El autor escribe un breve manual del viajero que privilegia la lectura y un buen café. Además del cepillo de dientes, jamás debe olvidar uno o dos libros, el lector electrónico, un cuaderno de viajes, portaplumas y computadora.

Hace unas semanas que volví de un viaje que implicó visitar el norte y el sur de país en tan sólo unos días. Un lunes estaba en Los Mochis, el miércoles en Campeche, el jueves en Cancún y el viernes en Chetumal. Volví por la noche de ese viernes a la Ciudad de México con el cuerpo suplicando el hogar.
El calor de treinta grados hacia arriba me derretía sin siquiera hacer algo. La intemperie era una tortura y —paradójicamente— estar en espacios con aire acondicionado pegándome en la espalda tampoco era agradable, porque pronto sientes la garganta irritada producto de un frío artificial. ¿Cómo hace la gente para vivir así? Pensé que los oriundos están acostumbrados, se aclimatan. “No, para nada… uno no puede acostumbrarse a este pinche calor que cada año crece”, me dijo más de una persona a la que le preguntaba al respecto.
El cuerpo se me convertía en agua, que por las noches endurecía mi ropa y la impregnaba de un salado olor a humedad. Prevenido por el clima, llevé cambios extras, de lo contrario habría viajado como siempre: con la ropa y utensilios de cuidado personal mínimos, priorizando mis objetos de deseo que para mí son lo verdaderamente necesario. Cargar con una maleta más fue como llevar al viaje a un niño pequeño al que tienes que cuidar para que no se pierda en cualquier momento.
Cuando viajo sólo con mi mochila me preguntan si eso es todo, que cómo puedo hacerlo mientras ellos lo hacen con mochila y una o hasta dos maletas. Jamás he comprendido qué tanto se puede llevar para una travesía sin importar el tiempo fuera.
He comprado una cafetera de viaje y un molino de mano. Necesitaré crearles espacio junto con el café en grano que irá en un recipiente pequeño. “¿Pero no es una lata cargar tanto?”
Es todo, respondo: calzones suficientes, un par de pantalones, camisas y calcetines; desodorante, cepillo de dientes… Pero eso abarca la mitad de mi equipaje, porque lo que procuro jamás olvidar es lo siguiente: uno o dos libros, el lector electrónico, mi cuaderno de viajes, mi portaplumas, donde llevo más de las que puedo necesitar, y mi computadora. Aprieto las cosas para que cierre. Queda gorda y pesada, aunque siento paz de saber que nada más eso estará conmigo, será parte de mí, una joroba de la que habré de desprenderme al llegar al hotel o a casa.
Ahora le sumaré a esa carga, para muchos inútil, mi kit de café. He comprado una cafetera de viaje y un molino de mano. Necesitaré crearles espacio junto con el café en grano que irá en un recipiente pequeño. “¿Pero no es una lata cargar tanto?”, dijo mi compañera de piso. Lo es, pero el gozo que me da saber que podré tener un ritual más digno lo vale. Qué más da que reste un pantalón o una camisa del equipaje, lo fundamental para mí siempre será aquello que convierte los lugares ajenos un poco en hogar.
Tomé la decisión porque en el viaje referido ningún hotel tenía cafetera, que poco importa si es bueno o no, su sola existencia es lo único que pido. Al entrar a los hoteles, más allá de ver si el cuarto está lindo, busco si tiene un escritorio donde escribir, un sillón donde leer y una cafetera para preparar el café de madrugada. En los vuelos pepenaba café. O me veía obligado a beberlo hasta la tarde, cuando encontraba una cafetería a mi paso, o en los colegios, en los que acepto soluble si no hay de otra. Salir al mundo con la seguridad de autoabastecerme es el equivalente de quien sabe que tiene sus documentos de identificación a la mano.
Sentí un poco de ansiedad y me vi obligado a contemplar la selva durante un par de horas. Sí, es bueno admirar la belleza natural siempre y cuando sea por deseo propio y no por obligación.
En el caso de los libros es raro, pero ocurrió que me quedé sin lectura a medio camino. Mientras viajaba en el tren de Campeche a Cancún, gracias a su ritmo trepidante terminé una novela negra de una escritora mexicana, y no calculé hacerlo tan pronto —cometí el error de no cargar con otro libro—. Sentí un poco de ansiedad y me vi obligado a contemplar la selva durante un par de horas. Sí, es bueno admirar la belleza natural siempre y cuando sea por deseo propio y no por obligación.
En Cancún busqué desesperadamente una librería. Di con una Gandhi. Entré como quien lo hace a un Oxxo con ganas de comer algo, pero no sabe qué. Aún quedaban dos días de viaje y la idea de no leer nada me parecía insoportable. Recorrí los pasillos un buen rato hasta despertar sospechas de los trabajadores que probablemente pensaban que robaría algo. “¿Le puedo ayudar en algo?”, decían con una mirada de “te estamos vigilando”. Terminé comprando Nuestra gloria los escombros, de Lucía Calderas. Lo comencé en el tren de Cancún a Chetumal. Qué bello libro, un grito, canto y susurro sobre la identidad indígena, reivindicación y exigencia, reflexión sobre los comportamientos colonialistas y el desdén atávico. Creo que será lo mejor que leeré en el año.
El libro apenas cupo en el equipaje, estuve a punto de dejar unos calcetines en el cesto de la basura de la estación en Chetumal.
La ropa viste, los objetos de aseo personal me mantienen decente, limpio; pero lo otro ofrece el equilibrio mental y espiritual necesario, la alegría para soportar despertar cada día en un lugar distinto, estar lejos de casa y de aquellos a quien quiero. Son alimento y aliento para vivir, comprender y narrar el mundo. Sin ello la maleta en realidad está vacía. ®