El calor del desierto, el hastío, la incompetencia de líderes políticos y militares. Dos soldados israelíes recorren un paisaje milenario mientras escuchan música, noticias, y desearían estar en otra parte.
Septiembre de 2006. Incluso el vuelo de las palomas muestra un dejo de fatiga en el Israel de la posguerra. El calor no ayuda. Los automóviles parecen fusionarse y arrastrase sobre el asfalto como caracoles mutantes a lo largo de las autopistas principales, como en una alegoría burda que refleja el sentimiento colectivo. La humareda negra que emana del pavimento ardiente desdibuja sutilmente los trazos precisos del camino y cocina a fuego lento la frustración que muestran los rostros de un país que siempre se está recuperando de algo, pero que nunca sana del todo. “Te digo que esta guerra no fue más que una preparación para algo mucho más grande”, asegura Alón, refiriéndose a la latente amenaza iraní mientras intento aflojar el cinturón de seguridad que me viene apretando la yugular. “Esta semana se espera que las temperaturas excedan los límites de lo normal para la temporada”, anuncian al final de los noticieros, una y otra vez, hasta que uno comienza a cuestionar la validez del concepto normal, a cuestionar la semántica de todas las terminologías, en realidad. Deslizo a Astor Piazzola a través de la ranura del tocadiscos y prendo un cigarro. El paisaje árido y desolado de los pueblos sureños adquiere un romanticismo inexistente al son de los vaivenes vertiginosos del tango. Los bloques residenciales que predominan el campo visual descansan desordenadamente bajo un sol despiadado, como enormes casas rodantes de una caravana que quedó estancada a medio camino, en un desierto que sabotea de manera constante un posible escape a algún lugar mejor, a cualquier lado. Son los vestigios del pragmatismo demográfico de un Estado que vive en un stand by existencial, bajo las leyes de la adaptación y la improvisación perpetua. “La estética es un lujo, la demografía una necesidad”, dicen los señalamientos a la entrada de cada uno de los pueblos, aunque sólo yo pueda verlos.
Por lo que logro percibir, en lo único que cambió Alón en los cuatro años que dejé de verlo es en la marca de cigarrillos que fuma. Poco tenemos en común en cuanto a nuestras tendencias políticas, filosóficas o sociales. Que es lo mismo que decir que no tenemos nada en común. A veces tengo la sospecha de que la relación entre Alón y yo es la misma de dos personas que por razones del azar comparten un vagón de tren, dos personas que lo único que tienen en común es el destino y que por lo tanto no les queda ninguna opción más que tolerarse e intentar hacer más ameno el trayecto.
Las demandas son claras: “Exigimos una investigación que revele los motivos de las malas decisiones y del mal funcionamiento del ejército durante la guerra”, dicen en resumen, uno tras otro, sin reparar en los motivos iniciales que arrastraron a un país entero al campo de batalla.
Expulso el disco para sintonizar la radio. Cinco tonos punzantes y uno largo —igualmente punzante— anuncian el inicio del noticiero. Apago el cigarro, cierro la ventana, aumento el flujo del aire acondicionado y dejo la mano sobre las rejillas hasta que las yemas de mis dedos perciben un frío aceptable. “¿Cuántas veces puedes escuchar la misma cosa?”, pregunta Alón sin quitar la vista del camión que tiene enfrente. Dame un segundo, le pido y subo el volumen mientras observo la estampa que está pegada arriba de la matrícula del camión, en donde apenas se puede ver en letras azules la frase “¡Vamos a ganar!” debido a una gruesa capa de polvo que lleva adherida encima como sobre una lata de atún caduca.
El tono cauteloso que emite la garganta del general no concuerda con la convicción descompuesta de su discurso. Por otra parte, los reservistas del ejército expresan y dirigen su descontento hacia la incompetencia de los líderes políticos y militares. Las demandas son claras: “Exigimos una investigación que revele los motivos de las malas decisiones y del mal funcionamiento del ejército durante la guerra”, dicen en resumen, uno tras otro, sin reparar en los motivos iniciales que arrastraron a un país entero al campo de batalla. De pronto, el recuerdo inmediato del aeropuerto, de la escala en Londres y de los cuatro años vividos en México va quedando atrás a una velocidad irrecuperable. Siento un ligero desfase existencial cuyo origen recorre mi torrente sanguíneo como una avalancha de plomo. Nunca estuviste fuera, hermano, me digo antes de caer dormido, no sin antes cuestionar la extraña fraternidad que a veces expreso con mi persona. Me despierta el ruido escalofriante de la fricción estática entre el hule y el vidrio. Un adolescente aparece del otro lado del parabrisas deslizándose sobre el cofre con un limpiador en sus manos para reinventar la limpieza de un vidrio pulcro. Es una imagen que he asociado exclusivamente con México; una imagen que se ha convertido en el mantra visual dentro del paisaje citadino mexicano desde hace décadas. La globalización ha logrado clonar incluso la pobreza, pienso, algo decepcionado por la relativa apatía que se sobrepone enseguida. Alón saca unos shekels (moneda israelí) del cenicero para ponerlos sobre la palma abierta del adolescente.
—¿Sobre qué piensas escribir? —pregunta sin darme tiempo para contestar. Escribe algo sobre mí: “Alón Efraim, un abogado exitoso en un pueblo de fracasados”, ¿eh? ¿Qué te parece?
—Supongo que podría funcionar —le contesto y vuelvo a recostar la cabeza sobre el respaldo.
* * *
Dos aviones de guerra estrenan la pulcritud momentánea del parabrisas recorriéndolo a todo lo ancho en cuestión de segundos.
—Todas las noches me despierta el ruido de esas turbinas endemoniadas. Lo único que consiguen es elevar mi tensión a un nivel supersónico —se queja Alón, sin advertir el cinismo de su propio comentario.
—Si a ti te quita el sueño pues ahora imagínate el insomnio que han de sufrir en Gaza —le digo sin despegar la cabeza del asiento, y me arrepiento de inmediato.
—¿Qué podemos hacer? Ya lo hemos intentado todo y nada funciona.
Cierro los ojos. Opto por permanecer en silencio, dejando de lado el impulso de un deber cívico que perdí hace años con tal de conservar intacta mi salud mental. Todo esto para evitar una discusión política cuyo resultado sería el mismo de siempre: que Alón caiga en un juego de slogans dogmáticos que sus padres se han encargado de inculcarle metódicamente a lo largo de los años, día tras día, como si se tratara de un jarabe para una tos incurable. “Estamos haciendo todo lo posible por entablar una negociación independiente del gobierno que resuelva de una vez por todas el regreso de nuestro hijo a casa, con la esperanza de que sea antes del año nuevo”, dice la voz del padre de Gilad Shalit* en la radio. Segundos después, durante el corte comercial, se anuncian un sinfín de ofertas para el año nuevo judío.
Todo esto para evitar una discusión política cuyo resultado sería el mismo de siempre: que Alón caiga en un juego de slogans dogmáticos que sus padres se han encargado de inculcarle metódicamente a lo largo de los años, día tras día, como si se tratara de un jarabe para una tos incurable.
—La guerra, la muerte y el consumismo, qué combinación más oportuna, ¿no te parece? —le pregunto a Alón.
—¡Son una bola de desgraciados! Eso es lo que son —me responde fastidiado, sin que yo pueda descifrar si con esto se refiere a la negligencia del gobierno, al radicalismo del Hamás o a la falta de ética de los empresarios.
—¿Quiénes?
—Todos ellos, ¿cómo que quiénes? Hazme un favor y apaga la radio ¿quieres?
Obedezco de inmediato. ¡Vaya! hasta que por fin coincidimos en algo, pienso y lanzo a través de la ventana una sonrisa detestable que sólo puede advertir un sujeto religioso que se encuentra recargado sobre el semáforo con una alcancía para donativos que sujeta con sus dedos. Clava su mirada justo en el epicentro de mis córneas transatlánticas. No cedo, lo mantengo en la mira sin mostrar ningún tipo de flaqueza, como en un duelo de un clásico spaghetti western. Veo cómo una gota de sudor baja por su frente hasta quedar pendiente de su ceja, amenazando con soltarse. El sonido de una bocina lo distrae y lo obliga a retirar la mirada. Igualmente me siento victorioso, aunque sin poder descartar la idea de que soy un verdadero imbécil.
Uno de los efectos secundarios de la guerra —según había oído en las noticias— es que el precio de la prostitución en el norte del país iba a subir considerablemente debido a la llegada de la fuerza multinacional al Líbano, recuerdo, y se lo comento a Alón.
—¡Maldita sea esta guerra! —exclama enérgicamente y golpea el volante para enfatizar un enojo fingido.
Las carcajadas van perdiendo su fuerza mientras llegamos a la siguiente intersección, hasta que sólo quedan algunos destellos fugaces de risas, tos y flema. Alón reintroduce el disco empujándolo con el dedo. Imagino a una edecán argentina de piernas largas bailando y narrando un informe noticiero con la misma sensualidad ansiolítica de las voceras de los aeropuertos mientras que Piazzola suda a chorros detrás de su bandoleón: “Se especula que las bombas caerán más fuertes de lo previsto para la temporada… Cinco mil muertos se manifestaron frente a la alcaldía de Bagdad en contra de los recortes de presupuesto que estaban destinados al seguro social… hace días que el líder del Hamás y del parlamento palestino se niega a reconocerse como tal… un ingeniero químico holandés descubrió la cura para la depresión crónica de las palomas…” ¿Cómo se puede siquiera pensar en pelear una guerra con este calor?, me pregunto al toparme con un camión de carga que lleva tres tanques de combate sobre sus espaldas.
—¡Qué motivación! —pienso en voz alta mientras recorro la panza de esos insectos de acero con un par de ojos rasgados por el rencor.
—¿Qué dices?
—Nada, nada, hermano, sólo que el calor ya me tiene harto —confieso antes de cerrar los ojos para imaginar la próxima guerra. ®
Denisse Aguilar
Esta rafaga de letras, es tan contudente, precisa el sentir de una guerra con rostro humano,y no la imagen espectacular que hacen los medios masivo de esas masacres humanas como si tal cosa fuera un juego virtual, pero lo caótico es que las audiencias a veces no perciben la diferencia entre lo real y lo inanimado.