Es la historia más íntima del último gran sainete nacional: el desfile del Bicentenario. Una puesta en escena cargada de horas de ensayo, desorganización, indiferencia, expectativa y colorido. Para muchos fue una pieza dramática protagonizada por el derroche de millones de pesos que se diluyó en parafernalia y carros alegóricos que no volverán a usarse. Para otros, se convirtió en una obra cómica que mostró a un gobierno poco ilustrado e incapaz de encargar la producción del festejo a un mexicano.
Éste es el recorrido por las entrañas del desfile del 15 de septiembre de la mano de sus verdaderas estrellas: los más de siete mil voluntarios que soportaron sol y lluvia para festejar con su país un aniversario más.
Primer acto
Los labios comienzan a secarse. Las piernas se entumecen. El maquillaje de la cara desaparece poco a poco por el sudor. Las miradas están atentas a la delgada línea fosforescente sobre el asfalto que indica el inicio del alboroto. “Ya saben, chavos, pasando la línea le echamos todas las ganas”, dice uno de los guías. La adrenalina está al cien. Siete días de llamados. Cinco días de ensayos. Quince horas de repeticiones y otras tantas de no hacer nada. No creo que estemos preparados, pero ahí vamos.
Y tampoco es que se requiera mucho para caminar y soplar un caracol de mar, así que nos esforzaremos por llevar las filas ordenadas. Cruzamos la línea fosforescente. La fiesta comienza en la esquina de Paseo de la Reforma y Gandhi, donde nos desnudamos para ponernos el vestuario y escenificar un papel. Somos dieciséis portadores de caracol ataviados con sombrero, globos, tenis tipo converse made in Malasia, un jorongo de yute, short y camiseta. No sabemos cómo nacimos ni a quien representamos. Ni revolucionarios ni indígenas ni criollos. Ninis del bicentenario. Somos como “El Coloso”, carente de identidad y basado en estereotipos de libro de texto: mirada de malo, patillas de insurgente, bigote de zapatista. No somos los únicos. Otras decenas de disfraces desfilan en una puesta en escena sin sentido: caníbales entre aztecas, punks con máscaras toltecas, tin-tanes posmodernos con nopales que caminan o ángeles plateados que sostienen globos rojos de enamorados, como en pleno love parade.
Desde el centro del desfile, Paseo de la Reforma se ve estrechísima. Los celulares y las cámaras se asoman entre las cabezas de los asistentes. Algunos del público aplauden, saludan y gritan: ¡México, México! Otros nos ven pasmados, con cara de duda. ¿Y esos, qué serán? Se les ocurre de todo: Indigentes o soldados haitianos. Los menos, chiflan y piden una vuelta por aquello del short. Se carcajean. Saborean el ridículo.
Para entonces, el conjunto de caracoles que debía llamarse y contestar como en una ceremonia ritual ya es un coro de trompetas pamboleras que acompaña a las porras. ¡México… bom, bom, bom! ¡México… bom, bom, bom! Javier se ha unido al plan: sopla el caracol y grita. Está encantado. A sus 75 años de edad se anotó como voluntario porque, dice, podría ser lo último que haga en su vida. El desfile lo ha tenido preocupado desde hace semanas. Primero por sus problemas de próstata que le pueden llevar al baño en cualquier momento y así romper filas en plena marcha; pero también porque al terminar el desfile tendrá que regresar solo a Pantitlán. Sabe que por su casa es peligroso caminar de noche y no tiene quien lo acompañe. “No voy a arriesgar mi vida por esto”, dice en tono serio.
“Ya saben, chavos, pasando la línea le echamos todas las ganas”, dice uno de los guías. La adrenalina está al cien. Siete días de llamados. Cinco días de ensayos. Quince horas de repeticiones y otras tantas de no hacer nada. No creo que estemos preparados, pero ahí vamos.
Las constantes detenciones del desfile hacen que Javier se frene y Efraín lo alcance por detrás. No ha sido el primero y tampoco será el último de los choques. Efraín se la ha pasado saludando. Posa para las fotos que toma el público. Con los globos en el sombrero, el caracol y los saludos ni recuerda que Javier está enfrente. Avanzamos por Reforma.
En el Ángel de la Independencia decenas de cámaras de televisión toman desde todos los ángulos. Es el área reservada para los medios de comunicación. De México para el mundo la cabeza dorada del subcomandante Marcos que desfila junto a la de Josefa Ortiz de Domínguez y a la de Hernán Cortes. Personajes distintos e inconexos cargados por ángeles dorados concebidos en una película de El Santo.
Tenía razón Alonso Lujambio, secretario de Educación, cuando dijo que la ceremonia quedaría en la memoria. Se recordará por carros alegóricos vistosos y trajes coloridos, pero colocados en capítulos inconexos y carentes de lógica. Doscientos años resumidos en nueve segmentos que apostaron por lo estético.
La historia también es un carnaval. Ahí está el calendario azteca de luces moradas y el carro-pirámide con tubos de neón y guerrero de gimnasio incluido. Que diferencia con lo que presentó Porfirio Díaz hace cien años en su desfile del centenario cuando unos sencillos hombres ataviados con ropas mexicas cargaban en hombros a Moctezuma II en descolorida aparición.
Con su celular, los policías que están en las vallas no dejan de tomar fotos. Están encantados con el paso de la variedad de personajes y vehículos. En el cruce de Reforma e Insurgentes la estatua de Cuauhtémoc nos ve desde su pedestal. ¿Qué pensará de sus relucientes guerreros mexicas de poliuretano y pintura acrílica? Nada extraño ha de decir, pues Miguel Hidalgo va en un gigante barco de papel periódico con foquitos y saludando como artista de televisión. El barco podría incluirse en el desfile navideño de este año con Papá Noel al frente y precedido por los hombres en zancos llenos de ramas.
Hay una gran escandalera. Los camoteros no dejan de sonar su silbato y ensordecen a la audiencia. Ya muy cerca de la glorieta del Caballito pasamos frente a la estatua de Miguel Lerdo de Tejada y ni nos voltea a ver. Mira al cielo. Creo que no lo invitaron a esta pachanga, como tampoco lo hicieron con los liberales de la Guerra de Reforma y con los promotores de las Leyes de Reforma. Los futbolistas sí están en varias ocasiones, pero ellos no. ¿Qué dirá Felipe Calderón de no incluir a los artífices del Estado laico mexicano? Seguramente debió molestarse por tal omisión.
Observo al resto de portadores de caracol y cada vez soplamos menos. Ya no hay tanta fuerza como 2.7 kilómetros atrás, pero seguimos saludando al público. Javier continúa recibiendo los empellones de Efraín, que lleva un paso singular. Este ingeniero en sistemas que trabaja como cobrador camina de puntitas, como bailando en pasos cortos.
Segundo acto
La torpeza para bailar es quizá lo que me tiene aquí, como simple portador de caracol. No me dieron a escoger. Si una lección obtengo del desfile es que del baile mejor me olvido. El pie derecho no hace lo mismo que el izquierdo. Seguro eso vio la coreógrafa brasileña Renata Vieira en la audición del 3 de julio. Fue el primer llamado. Junto a unos sesenta voluntarios hicimos varios pasos de una coreografía. Uno, dos, tres cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Al frente, Renata descartaba voluntarios rompiendo papeles con el número de cada participante. “No importa si se equivocan, lo importante es sonreír”, decía una de las guías. Entre los bailarines, Yolanda apenas podía moverse con los zapatos de tacón y sus 75 años a cuestas. Al terminar la prueba rompió en llanto. Se acercó para preguntar si a pesar de su edad iba a ser considerada en el desfile. “Todos van a participar”, le aseguró Renata en una mezcla de español y portugués. La coreógrafa brasileña fue la única de la organización de la que escuché palabras de emoción y alegría por celebrar la Independencia. Después de ese sábado 3 de julio no apareció ningún discurso patriótico, ni una mínima motivación para sentirse orgulloso de lo que festejábamos. Y así ensayamos, sin sentido de pertenencia, como para un desfile de Disneylandia que se diseñó en lenguas extranjeras.
Durante las prácticas no fue extraño escuchar inglés e italiano en los walkie-talkies del equipo de producción. Más de una docena de australianos bajo el mando de Ric Birch, cabeza de la producción, y cerca de cincuenta italianos traídos por Marco Balich, director artístico del Carnaval de Venecia, formaron la columna vertebral en la organización del desfile. El resto del equipo estuvo compuesto por mexicanos, españoles, argentinos. Bajo el rayo del sol los australianos e italianos eran fáciles de identificar por su cara roja y quemada. Un día me acerqué a ellos, quería conocer a Ric Birch, famoso por las inauguraciones olímpicas de Beijing 2008 y Sidney 2000. Un australiano me dijo que andaba por ahí, “supervisando”; unas coreógrafas mexicanas aseguraron que nunca lo habían visto y los de seguridad no sabían quién era. Nunca apareció.
Birch creó en marzo de 2009 Instantia Producciones, una sociedad de responsabilidad limitada que recibió del Gobierno Federal 667 millones de pesos para la realización del desfile del bicentenario. Sin un concurso que permitiera conocer la oferta de otras compañías productoras de espectáculos, el gobierno de Felipe Calderón le pagó a Instantia Producciones por la “prestación de servicio integral para la producción de música, arte, danza, efectos especiales y espectáculos públicos encaminados a la celebración del bicentenario”. El contrato fue firmado el 2 de abril de 2009 y vence el 31 de enero de 2011. Ya con la adjudicación a su favor, Birch convocó a una decena de artistas mexicanos para que diseñaran su propia propuesta de segmentos del desfile, quienes a su vez contrataron a un equipo de coreógrafos, diseñadores de arte, creativos, técnicos y especialistas en actos masivos. De acuerdo con la Secretaría de Educación Pública, el dinero pagado a Instantia Producciones sirvió para vestimentas —entre ellas mis tenis de Malasia—, carros alegóricos, iluminación, ensayos, montaje, desmontaje, logística, juegos pirotécnicos y el pago a artistas.
Si Instantia Producciones aprovechó la “bondad” del Gobierno Federal, con los más de siete mil voluntarios —de siete a 84 años de edad— encontró generosidad e ingenuidad. Cada participante cedió sus derechos de imagen y firmó un acuerdo de confidencialidad en el que la productora pedía “no revelar en ningún momento al público, a los medios de comunicación o a persona o a entidad alguna, la información y materiales confidenciales de producción”. El mensaje era claro: A callar y a marchar. La compañía de Birch no dejó cabos sueltos, todo debía estar bajo su control. Los voluntarios nos comprometimos por escrito a cumplir sus normas y recomendaciones durante y después del desfile. En el exceso, requirió acceso pleno a nuestra identidad y se sintió con derecho a investigarnos. “Autorizo a revisar y/o corroborar en cualquier momento y hasta las celebraciones, toda la información y/o registros que hago del conocimiento de Instantia Producciones, incluyendo sin limitación alguna, antecedentes sobre mi identidad, datos académicos, laborales, criminales, así como cualquier información disponible al público por cualquier individuo, compañía, institución, escuela, agencia, entidades y dependencias de gobierno, tribunales e internet”, decía uno de los contratos.
Instantia Producciones también pidió firmar una declaración que la liberó de cualquier responsabilidad en caso de lesiones, pérdidas, daños, costos o gastos relacionados con la participación como voluntario. Al aceptarlo, no podríamos ejercer acciones civiles, penales o laborales en su contra. De un seguro contra accidentes ni hablar. Los organizadores jamás ofrecieron cobertura médica más allá de una ambulancia con paramédicos en los ensayos. Sólo me preguntaron por padecimientos o alergias. Tampoco dijeron nada de un plan de contingencia o de evacuación cuando se especuló sobre la posibilidad de un atentado o de actos violentos en el desfile.
Y esa misma Instantia Producciones fue la que nos mantuvo en los ensayos con escuálidas tortas de jamón y frijoles, una manzana y una palanqueta descuartizada. Ya hubieran servido esos millones de pesos pagados con impuestos para cambiar un día el menú. A nada supo esa comida en las horas de espera en que aguardamos de pie a que otros voluntarios se maquillaran o a que terminaran de organizarse las coreografías masivas.
La torpeza para bailar es quizá lo que me tiene aquí, como simple portador de caracol. No me dieron a escoger.
Con todo, Ricardo, Laura, Lizbeth, Irma, Hugo, María del Carmen, Alfredo, Paulina, Magda, Anahí, Miguel, Judith y yo mantuvimos el entusiasmo y el sentido del humor en los ensayos programados en jueves, sábados y domingos de agosto y septiembre en el autódromo Hermanos Rodríguez. Somos los portadores de caracol que cumplimos como si de nuestro soplar dependiera el éxito de la histórica celebración. No pedimos nada a cambio. Nuestro compromiso fue a prueba de sol y lluvia, a prueba de regaños en el trabajo o de faltar a clases y exámenes. Los llamados implicaron que moviera citas o dejara de salir por la noche un fin de semana. Desvelarse y horas después estar de pie bajo el sol no es una buena combinación.
Estamos convencidos que participar en el desfile fue una oportunidad única, que ningún mexicano podrá repetir. “Es para que cuando mis nietos me vean viejito les pueda decir que participé en el desfile del Bicentenario”, me dijo David un día. Su hija se inscribió como voluntaria y decidió acompañarla aunque les tocara en segmentos distintos. David, de cuarenta años, estuvo en el Ejército y sabe lo que es ir un 16 de septiembre con marcialidad militar. Es un experto en cadencia, tiempos, pasos cortos, pasos largos, distancias y trucos de marcha. Sabe todo lo que aquí no importa. En los ensayos insiste en que hace falta un poco de disciplina y no es fortuito el título que nos pone desde el primer día: Ejército de Galeana. ¿Por qué?, le pregunto. “Cada quien hace lo que le da la gana”, contesta entre risas. Así, sin nadie que nos coordinara en cada momento e insistiera en que desfilar es un juego de repeticiones, llegamos al 15 de septiembre con David tratando de ordenar filas y recordando cómo había que marcar tiempos.
Tercer acto
El sol comienza a descender. En la Alameda Central tomamos un descanso antes de entrar al Zócalo. Javier abandona las filas de los portadores de caracol para volver a su casa en Pantitlán y llegar seguro. Está a tiempo.
En tanto, una reportera de Canal 40 se acerca a entrevistarnos. Pregunta por el costo del desfile. Varias de las voluntarias se molestan. “Ni al caso”, dice una. “Es cómo si en plena fiesta de 15 años le piden a la festejada su opinión sobre el derroche que su papá hizo por ella”, le digo a Laura bromeando. Nunca antes en la historia reciente del país un desfile había causado tantas expectativas por su costo y contenido. La Secretaría de Educación Pública prometió un espectáculo nunca antes visto y los organizadores ofrecieron una conexión emocional con el público. “Eso es lo que buscamos, ver esa noche lágrimas en los ojos y sentido de orgullo de ser mexicanos […] Si logramos eso, habremos hecho todo”, dijo en una entrevista el italiano Marco Balich días antes del desfile. Las únicas lágrimas que vi fueron las de algunos voluntarios que huían de la ceniza y el humo provocados por los fuegos artificiales en el Zócalo.
Los números del desfile daban para presumir: nueve segmentos, 27 carros alegóricos, 3.5 kilómetros de longitud, 45 pantallas de video y más de siete mil voluntarios de 73 mil que se inscribieron inicialmente en la convocatoria. Del total de voluntarios más de la mitad tenía entre 18 y 29 años, y el 65 por ciento eran mujeres. Todo un récord de participación.
Son las 10:15 de la noche. Han pasado doce horas desde que llegamos a Reforma y Gandhi para prepararnos y por fin estamos frente al Palacio Nacional. Busco a Felipe Calderón en el balcón central. Está vacío. Lo que está lleno son las gradas de invitados especiales y el resto de los balcones del edificio. Todo hasta el tope para ver la magia de Disney en primera fila. Ya no saludo al público y menos voy a hacerlo con los de las gradas, pues se me ocurre comparar los bocadillos que hay en la zona VIP con mis dos raquíticas tortas de jamón, lo único que he comido en el día. Estamos cansados, hambrientos y hasta la madre. A Paulina le duelen los pies. Alfredo trae ampollas. Malditos tenis malayos… si fueran mexicanos otra cosa sería.
Es el fin. En el Zócalo, la coreografía masiva que ensayamos un par de días con Renata Vieira no funcionó como estaba planeada. Minutos antes la misma brasileña se había plantado en uno de los escenarios del Zócalo para coordinar el baile con el público. Uno, dos, tres, cuatro… manos arriba. Uno, dos, tres, cuatro… manos abajo. Nadie del público le hizo caso. Nosotros intentamos seguir los pasos hasta que el contingente se detuvo y nos apretujamos detrás del escenario donde se desplegó “El Árbol de la Vida”, en la esquina del Palacio Nacional y el edificio del Gobierno del Distrito Federal. Sólo vemos tablas, una pantalla a lo lejos y la fachada de la Catedral. Nos habían prometido un lugar privilegiado en el Zócalo para ver los espectáculos. Vaya fraude. Así, tratamos de adivinar a través de la pantalla lo que sucede en la plaza y en los escenarios que presentan espectáculos. De “El Coloso” sólo podemos ver cuando ensamblan el torso con las piernas y El Grito apenas lo escuchamos entre la escandalera, no lo vemos. Minutos después logramos escabullirnos en el área de voluntarios y pasar frente a Palacio Nacional para observar los fuegos artificiales. Es un concierto de luces y explosiones que cimbran el Zócalo. La piel se pone chinita. El olor a pólvora se va impregnando. Son más de quince minutos de intensa pirotecnia en el cielo. Abajo, la serpiente Quetzalcóatl recorre la Catedral con sus dos torres que bailan al compás de la magia de los proyectores. Y por un momento, todos fuimos uno (Monsi dixit, si vivieras para ver esto). Mexicanos, orgullosos de serlo y de olvidar todo en una noche. Es el clímax.
La oscuridad vuelve al cielo. El humo de los cohetes permanece. Hay quienes se han fundido en un abrazo o están sentados en el suelo descansando en el área de los voluntarios. La calle frente a Palacio Nacional es un campo de obstáculos plagado de penachos, trajes, uniformes, muñecos, botargas. Despertamos del sueño pirotécnico. Tenemos sed y hambre.
¿Cómo se llamó la obra?
Regresamos en metro a recoger nuestra ropa y los vagones están llenos de personajes variopintos. Los trenes son exclusivos para nosotros. Somos un carnaval a 40 kilómetros por hora.
Pienso en el esfuerzo de tantos voluntarios esfumado en horas; en los millones de pesos transformados en papel de colores, globos y vestuarios que no volverán a usarse. Todo fue efímero, como mi maquillaje.
Pienso en los periodistas extranjeros acreditados para cubrir la celebración. ¿Qué dirán de nosotros? ¿Somos el ombligo del mundo? ¿Estarán sorprendidos o fue un desfile más? Es probable que las narcofosas o los muertos de mañana desaparezcan el evento de un plumazo.
Esa noche volvemos a las carpas blancas colocadas en Reforma y Gandhi, donde por la mañana nos transformamos en portadores de caracol. Mientras nos desnudamos para dejar el vestuario, Ric Birch prepara sus maletas. Su destino es la India, donde montará otro espectáculo. Quizá allá los haga llorar. ®
PAULINA
tal y como fue como olvidarlo ,cada minuto ,cada segundo jamas lo olvidare es algo que por siempre estar en mi mente y puedo decir fui portadora de un caracol ,me cuerdo del primer dia q llegue a los ensayos,varios me decian el caracol es el que te llama y asi fue ,el simple hecho de escuchar su sonido era lo mejor .
Ely Jara
Gracias por compartir este testimonio. Yo estuve ese día ahí como espectadora y fue un momento que esperé durante muchos años y que por supuesto no fue lo que esperaba, sinceramente yo también pensé que habría algo que me haría llorar de emoción, que realmente me estremecería, y no fue así. Al igual que tú, rescato los últimos momentos: el show de fuego, la pirotecnia y el espectáculo de luces, pero nada más. Como público también estuve decepcionada que darme cuenta de que todo estaba manejado por extranjeros, y también tuve esa conciencia de saber que cien años atrás todo estuvo mejor organizado, pero sobre todo, lleno de un sentido patriótico auténtico y no un conjunto de espectáculos apantallantes pero que al final sólo dejaron una sensación de vacío. Otro aspecto muy triste fue la forma en la que dividieron al «pueblo» de los invitados especiales, fue una noche de diferencias marcadísimas, las vallas marcaron territorios y mientras la gente «común» luchaba por un pequeño espacio, los juniors tenían su propia pista de baile justo enfrente de nosotros. Ellos sí ejecutaron los pasos de baile que les indicó la coreógrafa para empezar porque tenían el espacio para hacerlo y segundo lugar tal vez porque les pareció algo maravilloso, a nosotros no. Sinceramente esa coreografía fue lo más estúpido de la noche, la programación «cultural» no tuvo la menor emotividad y el dichoso «tema oficial» del Bicentenario era una simple canción sin alma, completamente tonta y carente de sentido, nadie podía haberse emocionado con eso. Fue una lástima para quienes esperamos ese día durante tanto tiempo y con tanto entusiasmo.
Yisus
Wow!, en verdad que diferente es ser espectador a ser participante, muchas veces no nos damos cuenta de lo que pasa detrás de un evento como éste. Se me hizo injusto el trato para los voluntarios, que entregaron todo su entusiasmo, su sudor y su pasión en un festejo como este. Me hubiera gustado que se le hubiera dado la oportunidad a mexicanos la parte creativa, quien mejor que nosotros que hemos nacido en esta tierra para reflejar lo que significa el bicentenario, para los extranjeros es solo un show más! Comparto con Mario y Alejandra el hecho de que las verdaderas estrellas fueron los 7 mil voluntarios. Aplausos fuertes y dobles para ellos!!!
Confieso que me emocionó mucho saber que hubo personas mayores que nos demostraron su pasión por la vida y que nunca se es demasiado viejo para emprender algo. Felicidades a todos ellos!!
emilio vega martín
Excelente. Duro, seco y preciso. Este texto – agregándole una cierta dosis de humor – puede convertirse en un relato redondo para agregarse a la línea iniciada por Jorge Ibargüengoitia. México duele: lo vuelven pantomima grotesca; carnaval barato en el que lo único auténtico son las fatigas de esa masa anónima de voluntarios que cren – pese a todo – que existe un país-nación que está por nacer.
Alejandra
Me encantó!! excelente crónica, diferente, en ningún otro medio leí algo parecido, muchas felicidades por publicar este tipo de información.