No parecen importar los miles de años de evolución, los métodos con los que se asesina hoy en día a inocentes o transgresores de alguna norma o mandamiento son los mismos que en la antigüedad.
En 1976 se exhibió en varios cines de la Ciudad de México un extraño y violento documental: Hombre salvaje, bestia salvaje (Ultime grida dalla savana), tercera parte de la Trilogía salvaje (Savana violenta y Dolce e selvaggio) de los italianos Antonio Climati y Mario Morra —y narrada por el escritor Alberto Moravia—, en el que se mostraba durante casi dos horas fuertes escenas de crueldad y salvajismo, como la de unos granjeros colombianos armados que perseguían a indios amazónicos como si de animales se tratara. Una vez capturados los remataban y colocaban en su boca el pene amputado, entre risas y comentarios como: “¡Los indios no son hombres, son animales y se roban nuestros cultivos!” Poco después se descubriría que entre los acontecimientos reales se habían intercalado otras falsos, montados. La película corresponde al llamado género mondo o shockumentary, que representan temas y escenas sensacionalistas. Una de las más conocidas es la que inauguró el género, Perro mundo (Mondo cane, 1962), de Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi, una sucesión de crueldad, aberraciones, accidentes y ceremonias de iniciación ritual; otra es Mondo Topless (1966), de Russ Meyer, sobre la vida nocturna del San Francisco de la época.
A mediados de la década siguiente fueron muy populares las ediciones piratas de documentales igualmente morbosos: Trauma I y Trauma II, además de Africa Addio, Faces of Gore y Traces of Death, que se conseguían en puestos callejeros, sobre todo los de la avenida San Cosme y Baja California con avenida Insurgentes, en la Ciudad de México. En ellos se exhibía un verdadero catálogo de atrocidades, como un hombre que disparaba furiosamente a su esposa adúltera, dramáticos suicidios y milicianos negros que desprendían con una filosísima daga el pie de un ladrón en alguna parte de África. Una escena que se parece tanto a otra en que un paramilitar colombiano cercena de un limpio machetazo la mano derecha de un aterrado campesino; acto seguido, el parako sonríe a la cámara como si hubiera hecho una travesura. Un video de pocos segundos que alguien puso a circular en la Red.
En el caso de ese funcionario nazi quizá la filósofa judeoalemana tenía razón, pero probablemente no en el de muchos otros que creían en las tesis hitlerianas de la pureza racial y se solazaban en la locura asesina del Holocausto, como los granjeros colombianos y la soldadesca africana, evidentemente complacidos con sus bestiales crímenes.
Hannah Arendt descubriría, durante el juicio de 1961 en Jerusalén a Karl Adolf Eichmann, que éste era un hombre “terrible y aterradoramente normal” y así lo asentó en su polémico Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal (1961). En el caso de ese funcionario nazi quizá la filósofa judeoalemana tenía razón, pero probablemente no en el de muchos otros que creían en las tesis hitlerianas de la pureza racial y se solazaban en la locura asesina del Holocausto, como los granjeros colombianos y la soldadesca africana, evidentemente complacidos con sus bestiales crímenes.
Elías Canetti escribió Masa y poder como una respuesta a Psicología de las masas, de Freud, con cuyas explicaciones había quedado insatisfecho. Aunque esos dos estudios fundamentales estaban inspirados por la avasalladora ola nazi que plagaba Alemania y amenazaba Europa, Canetti fue más allá para indagar en el pasado remoto de las turbas prehistóricas de cazadores y encontrar en ellas el origen de las modernas masas impulsadas por motivos religiosos, morales, raciales, políticos y económicos —o por una combinación de estos y otros factores.
Al desarrollar su concepto de muta, el origen primitivo de la masa o muchedumbre que sale a cazar o a acosar, Elías Canetti escribió: “Sale a matar y sabe a quién quiere matar. Con una decisión sin parangón avanza hacia la meta; es imposible privarla de ella. Basta dar a conocer tal meta, basta comunicar quién debe morir, para que la masa se forme. La concentración para matar es de índole particular y no hay ninguna que la supere en intensidad. Cada cual quiere participar en ella, cada cual golpea. Para poder asestar su golpe, cada cual se abre paso hasta las proximidades inmediatas de la víctima. […]. La víctima nada puede hacer. Huye o perece. No puede golpear, en su impotencia es tan sólo víctima” [Masa y poder, 1960].
Ese patrón se ha repetido incontables veces en la historia de la humanidad y son millones de seres los que han muerto a manos de turbas enardecidas, para ser robados, castigados, eliminados. No parecen importar los miles de años de evolución, los métodos con los que se asesina hoy en día a inocentes o transgresores de alguna norma o mandamiento son los mismos que en la antigüedad. Lo prueban, entre millones de ejemplos contemporáneos, los linchamientos de policías en 2004 por una multitud enfurecida y azuzada en la delegación capitalina de Tláhuac y la inmisericorde lapidación en abril de 2007 de una chica de diecisiete años en Sinyar, provincia norteña de Irak, por haberse enamorado de un hombre de otra religión.
En un patio, con exceso de crueldad y humillaciones, decenas de hombres la molieron a pedradas, levantaron su falda, le asestaron patadas y golpes y, finalmente, la remataron dejando caer un bloque de concreto sobre su cabeza.
Doa Jalil Asuad, perteneciente a la secta yezidí —una mezcla de creencias islámicas con prácticas de la antigua religión persa derivada de las enseñanzas de Zoroastro y que adora a Melek Taus, considerado un demonio por cristianos y musulmanes—, fue condenada a morir bajo una lluvia de piedras por el hecho de haberse escapado con su novio, un sunita. Después de haber denunciado la fuga de la pareja, ésta no logró ir muy lejos. Capturada, de la custodia de Doa se hizo cargo un tío, quien prometió resguardar su integridad física. Mintió. El tío y otros miembros de su familia, yezidíes todos, lincharon a la muchacha para “lavar la honra familiar”. En un patio, con exceso de crueldad y humillaciones, decenas de hombres la molieron a pedradas, levantaron su falda, le asestaron patadas y golpes y, finalmente, la remataron dejando caer un bloque de concreto sobre su cabeza. Los terribles e interminables minutos de estas escenas fueron registrados por uno de los asesinos con la cámara de su teléfono celular. Quizá él mismo subió el video a la red. El honor de la familia quedó a salvo y su demoniaco dios fue debidamente vengado. Nadie, ni Hannah Arendt, podría pensar que se trata de seres “aterradoramente normales”. ®