La autora y su novio emprendieron una larga travesía por las pampas para llegar a una de las colonias menonitas que se han afincado en varias partes de la América Latina y construido poblados en los que el tiempo parece haberse detenido en algún punto de la historia.
¡Calma, McFly! Sólo es un sueño. Apenas un sueño muy real.
—Volver al futuro.
Juan y Aganetha son menonitas y usan Head and Shoulders. Pero estoy a quince días de saberlo. A quince días de estar a 140 kilómetros de Santiago del Estero, en medio de la noche, leyendo etiquetas de shampoo y haciendo pis en el baño de un matrimonio que no conozco, ni nos conoce. Pero que resignadamente y “porque es de buen cristiano hacerlo” nos abre las puertas de su casa a Facundo —mi novio y compañero de viaje— y a mí, que nos acurrucamos en su comedor como dos perros abandonados. Como dos perros abandonados y ateos que nunca irán al cielo.
Ahora —a quince días de estar cenando en la casa de Juan y Aganetha— es invierno en Alta Córdoba y tengo los pies fríos pero los resultados de mi búsqueda en Google me dan un golpe de calor de esos que genera el cuerpo cuando se entusiasma de pronto. Es que además de la colonia menonita de La Pampa, Google dice que en Argentina existen dos colonias más ubicadas en Santiago del Estero. Una en el suroeste, en un lugar llamado La Verde o Nueva Esperanza, y otra que vino de Durango, México, y se instaló en Pampa de los Guanacos.
Busco los kilómetros que hay desde Córdoba a Santiago: 435 contra 618 que hay hasta La Pampa. La diferencia no es mucha pero sí suficiente para continuar entusiasmándome con la idea. Además, en la página web de Jorge Biondini, mi azaroso contacto caído de internet y autoproclamado fan número uno de los menonitas, concretar la travesía es muy fácil. Sólo basta con tomar un ómnibus hasta La Banda y luego llamar a Gerardo —el taxista que los traslada en su combi desde la Colonia a la ciudad y viceversa— para que haga lo propio con nuestros cuerpos.
—Siga mis instrucciones y tendrá éxito en su misión. Podrá verlos y, en el mejor de los casos, estar con ellos.
Biondini suena contundente, preciso. Sabe de lo que habla y se esfuerza en demostrarlo. Sólo que al hacerlo termina pareciendo el coordinador de un tour por África donde lo que se puede ver son jirafas o elefantes. Nuestra comunicación termina convirtiéndose en una parodia de turismo místico, en la organización de un safari antropológico que más allá de sus ribetes cómicos me tiene entusiasmada hasta Santiago del Estero ida y vuelta.
Además de la colonia menonita de La Pampa, Google dice que en Argentina existen dos colonias más ubicadas en Santiago del Estero. Una en el suroeste, en un lugar llamado La Verde o Nueva Esperanza, y otra que vino de Durango, México, y se instaló en Pampa de los Guanacos.
Finalmente, Biondini me da cinco nombres clave que yo debo anotar o memorizar si quiero tener “éxito en mi misión”. Son nombres con apellidos alemanes. Cornelius Friezen, Pedro Friezen, Juan Lowen… y así. Son los nombres de los jefes de la colonia ubicada en La Verde, sobre 14 mil hectáreas y donde viven setenta familias —algo así como 500 personas— que llegaron en el 2004, desde La Pampa, buscando nuevos campos para trabajar la tierra. En un papel anoto los nombres alemanes que según Jorge me abrirán las puertas de este universo paralelo perdido en el medio de la llanura santiagueña. Los repito como mantras por si lo pierdo.
Me atrae la idea de este pueblo que impulsado por un instinto de supervivencia espiritual lleva más de cuatro siglos cruzando continentes, mares, montañas y hasta desiertos. Su anacrónico éxodo, su carácter trashumante, su lucha contra diferentes gobiernos que intentaron —e intentan— imponerle sus deberes, su capacidad de armar y desarmar todo cuantas veces sea necesario en pos de sus ideales. Su profundo miedo a los males que arrastra la Modernidad. Su temor al Apocalipsis destruyéndolo todo.
Mis ganas y este pedazo de papel en el bolsillo son mis únicas armas para intentar vivir dos días en una de las colonias menonitas más conservadoras del mundo.
* * *
Es viernes a la noche cuando después de viajar seis horas llegamos a la terminal de Santiago del Estero. Estamos cansados y con los ojos todavía acostumbrados a la oscuridad cuando somos encandilados por este elefante blanco y resplandeciente. Las escaleras mecánicas, las pantallas gigantes transmitiendo fútbol y los livings con computadoras contrastan con las vestimentas humildes y las bolsas cargadas de mercadería de quienes allí esperan. Parece más un aeropuerto en miniatura que cualquier otra cosa. Un aeropuerto en miniatura con forma de plato volador cinco estrellas. Un ómnibus de juguete esperando trasladar a los habitantes de una provincia donde la mitad de la gente es pobre y las tres cuartas partes no tiene agua corriente en su casa.
Un taxista desganado y a punto de terminar su día laboral nos lleva a un par de lugares para dormir. Le aclaro que con que sea malo, barato y feíto nos alcanza. Pero como ya les dije, es viernes a la noche y los dueños de estos tugurios priorizan ante todo el amor santiagueño por hora. No le convenimos ni al taxista, que comienza a impacientarse, ni a los hoteleros y sus turnos de amor. Finalmente, el taxista sugiere que nos bajemos y caminemos por ahí, que seguro algún lugarcito encontramos. Y que no nos hagamos muchas ilusiones con llegar a lo de esos menonitas; que son gente muy trabajadora, muy respetuosa, pero que nadie va para allá. Que son ellos los que van y vienen a la ciudad. Que le paguemos con cambio. Que acá todo es “requete” tranquilo. Y que tengamos suerte.
Esto último lo dice acelerando su Peugeot 504 y con nosotros sacando lo más rápido posible nuestros cuerpos de su nave.
Esa noche efectivamente tuvimos suerte y nos dormimos en la cama de un hostel ubicado sobre la avenida Moreno.
El sábado a la mañana pusimos en marcha nuestro plan. El papel con los nombres de los jefes menonitas y de Gerardo, su taxista oficial, aún estaba en mi bolsillo. Llamé a Gerardo, semidormido alcanzó a decirme que buscáramos otra forma de llegar, que él no podía.
—Es que los fines de semana no voy hasta la colonia. Y hacer el viaje solamente por dos personas no me rinde. Perdonen, chicos. Ojalá que tengan suerte.
De sesenta pesos que cobraba Gerardo había que pensar en 400 de un taxi. Lo terrible estaba aconteciendo. Eso, y no otra cosa, era el Apocalipsis.
Volvimos a la terminal intergaláctica en busca de algún ómnibus que llegara cerca de La Verde. Con aproximarnos hasta la entrada nos bastaba. Caminaríamos el resto de kilómetros entre la ruta y el ingreso a los campos menonitas.
Recorrimos cada una de las boleterías y nada. Ni un solo ómnibus que nos dejara lejos, menos uno que nos dejara cerca. Desesperanzados, decidimos tomarnos una cerveza a ver qué pasaba cuando de repente un hombre que nos observaba desde hacía un largo rato se nos acercó y nos dijo que media hora antes acababa de salir un ómnibus hacia allá. Que nos fijáramos si por casualidad estaba demorado.
Qué oportunas son algunas demoras. Cuando llegamos a la plataforma siete el ómnibus aún estaba allí.
Inmediatamente subimos y compramos dos boletos a La Verde. El chofer nos preguntó si estábamos seguros de a dónde íbamos porque ahí no había nada. Le dijimos que sí, que había una colonia menonita que pensábamos visitar.
—¡Por eso, no hay nada! —dijo desparramando una carcajada de vocales cerradas, y agregó—: ¡Escuchá, Ricardo! Estos dos van a lo de los menonitas.
Su compañero de manejo, sin quitar la mirada del camino ni bajar los pies del tablero, cumplió en informarnos un detalle no menor.
—Miren que allí se bajan y allí se quedan, ¿eh? El próximo coche pasa recién el lunes a las cuatro de la mañana.
Las cosas se estaban complicando. Lo cierto es que estábamos librados a una ruta fantasma y sus azares. A la posibilidad de quedar varados en medio de este desierto santiagueño habitado por personas desconocidas, de las cuales la mitad sólo habla alemán bajo y que no confían en aquellos que no pertenecen a su comunidad.
¿Dónde dormiríamos? Ni siquiera teníamos comida o agua y no había almacenes. Lo que parecía ser una aventura antropológica se estaba convirtiendo en una especie de deporte extremo.
Por eso decidimos hacer lo mejor que se puede hacer en estos casos: no pensar en nada y seguir avanzando.
* * *
Los 140 kilómetros que separan a la ciudad de Santiago del Estero de La Verde son, contrario al nombre del destino, extremadamente marrones. La tierra pareciera meterse en las casas, en los animales, en las personas, en el cielo. De vez en cuando aparece alguna manada de cactus. Los hay de diferentes tipos. Están al costado de esta ruta desierta como mirando a la nada, aburridos de vivir.
El paisaje se repite una y otra vez como un deja vú. El ómnibus avanza de una forma espesa. Y el tiempo pareciera ir retrocediendo a la fuerza. Como si estuviéramos atravesando 400 años en 140 kilómetros.
De repente soy Marty McFly en Volver al Futuro, pero al revés y en un DeLorian con forma de ómnibus que marcha pesada y lentamente. Acaso todo esto sea un sueño y ni yo ni los menonitas y su forma de vida atemporal existamos. O tal vez los atemporales seamos nosotros. Tengo que volver sobre esta idea.
A las dos horas llegamos a La Verde. El ómnibus frena en la banquina provocando una polvareda. Los choferes nos despiden y otra vez se ríen de nosotros. Un cartel de madera pintado de blanco dice en letras negras Colonia Nueva Esperanza. Acá estamos. Con nuestras mochilas y el papel con los nombres de los jefes menonitas en el bolsillo. Delante nuestro hay un camino de tierra, ancho, muy ancho, que se pierde en el horizonte. Comenzamos a caminar buscando conocer un poco más de esta comunidad retratada a lo largo de años y revistas como impenetrable, recelosa de su intimidad, infranqueable.
Son aproximadamente las tres de la tarde del sábado cuando tras avanzar unos pocos kilómetros vemos una tranquera blanca abierta. Estacionado cerca de la casa principal hay uno de los famosos boogies, los carros negros tirados por caballos y armados artesanalmente por los menonitas.
Seguimos avanzando un poco más y vemos también una niña rubia de unos tres años que juega con un perro. Detrás del boogie hay un hombre joven con un balde negro y un trapo en sus manos. Según leí, es costumbre preparar los boogies para el domingo, día de descanso y reunión familiar, tal como lo dice el Nuevo Testamento, piedra basal de los menonitas.
Nos aproximamos despacio, sabiéndonos invasores de una privacidad que excede toda religión, cultura o etnia. El hombre parado junto al boogie tiene un jardinero azul de jean y camisa escocesa. La niña, un par de botas de goma color azul puestas en los pies equivocados: la izquierda está en el pie derecho y la derecha en el izquierdo. La imagen es graciosa y es lo primero que me sale decirle a este hombre menonita tras saludarlo. La sonrisa tímida de él y su niña se suman a las nuestras. Después saco mi papelito del bolsillo y pronuncio el listado con los nombres que Jorge Biondini me dio. Nuestro primer contacto se ríe y, en un español teñido de musicalidad pampeana y alemana, dice que podemos encontrar decenas de menonitas con esos nombres. Que se repiten desde Argentina hasta México, pasando por Bolivia, Paraguay, Estados Unidos, Canadá y así. Que de hecho él se llama Juan Lowen pero que no es el que buscamos.
—El Juan Lowen jefe vive en el campo uno y éste es el nueve. Yo llegué desde La Pampa hace un año con mi mujer y mis dos hijas. Todavía no tengo ni casa propia. Ésta que ven aquí es la de mis suegros.
Dice la palabra suegros haciendo una mueca que delata lo universal de algunos estereotipos familiares. A Juan no le gusta Santiago del Estero pero en La Pampa ya no había tierras para trabajar y el que no trabaja no puede tener hijos y sino tenés hijos no cumplís con el mandato de Dios.
Pienso que el álbum de figuritas menonita no es muy distinto al que existe por fuera de La Verde. Quizá sean más las similitudes que las diferencias. Aunque a pesar de la cercanía que vamos sintiendo no puedo concebir la idea de vivir siempre entre esas fronteras invisibles determinadas por la comunidad. Miro a las niñas, a las jóvenes, a las mujeres grandes… La alegría explosiva de las más chicas se convierte en rictus de amabilidad en las más grandes. Hay un degradé en las libertades para jugar, bailar y divertirse.
—No tenemos permitido divertirnos. Al menos no como lo hacen ustedes. Aquí puedes disfrutar trabajando o, si tienes novia, visitarla los jueves y domingos de ocho a diez de la noche. También ir a misa y reunirte con la familia y los amigos durante el domingo.
La casa de los suegros de Juan no tiene electricidad porque la Biblia lo prohíbe, pero su cuñada guarda oculta una cámara digital que consiguió en una visita a la ciudad.
—No podemos imprimir las fotos pero las tenemos guardadas en un disco por si algún día los más grandes cambian de opinión. Yo tengo primos en México que ya tienen electricidad. Pero la tecnología no es buena. No al menos para nosotros. Dos primas mías que viven en Bolivia intentaron manejar un auto y aceleraron hasta 140. Se descarrilaron. No, no. Lo moderno es peligroso para nuestra comunidad.
Juan se seca las manos tras terminar de lavar el boogie y nos indica cómo llegar al campo de los jefes. Son siete kilómetros más por tierra.
Se disculpa por no poder hospedarnos en su casa; dice, haciendo la mueca nuevamente, que su suegra no estaría contenta.
Llegamos al campo uno ya cayendo la tarde. No tenía idea de que los atardeceres en Santiago fueran tan preciosos. El cielo está rosado y contrasta con las casas de madera pintadas de blanco y con las ventanas verdes. Cada casa tiene una huerta, un silo y algunas vacas.
Así que ésta es la forma de vida son la que se fanatizó Biondini, mi contacto caído de la web. Si estuviera acá seguramente sonreiría triunfal, orgulloso de haberme dado las indicaciones correctas. Yo, sólo para comprobar mis sospechas, le seguiría el juego del tour antropológico diciéndole que hay menonitas por todos lados. Sí, sí. Como jirafas o elefantes en África, Jorge.
Tras hablar con los primeros habitantes del campo uno, llegamos a la conclusión de que Biondini efectivamente no es bienvenido en este lugar. Dicen que los asesoró mal en la compra del campo y que les hizo comprar 14 mil hectáreas sin una gota de agua potable. Decidimos no nombrar más a nuestro fanático menonita, al menos hasta conseguir algún lugar donde pasar la noche.
Así fuimos rebotando de casa en casa como dos forasteros polvorientos y sucios hasta dar con uno de los jefes, Pedro Friezen, de casa grande y corazón chico, que… también nos rechazó, derivándonos a lo de su vecino que “siempre viaja a Córdoba porque tiene la mujer enferma”. El vecino resultó ser un hombre de 65 años, amablemente amable que nos explicó que su mujer, Aganetha, tiene dificultad para mover los brazos. Le pedimos disculpas por molestarlo y volvimos a lo de Pedro Friezen decididos ya no a compartir la intimidad menonita, sino a probar su misericordia cristiana. Pero en cambio fuimos inmediatamente deportados en un boogie conducido por su hijo mayor y arrojados en la puerta de Juan y Aganetha. El boogie se dio a la fuga en medio de la noche y nosotros finalmente logramos ser rescatados por este matrimonio que nos adoptó durante todo el tiempo que duró nuestra visita.
Así fue como llegamos un sábado a la noche a dormir pared de por medio con Juan y Aganetha, nuestros rescatistas menonitas que lavan su pelo con Head and Shoulders, toman Coca Cola, le ponen Chúcker al café, juegan al Sudoku, están al tanto del precio del dólar, pero no usan electricidad de la que viaja por cables ni ninguno de sus derivados.
Aganetha nos prepara unas hamburguesas con carne molida picante y pan casero que devoramos con el hambre de un día entero sin comer. Mientras ella sonríe, Juan nos cuenta que ambos nacieron en México como sesenta y pico de años atrás. Y que después de casarse empezaron a bajar por América hasta llegar hoy a Santiago.
—Tres de nuestros hijos se quedaron en La Pampa y los otros dos vinieron con sus familias ya formadas a Santiago. Acá se vive bien pero, ¿te imaginas ser menonita en verano en Santiago del Estero, sin aire acondicionado? ¡Te mueres!
Juan se toma con humor las obligaciones que le impone su religión. Cree en ellas y en sus ventajas protectoras respecto de los vicios que arrastra la modernidad. Le gusta hablar con nosotros. Como en un trueque cultural, intercambiamos saberes y creencias durante más de una hora. Después nos levantamos de la mesa de madera que Juan construyó con sus propias manos y los seguimos hasta la habitación de huéspedes que Aganetha nos preparó.
Nuestra única luz es una linterna que ilumina lo suficiente como para distinguir una cama de dos plazas con respaldar de hierro, cobertor grueso de algodón y una sola sábana, la de abajo —costumbre que adoptamos tras regresar a Córdoba. Si naturalmente es un tanto extraño estar en ropa interior en casas que no son las de una, imaginen la sensación de dormir en bombachas y calzoncillo en un hogar menonita. De todos modos, exagero. Los dos nos quitamos nuestros pantalones sucios lo más rápido que pudimos y nos zambullimos en ese colchón de un solo salto.
Lo único que se escucha en la noche son los rezos de Juan y Aganetha acompañados por el ritmo de tres relojes antiguos que cuelgan de la pared. En lo último que pienso antes de cerrar los ojos es en la contradicción de esos relojes marcando el paso de un tiempo que durante 400 años viene intentando ser detenido.
* * *
Los gallos y los relojes de pared gritan al unísono. Me despierto y miro por la ventana. Todavía es de noche. No sé bien si levantarme o quedarme en la cama. No quiero interrumpir la rutina familiar. Es domingo, día de descanso y la misa comienza temprano, a las siete y media. Los ronquidos de Juan o de Aganetha —cómo saber cuál es de quién— me mantienen a la espera. Hasta que de repente se hace un silencio profundo y se escucha la voz de Aganetha rezando nuevamente.
Me visto sin hacer ruido y voy hacia el comedor. Ahí está ella, en la cocina, con cuerpo de abuela y una latente picardía en la mirada. Como si estuviera acostumbrada a portarse mal cuando su marido no la ve. Entonces sí, ahí Aganetha posa para mis fotos, ahí sí juega a pronunciar palabras en español.
Le preguntó a Juan por qué las mujeres nunca a lo largo de su vida se cortan el pelo.
—Porque así lo dice la Biblia y nosotros vivimos de acuerdo con ella. Hay otras colonias que son más modernas y comienzan a perderse, pero nosotros somos conservadores y así estamos bien.
El pelo de Aganetha tiene el largo de su vida. En las puntas está su infancia y en las raíces su vejez. Aganetha también lleva un pañuelo negro bordado con flores rojas y verdes. Lo lleva porque está casada, así como las mujeres solteras llevan un pañuelo blanco y las niñas a veces nada.
Continúo bajando por el cuerpo de Aganetha. Puedo leer su vida en él. Su espalda tiene la curvatura de aquellas espaldas que han armado y desarmado casas en lugares tan lejanos como México y Argentina. Y sus manos tienen las marcas de la tierra, el sol y el agua; elementos suficientes para hacer brotar de la huerta familiar los vegetales que alimentan y alimentarán a generaciones y generaciones. Su brazo izquierdo está hinchado. Juan la mira de reojo, con un disimulo que enternece, y nos cuenta que el cáncer ya casi está curado. La hinchazón parece doler, pero Aganetha se las rebusca para continuar haciendo las tareas de la casa y arrojar las cucharas de té sobre la mesa con la fuerza de un hombre. Después sonríe. Siempre sonríe. Está feliz a pesar de todo. Como si vivir fuera eso, ser feliz a pesar de todo.
—No sabíamos qué hacer. Nos dijeron que en Córdoba había buenos médicos. Vivimos cuatro meses a media cuadra de la Cañada, caminando entre gente que nos miraba asombrada como si fuéramos extraterrestres.
Los observo detenidamente. Puede ser que el jardinero azul de jeans, la camisa escocesa, la gorra y las botas de goma —ropa de trabajo que usan los hombres de lunes a sábado, durante todos los meses de su vida— sea acaso lo más llamativo, ya que sus costumbres, pensándolo bien no son tan distintas a las que tenían nuestros abuelos o a las que tiene la gente que aún vive en el campo.
Los domingos Juan se viste de negro, con un traje de paño y zapatos de cuero, busca a su caballo Franky —un percherón pampeano que al igual que su dueño es víctima de las altas temperaturas santiagueñas—, lo ata al boogie y atraviesa los quince kilómetros que separan su casa de la iglesia. Cuando el brazo de Aganetha se lo permite, ella lo acompaña sentada a su lado.
Durante los cuatro meses que vivieron en Córdoba tuvieron que usar electricidad, ir al supermercado, escuchar música de los vecinos, ver cuerpos semidesnudos y enfrentarse con el peor mal de todos los tiempos, según sus creencias: la televisión. Es que no es el hecho de la electricidad lo que los asusta, es lo que viaja a través de ella. De esos cables que como serpientes meten en las cabezas de las personas la imagen y todo lo que ella conlleva. Juan dice que vivir alejados de la tecnología “no es un capricho, sino que tiene un sentido casi de supervivencia”.
Sentada en una silla de madera que heredó de su abuelo, Aganetha cierra los ojos, respira hondo y levanta los brazos como queriendo volar.
Pero Aganetha no está volando. Está luchando. Está echando a brazada limpia los últimos resquicios del cáncer de mama.
El cáncer no elige a sus presas de acuerdo con la religión, eso está claro. También está claro que no hay barrera que pueda detener su voracidad. Ni siquiera la de vivir como se vivía en Europa hace quinientos años.
Una maldita lección de igualdad que ni siquiera leyendo y releyendo la Biblia mil veces Juan pudo explicar.
* * *
Es domingo y Aganetha está sentada en el comedor leyendo una antigüa Biblia escrita en alemán bajo. A su lado hay otro ejemplar pero en español. Me lo ofrece sonriendo. Lo recibo y lo abro en el Apocalipsis. Le digo, a pesar de no entendernos, que esa parte de la Biblia siempre me ha resultado interesante. Sonríe de nuevo. Le gusta que me guste el Apocalipsis. Me señala el capítulo 17 donde se anuncia la destrucción de Babilonia, la ciudad que encarna todos los males, la televisión, la imagen, la bestia. Es un momento extraño y apacible. De profundo respeto hacia aquellas creencias en las que no creo pero tampoco descreo.
Aganetha está sentada en el comedor leyendo una antigüa Biblia escrita en alemán bajo. A su lado hay otro ejemplar pero en español. Me lo ofrece sonriendo. Lo recibo y lo abro en el Apocalipsis. Le digo, a pesar de no entendernos, que esa parte de la Biblia siempre me ha resultado interesante.
Juan y Facundo están afuera preparando a Franky que nos llevará hasta la ruta, donde, si tenemos suerte, pasará algún auto que nos lleve de vuelta a Santiago. El cielo comienza lentamente a transformarse en un mar rosado. Trepamos al boogie los cuatro y avanzamos suavemente por el camino de tierra. De pronto una camioneta con santiagueños en busca de queso menonita se detiene junto a nosotros. De la ventanilla de atrás se asoma un joven de unos dieciocho años con una cámara digital y comienza a disparar. Juan y Aganetha no se resisten, saben la curiosidad que provoca su vivir a contramano del mundo y sus velocidades, y saben que necesitamos treparnos a esa chata para llegar a Córdoba antes de las seis de la mañana del lunes.
—Han tenido suerte de no quedar aquí en la ruta hasta mañana —nos dice Juan.
Y sin tener en cuenta el casi nulo contacto físico entre ellos, les damos dos abrazos y saltamos a la caja de la camioneta santiagueña.
Es hora de volver en el tiempo. ¿O seremos nosotros los que estamos atrapados en este círculo inmediato y efímero que es la modernidad? ¿Será acaso que ellos tienen todo el tiempo del mundo por delante? ¿Serán ellos los dueños de los minutos pasando en los relojes? ¿Quiénes serán, entonces, los sin tiempo? ®