VAQUERA LA BIBLIA

La biblia vaquera,
Carlos Velázquez

Dos botes de cerveza como preludio. Según Fitzgerald, para escribir hay que tener un alma antigua. A su vez, Efraim Medina Reyes advierte que “escribir es como una droga”. Paz condenó: “Escribir es una maldición” e Ibargüengoitia, en cambio, fue más preciso, pero no menos urticante cuando sentenció: “Escribir cansa”.

En esta época en que la Internet es dueña de ti, dueña de qué, dueña de nada, la escritura —pero no sus reglas— revivió con brío increíble tras una aparente fase de criogenización: ahora todo mundo escribe. Mal o pésimo, pero se escribe.

Por ello, las personas suelen pensar que es fácil hacerlo y a decir verdad, lo es. Lo jodido es notar la diferencia que existe entre escribir y escribir. Parecen lo mismo, se escriben y se pronuncian igual pero no tienen relación alguna. No obstante, ahora parece que ya nadie se cansa de escribir, sino de leer. Pues paradójicamente, en estos tiempos en que todo mundo junta letras y letras en el chat, en mensajes SMS, en el blog, en el Facebook, cada vez a menos gente le gusta leer. Tristemente, ese heroico oficio está en vías de extinción sin que Greenpeace o alguna otra organización mamila haga algo por rescatarla.

Si creen que sólo digo barbaridades, déjenme decirles que tienen la boca llena de razón: es una barbaridad, por ejemplo, que según al Sistema de Información Cultural de Conaculta, en Warrior State (o séase, Guerrero) sólo existan 26 librerías, de las cuales 50 por ciento sólo ofrece una magra bibliografía educativa. Otro 15 por ciento cultiva las necesidades editoriales de la gente nice de Acapunk (hipocorístico cariñoso de Acapulquito lindo y querido). Una cifra similar de librerías nos ofrece las novenas a San Isidro Chambeador, San Briaguel Arcángel o cualesquier deidad que se busque en el santoral.

De modo que la sed literaria de los tres millones de guerrerenses es saciada por seis librerías. En efecto, es una barbaridad, lo cual confirma que la gente cada vez es más alérgica a la literatura.

Hablar del norte en tierras surianas podría ser igual de fascinante como entablar un diálogo sobre el Gran Colisionador de Hadrones. Lo digo con conocimiento de causa. He vivido diez años en estas tierras: por más que intentes explicar, por ejemplo, la relevancia de una tejana en la vida de un hombre común y corriente de algún ranchillo del norte, para los sureños todo se resumirá a las ínfulas de narco de una bola de sombrerudos. Usar botas, además de martirizante —por la calor, como dicen por acá—, será causa de mofa como si uno hubiese salido a la calle con el pito de fuera adornado con un moño amarillo.

Por el lado musical es peor: en el sur la música norteña se reduce a tres exponentes: Los Tigres del Norte, Los Cadetes de Linares y Ramón Ayala.

De poco servirá intentar mostrarles a Los Pingüinos del Norte, a Juan Salazar, a Los Incomparables de Tijuana, a Los Alegres de Terán, a Pedro Yerena, a Luis y Julián o Los Donneños. Toda la métrica, metáforas y acordes serán encabronadamente ignorados. El chicoteo del tololoche de Alejandro Sarmiento junto a Los Parranderos de Medianoche. El bajosexto requinteado de Eliseo Robles, ya sea como solista, o como primera voz de Ramón Ayala. El legado de Jorge Martínez, alias El Barracas, revolucionador del bajo eléctrico en la música norteña. El fabuloso solo de acordeón del Flaco Jiménez en “La nueva Zenaida” o el de Mingo Saldívar en “Rueda de fuego”, un cover de Johnny Cash. Nada, para los surianos —y mucha gente más— todo se resumirá a música de narquillos, cuando ignoran que el género norteño es más antiguo que el narcotráfico en México. Además, esta música es más mexicana y más chingona que el mariachi.

Si para hablar de la Huasteca hay que haber nacido allá, para hablar del norte es necesario paladear esa palabra: norte: esa nación que se respira de Querétaro pa’rriba. Que se saborea en cada burro de machaca, en cada plato de menudo o en una carne asada con salsa de chiltepín. Con unas frituras Encanto. Con un bote de Tecate de medio litro. Que se habla con ese tono golpeao. Que se escucha en cada tema programado en la XEG, la Ranchera de Monterrey. Sí. El norte es el norte.

Leer La biblia vaquera (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008) es sumergirse en una especie de norteñidad. Pero no esa norteñidad tan en boga, plagada de balazos, sicarios y camionetotas. No. Carlos Velázquez muestra una visión norteña poco explorada: una que se empapa del lenguaje regional, la adereza con personajes más humanos y la fríe en aceites modernistas libres de esnobismo.

Búrlate de ti y así te burlarás de todos, reza un refrán. Partiendo de esa premisa, La biblia vaquera se mofa de ella misma. Sabiendo que al final terminará riéndose de todos nosotros.

Cito un ejemplo. Léase con tono golpeao:

—Perdóname, Paulino.
—No se me apachurre, mi alma. Tranquilícese.
—El doctor dijo que no tengo que quedarme internada ni un día. Las quemaduras fueron de segundo grado. Puedo recuperarme en casa.
—Usté no se atiricie. Descanse.
—Paulino. Perdóname.
—La perdono. Pero repose, repose. No se altere, mi alma.
—Yo cómo iba a saber que el gorrudo del baile traía de fuego el trazo.
—¿Cómo era el pelao?
—Normal. De botas, cinto piteao y hebilla de veinte centímetros de diámetro.
—¿Y cómo se llama?
—No sé. No me dijo su nombre. Se me acercó y me pescó pal bailongo. En la segunda pieza, me comenzó a quemar retupido el cuerpo de onde me tenía apretujada.
—Y qué siguió. ¿Por qué no pidió socorro?
—Sí lo hice. Pegué chico gritote. Eso fue después de que le mirara los pies. No eran de humano. Tenía una pata de chivo y otra de gallo.
—Ah, cabrón.
—Varios sombrerudos sacaron sus pistolas y sonaron balazos a lo macizo. Nadie supo pa ónde ganó. El chamuco sólo se apersonó para tatemarme y desapareció.
—Tranquilita, mi alma. Ya pasó.
—Paulino.
—¿Eu?
—Ora ya me puedes escribir un corrido. Salí en todos los periódicos. Antes muerta que sencilla: El diablo la sacó a bailar.
—Se lo compongo, mi alma.
—Paulino.
—¿Eu?
—Hace más rato vino un enfermero con unas botas idénticas a las que usté persigue.
—Ah, sí. Las guaché en un aparador cuando venía pal hospital.
—¿Las están vendiendo otra vez?
—Ei. El encargao de la zapatería me dijo que las tan fabricando otra vez.
—¿Y por qué no se compró unas? Tanto las quería.
—Es que se me fue la tonada, mi alma. Ya sabe que se me va la tonada. Se me va la tonada.

Si el lector busca matarifes que desayunan balas calibre .45; morras buchonas que se caen de buenas por tanta hojalatería y pintura; vehículos de precios obscenos o narcos de película de Valentín Trujillo, déjenme advertirles que no lo encontrarán en La biblia vaquera.

Acá en el sur se tiene la idea de que en Ciudad Juárez todos son sicarios y que las mujeres no salen a la calle, ni de noche. Que en Mazatlán no hay albañiles, porque todos andan sembrando mota en la sierra de Badiraguato. Que en Matamoros nadie vende tacos en la esquina pues todos los hombres se enlistaron con los Zetas. Que en Tijuana no hay heladerías porque todos los jóvenes son polleros.

Pero no es así, chicurros y chicurras. En Nuevo Laredo también hay hombres que venden fruta en la calle. En Torreón hay quienes preservan la receta de la birria. Aún hay —y muchas— obreras en las maquiladoras de Tijuana. Los zapateros son apreciados en Durango y Hermosillo. Hay familias enteras trabajando en los mercados sobre ruedas de Aguascalientes a Zacatecas.

Existe un país debajo de todo eso que llamamos narco. Hay personas que venden burritos de yelera. Que desean cogerse a una gorda. Que venden pollo frito. Que son agentes de ventas en una tienda de botas exóticas. Que se dedican a la lucha libre, a la instalación y a la composición. Gente común y corriente, pero norteña.

Esa es la raza que nos ofrece La biblia vaquera. Esas son las historias que arma Velázquez y han llamado la atención de no pocos: por su novedosa visión norteña; por el culto e inmediato sacrilegio de los ídolos de la cultura del norti y por la caricaturización de esa visión, ese culto y ese sacrilegio.

En la estupenda Memorias póstumas de Blas Cubas Machado de Assis afirma: “Nada se puede hacer con un libro confuso, pero en cambio todo se puede poner en los libros con olvidos. Cuando leo alguno de esta última casta, jamás me aflijo. Al llegar al fin, cierro los ojos y evoco cuánto eché de menos en él. ¡Cuántas ideas hermosas me acuden entonces! ¡Qué reflexiones profundas! Los ríos, las montañas, las iglesias, que no vi en las páginas leídas, todo se me presenta entonces con sus aguas, sus árboles y sus altares”.

Ni confusa ni olvidadiza, La biblia vaquera incluye seis historias y un insólito epílogo. Seis historias en las que nada se echa de menos: una experta en piratería que forma parte del movimiento de vendedores ambulantes del 68; un compositor de música norteña que ansía con encontrar al díler perfecto; un luchador que también es melómano y santero; una cantina que convoca a un campeonato de bebedores de sotol; un cantante tan empeñado en encontrar un buen par de botas que descuida a su vieja y la tatema el chamuco.

El universo narrativo va y viene como disco de acetato. Llevando y trayendo juegos de palabras. Anécdotas varias, lo mismo divertidas que enmarcables. Frases que bien adornarán la solapa de un libro que el parabrisas de un camión, como “La vida se meneaba como una descomunal jarra de agua de horchata”. Estructuras variables y ritmos de todo tipo. Deificación de lo profano y sorna de la divinidad. Como buena biblia, y como buen vaquero.

Que Mario Bros esté con ustedes (Y con tu espíritu). Que la erudición de La biblia vaquera descienda, condone nuestras pecas y nos lleve a una vida enferma. Ramén. ®

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Publicado en: Abril 2010, Libros y autores

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