Para quienes visitan la Ciudad de México por primera vez y tienen que usar el Metro, la experiencia puede ser perturbadora, incluso paralizante. Incluso si ya viven en la capital, viajar en Metro siempre es una aventura insospechada.
Cuando era niño mi familia solía organizar un viaje anual al entonces Distrito Federal. La gran ciudad que sólo nos atrevíamos a visitar durante un día —salíamos a la medianoche para llegar alrededor de las seis de la mañana con la misma dinámica para el regreso— y bajo una estructura determinada que generaba una sensación de seguridad y control: un viejo autobús directo a la Basílica de Guadalupe, donde, además de las obligadas oraciones ante la Virgen y la subida al cerro del Tepeyac, recorríamos la periferia con mis padres para comprar recuerdos, sin pensar siquiera en rebasar la frontera del atrio del recinto religioso, acción que nos volvería vulnerables ante el monstruo que nos pintaban de la ciudad a través de los noticieros del Canal 2.
El segundo y último destino se trataba de Reino Aventura. Nos emocionaba ver a Keiko y montarnos en los juegos mecánicos. Habitamos la ciudad, pero al mismo tiempo no. Más cercano parecía creer que se trataba de una especie de The Truman Show en el que todo está orquestado para que funcionara a la perfección. De esta forma jamás sentí curiosidad, temor o duda, nunca me pregunté cómo era o qué había del otro lado.
Hasta que, en alguna ocasión, no recuerdo exactamente el porqué, cruzamos esa frontera y tuvimos que tomar el metro. En mi memoria estoy de la mano de mi madre, en el subsuelo, frente a las vías, aguardando el tren. Entonces escucho su voz que me dice: “En cuanto se abran las puertas debemos apresurarnos para entrar, porque si se cierran, nos parten en dos”. No sé si aquello fue una broma o formaba parte de un temor real, aunque el eco de aquellas palabras se quedó en mí, produciéndose una especie de trauma que jamás creí superar.
Muchos años después, cuando decidí estudiar una segunda carrera, tuve que ir por mi cuenta a la Ciudad de México para realizar los trámites correspondientes a la universidad. Mónica, una amiga colombiana radicada en la ciudad, me ofreció su casa para pasar los dos o tres días que me tomaría resolver la burocracia. Puso su dirección por escrito en un correo electrónico junto con las indicaciones para subir al metro y llegar hasta el sur de la ciudad, cerca del centro de Coyoacán. Aquellos pasos, puntuales y sistematizados, carecían de sentido para mí, quien por primera vez iba sin la burbuja de mis años infantiles, sin padres que guiaran mis pasos de la mano, sin un chofer a quien decirle “Lléveme a esta dirección”.
“En cuanto se abran las puertas debemos apresurarnos para entrar, porque si se cierran, nos parten en dos”. No sé si aquello fue una broma o formaba parte de un temor real, aunque el eco de aquellas palabras se quedó en mí, produciéndose una especie de trauma que jamás creí superar.
Ya en la Central del Norte, entre tanta gente que corría de un lado a otro, salí y descendí a la estación del mismo nombre. Ubiqué el mapa de las líneas mientras a intermitencias miraba el papel arrugado en mi mano, intentando darle sentido hacia qué dirección tenía que ir, bajar y transbordar.
No lo logré, así que acudí a otro amigo a quien llamé y le pedí que fuera por mí. A pesar de vivir lejos me hizo el favor y aceptó hacer el recorrido en trolebús —lo que implicaba el doble de tiempo— porque estaba asustado y avergonzado. ¿Cómo era posible que a mis veintitantos años no pudiera usar un transporte que millones de personas de todas las edades utilizan con naturalidad y sin otra alternativa para ir a los menesteres de la vida?
Al mudarme a la Ciudad de México no hubo de otra que asumirlo como quien lanza un bebé al agua para que aprenda a flotar o se ahogue. Sobrevivir a la brava. Por fortuna, en el presente, la tecnología se convirtió en quien me toma de la mano. Basta un par de búsquedas para saber el recorrido con claridad. Lo cual no me eximió de los temores fundados en la infancia. La primera vez que utilicé el metro solo partí desde la estación Popotla. Todo marchaba bien, lo único agobiante era el mar de usuarios de un viernes por la tarde. En los transbordos que realicé caminé con seguridad un tanto fingida buscando la señalética de las direcciones correspondientes.
Fue muy difícil abrirse paso entre las balas de gente, a quienes, cual jugadores de fútbol americano, no les importaba taclear a quien estorbara en su camino. Nada ni nadie impediría que los retrasen un segundo, una idea —ahora entiendo— un tanto ingenua en una ciudad que nos despoja de cualquier posibilidad de control.
En dirección a Universidad aguardé más de lo esperado. Se debió a una lluvia torrencial que causó un servicio intermitente. Las personas se acumulaban en el andén y empujaban a los que nos encontrábamos al frente sin preocuparse por el riesgo de hacernos caer a las vías, en una especie de recreación chilanga de aquella escena de 300, en la que el ejército espartano lleva al barranco al enemigo con la presión de sus escudos.
Era cuestión de observar con detenimiento en cada estación la coincidencia de los logotipos de la ruta y, llegada la mía, subirme a la ola para salir. De pronto el metro se detuvo y las luces se apagaron. Nadie decía nada. No existía ni pizca de sorpresa o desesperación; entonces comprendí, porque hubo quien a lo lejos lo expresó, que los días lluviosos afectan el servicio.
Llegó un tren lleno del cual salieron apenas cinco o seis usuarios, mientras que entraron diez sin que mi cabeza comprendiera la lógica. La gente me hacía a un lado al saberme dudoso. No aguardarían un nuevo tren sin garantía de mayor cupo. Y así fue, pasaron al menos dos más igual de saturados, así que hice acopio de valor y en el siguiente me dejé empujar hasta pegarme a las puertas de acceso del otro lado, confiando en que no se abrieran accidentalmente, pues no había de dónde sostenerse. Sentía que la presión de todos me mantenía unos milímetros en el aire.
Aunque apretado, estaba más tranquilo. Era cuestión de observar con detenimiento en cada estación la coincidencia de los logotipos de la ruta y, llegada la mía, subirme a la ola para salir. De pronto el metro se detuvo y las luces se apagaron. Nadie decía nada. No existía ni pizca de sorpresa o desesperación; entonces comprendí, porque hubo quien a lo lejos lo expresó, que los días lluviosos afectan el servicio. Comenzaba a sentir que me faltaba el aire y mis piernas tambaleaban. Pasaban los minutos y nada ocurría, por lo que comencé a sentir un ataque de ansiedad.
Al final todo salió bien y las obligaciones del trabajo me han convertido en un usuario habitual del sistema de transporte colectivo.
Hace poco, por cuestiones de trabajo, fui a Ciudad Nezahualcóyotl. El nerviosismo de visitar una nueva zona estaba presente. Conforme pasaba de aquello conocido a lo desconocido, aferrándome en la memoria a ciertos puntos para salir del laberinto, pensé que de regreso podría partir del famoso metro Pantitlán.
Cumplida la jornada tomé un Uber que me llevó a la estación. Caminé entre puestos de cachivaches. Pantitlán es de esas estaciones ocultas entre vendedores. A simple vista no divisaba el ingreso, así que hice algo que me hizo sentir expuesto: preguntar. En esas conversaciones en las que se ponen consejos sobre la mesa bajo distintas circunstancias, en el apartado de lugares que se visitan por primera vez, uno es el de tratar de mimetizarse. Porque es probable que se note que no eres de allí y resaltes entre los asiduos cuya seguridad es natural y no artificial como la tuya. Preguntar sería quitarme ese disfraz y ponerme un foco fluorescente. Tal vez exagero, pero en un país como éste más vale hacerlo.
A mi cabeza llegó una imagen de internet que algunos aseguran corresponde al metro Pantitlán. En ella, cientos de personas apiladas como caja de cerillos, aguardan la llegada de los vagones. Los que están al frente parecen a punto de caer, como si bastara un ligero impulso de cualquiera de los que están atrás para desencadenar el accidente. Y, sin embargo, que yo sepa, nunca ha ocurrido.
A diferencia de otras estaciones, Pantitlán es laberíntica. Caminé durante casi media hora mirando los letreros de las líneas, dirigiéndome de un lado a otro, confundido. Hasta que encontré la señalética de la línea café con la reserva que me provocaba un tachón en el número 9. Por fortuna, no había tanta afluencia, sólo algunos estudiantes en grupos que parecían no tener prisa por regresar a sus casas, unos cuantos hombres, mujeres, niños y ancianos. A mi cabeza llegó una imagen de internet que algunos aseguran corresponde al metro Pantitlán. En ella, cientos de personas apiladas como caja de cerillos, aguardan la llegada de los vagones. Los que están al frente parecen a punto de caer, como si bastara un ligero impulso de cualquiera de los que están atrás para desencadenar el accidente. Y, sin embargo, que yo sepa, nunca ha ocurrido. Es como si se llevara en la sangre la cultura del metro a pesar de los empujones, las mentadas de madre y el egoísmo de quienes son capaces de cualquier cosa con tal de garantizar su lugar. Hay límites, parecen saber, y deben respetarse porque la anarquía no conviene a nadie. La fotografía era como ver una película donde hay caos y destrucción sin que te produzca emociones reales, porque sabes que no estás allí. Ahora yo me encontraba dentro del filme, pero afortunadamente el tránsito era ligero y no parecía que la marea subiera.
Después de una larga escalinata descubrí que la línea que me llevaría en un solo transbordo estaba cerrada —el tramo entre Pantitlán y Puebla—, así que tuve que enfrentarme a un nuevo reto: redirigir el camino sin ayuda de tecnología, pues descubrí que no tenía señal y no podía conectarme a la red pública de la ciudad. Me vi obligado a descifrar aquel mapa que siempre estuvo ajeno a mi comprensión.
Sería tanto el nerviosismo que en primera instancia no encontré respuestas. La línea amarilla (5) podía conectarme con la roja (6) para desde Instituto del Petróleo ir hasta El Rosario, la naranja (7) y de allí bajar en Polanco. La línea morada (A) definitivamente no era alternativa, ya que me llevaba hacia Santa Marta Acatitla, Los Reyes, La Paz… rumbo a Chalco y la carretera México–Puebla.
Volví al punto de inicio. Descendí a contraflujo pensando que tal vez pasaba por alto un detalle, como quien ha perdido algo al sacarlo del bolsillo y mira atento el camino para encontrarlo. No era posible que fuera el único que se dirigiera a aquella zona de la ciudad. Caminé con mayor atención hasta que vi un letrero colocado para aquellos que, como yo, desconocemos las intervenciones de nivelación del metro. Los autobuses de la Red de Transporte Público conectaban desde Pantitlán hasta Velódromo. Así que sólo era cuestión de seguir el camino amarillo y que la intuición hiciera lo suyo.
Caminé por los laberínticos pasillos sin dar con el acceso a los camiones, así que pregunté a una oficial que en lugar de vigilar miraba videos en su teléfono. Interrumpida, de mala gana me dijo que ya no había tal servicio y con un dedo autoritario me ordenó que caminara hacia cierta dirección. Sentí agradecimiento a pesar de su mala actitud al descubrir que me envió a la línea rosa (1); en mi cabeza había familiaridad y supe que desde allí podría viajar hasta Tacubaya y conectarme a Polanco.
Subí a los nuevos vagones: amplios y modernos, tan distintos a otros como los de la línea verde (8), que, además de viejos y sucios, tienen una atmósfera de inseguridad. El gobierno de la ciudad dice que ha invertido 37 mil millones de pesos tan sólo en esta línea para comprar 29 trenes y renovar vías. Ante lo nuevo del transporte y la infraestructura contrasta quienes lo abordamos. No somos los personajes de una película antigua en la que los pasajeros vemos inspirados el horizonte, leemos un libro o el diario; llevamos el mandado, el bolso, la mochila o el maletín en el regazo u ofrecemos el asiento a una anciana o deseamos los buenos días a quienes se bajan en la próxima estación. No. Apenas se abren las puertas el slam comienza, codos abriendo camino para buscar asientos, aunque es obvio que somos tan pocos que todos alcanzaremos uno. Los choques de cuerpos parecen normales. Apenas arrancamos, un joven a un par de asientos de donde me encuentro saca una cerveza en bote que comienza a beber sin pudor. A lo lejos se escuchan los gritos de un vendedor que ofrece encendedores, bases para celular y otros productos a diez pesos; más lejos otro vende broches, luces LED y chocolates a quince pesos que en la tienda cuestan arriba de treinta. Algunos compran la mercancía sin usar el sentido común para preguntarse por qué los bajos costos. Las mafias como ésas se alimentan del eslabón más débil; paradójicamente, los usuarios son los que los dotan de fuerza de mercado. A mi lado viene una señora que se quita el bigote con unas pinzas. Mira su reflejo en un pequeño espejo y después de extraer los vellos los lanza al pasillo sin que nadie se inmute.
No somos los personajes de una película antigua en la que los pasajeros vemos inspirados el horizonte, leemos un libro o el diario; llevamos el mandado, el bolso, la mochila o el maletín en el regazo u ofrecemos el asiento a una anciana o deseamos los buenos días a quienes se bajan en la próxima estación. No.
Estación a estación suben personajes en cuyos rostros es inevitable pensar en sus historias. Lo primero que buscan es un asiento disponible con una ilusión infantil. Algunos cierran los ojos y se duermen —incluso de pie—, lo sé porque se escuchan ronquidos o cabecean a riesgo de una lesión de nuca o de impactar contra los pasamanos. Uno sostiene a la altura de su rostro, con el brazo en forma de L, su teléfono para ver una serie. Los párpados descienden con un ritmo de mecanismo programado; me sorprende el rictus corporal que le permite mantenerse erguido y despertar en la estación exacta en la que tiene que bajar.
Cada vez somos más, y los gritos y las quejas se acumulan. Nadie escucha, nadie atiende. Algunos dicen frases sarcásticas, groseras o alburean. Cuando se abren las puertas en la estación Pino Suárez destacan dos hombres al ingreso. Uno ronda los treinta, tiene la cara tatuada con imágenes diversas, pareciera que un niño le ha pegado stickers sin orden alguno. El otro, calculo que tiene poco más de cuarenta y cinco años. Asumo que vienen discutiendo desde antes de subirse porque los ánimos están calientes. El de la cara tatuada le dice que si muy vergas, que le baje de huevos, que se den un tiro. La respuesta es silencio y una mirada retadora. Durante dos estaciones uno seguirá desafiando al otro sin resultados hasta que en Salto de Agua le pregunta al tatuado que si muy “lión”, que cámara, se bajen y se den un tiro. “Ya estuvo bueno”. El valor súbito no es gratuito. Al descender la velocidad, a la llegada al andén, vio de reojo a dos policías. Se trataba de una trampa en la que el rival no cayó porque de inmediato comenzó a reprocharle que sólo así, con la tira, le salía lo gallito. Quien ahora retaba se bajó en esos segundos mientras un pitido avisa que están por cerrarse las puertas. El de los tatuajes alcanzó a lanzarle un puñetazo que acertó en la nariz. Los de alrededor estábamos atentos al chisme; el libro que leía lo cerré: no estaba a la altura.
Por si fuera poco, en la siguiente estación sube un hombre vestido casualmente: camisa, pantalón, zapatos, pareciera como cualquier otro si no es porque se encontraba sucio. El cabello enmarañado, la ropa llena de tierra, la cara tiznada. Comenzó a caminar gritando que venía de Guerrero, que quería ir a casa y que sólo le faltaban cuatro pesos. Pedía ayuda con un tono lastimero, repitiendo la frase “Vengo de Guerrero, se los suplico, sólo me faltan cuatro pesos…”. La gente no sólo lo ignoraba, sacaba la fuerza para hacerse a un lado y abrir paso para que no los tocara. Hasta donde vi, nadie le dio los cuatro pesos. ¿Falta de humanidad? ¿Falta de recursos? ¿Conocimiento de estafa?
Antes de descender en mi parada pienso en el cortometraje animado El héroe, de Carlos Carrera, la secuencia inicial, en la que el personaje principal va en medio de un río de gente, su rostro cansado, demacrado, un tanto amorfo. No parece que camine, sino que es arrastrado por el resto. De pronto un niño aparece corriendo, sonríe. ¿Hay lugar para las sonrisas en el caos del metro?
El hombre se abre paso hasta el borde. A su lado observa a una chica que se asoma a las vías. Se balancea. Aunque hay cientos de personas nadie más la mira, solamente él. Su expresión cambia, hay preocupación. Supone lo peor. El tren se acerca y se apresura abriéndose paso. Cuando la joven está a punto de saltar, la detiene. El hombre le sonríe mientras que ella lo ve con reproche, después emite un grito que atrae a la policía. Se lo llevan sin permitirle explicaciones. Un nuevo tren se acerca y ella se lanza.
Más que un cortometraje, así es la vida en el metro, un universo con astros veloces recorriendo el infinito de las estaciones, con humores cambiantes, egoístas, esperanzadores. Allí tal vez están todas las respuestas del mundo, pero a veces no hay tiempo ni ganas de prestar atención.
Emerjo en la calle Horacio, me azota el aire fresco. Soy un satélite que vuelve al planeta Tierra mientras que allá abajo el cosmos no se detiene ni un sólo instante. ®