó a necesitar. Pobres de los pueblos pobres que no se dejen inspirar para alimentar su esperanza.

En los últimos versos del libro de Von Aue, Arturo ya va cabalgando con sus caballeros; a su lado, su mejor amigo: Lancelot. Van a toda velocidad, pero no se especifica en qué dirección. El autor da a entender que el camino lo va trazando continuamente el rey. Va reinventando su mundo concreto que empieza con sus caballeros. Un rey en la vigilia y un Iniciado entre sueños. Se trata del reinado y la iniciación que nos legó el rey Arturo de Hartmann: el imperio del tránsito, el hábito de la transformación.

—Me quedo con las palabras de Ananda K. Coomaraswamy con respecto a la característica esencial de la literatura de mitos: “Aportar el significado más profundo en la forma cotidiana más económica”. ®

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Publicado en: Narrativa, Noviembre 2011

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