Tanto vírgenes como lobizonas son modelos solitarios, por fuera de las relaciones amorosas, aunque se busquen o se deseen. La insistencia de una mujer en permanecer o retornar a estos modelos de autonomía en soledad a menudo tiene que ver con la opresión sobre lo femenino, con limitaciones que se sufren, relaciones de pareja que cercenan, abusos que se callan, vulneración de los derechos personales que ni siquiera se percibe.
No soy crítica literaria y seguramente no podría serlo: me tiene sin cuidado, por ejemplo, que se trate de un libro de micro relato, narrativa poética, poesía en prosa o cualquier otra clasificación posible; también la intertextualidad, las alusiones, las influencias o los mecanismos de estilo. Cuando presenté Vírgenes y lobizonas, de Léonie Garicoïts, me enfoqué en señalar ciertas cosas que se me ocurrieron a partir del título mismo del libro; para alguien que trabaja con arquetipos femeninos (entre otras cosas), era una especie de anzuelo casi imposible de resistir.Porque es una dicotomía, claro: una polaridad. O al menos eso es lo que nos parece a primera vista. Vírgenes y lobizonas. Unas “buenas” y otras “malas”, todo con comillas.
Nótese que, por más que “lobizonas” pueda suscitar innumerables fantasías, incluso y sobre todo de orden sexual, la autora eludió la fácil y tentadora provocación de llamar a su libro Vírgenes y putas, un título seguramente más marketinero. Este matiz puede parecer irrelevante a primera vista: es solo un término, qué más da, “vírgenes” está en las dos expresiones, y en cuanto a “lobizonas” y “putas” incluso parecen tener relación: mujer, seducción, deseo, pulsiones… Pero no es inocente ese “lobizonas”. Esta sustitución que hizo Léonie del contrapunto más obvio es el eje simbólico del libro mismo. Primero, porque lejos de plantear una dicotomía —como a la que necesariamente llevan los polos que podría ofrecer una mentalidad patriarcal fundamentalista: “o es virgen o es puta”, “o es madre o es amante”, “o es inteligente o es bonita”, todo eso—, en sus textos hay un intento de integración, de contemplar los claroscuros de la experiencia humana como parte de un todo, no como modelos excluyentes. Cuando Léonie dice “Vírgenes y lobizonas” la conjunción “y” está, en este caso, bien puesta: no es una disyunción “o” disimulada, un antagonismo. Se puede ser ambas, y de hecho es hasta aconsejable serlo, porque tanto vírgenes como lobizonas comparten un lugar de poder, de soberanía personal. Eso aparece a lo largo del libro, en todas esas “otras” que la habitan, que forman parte del gineceo de la personalidad propia, la universalidad de la experiencia femenina y, como tal, de la experiencia humana misma, aunque no seamos el default de la especie.
Sí, no es inocente ese “lobizonas” de la autora. Porque “lobizonas” redefine a “vírgenes”, como vamos a ver, pero también define al tácito “lobizón”, que queda genéricamente excluido. Doble transgresión, ya que —lo sospeché y lo verifiqué— la palabra “lobizona”, en femenino, no está ni siquiera consignada. No aparece en el Diccionario de la Real Academia, desde ahora DRAE: es una frase denotativa que ni siquiera aparece como tal, más allá de la discusión posible sobre todo lo que connota o si efectivamente denota algo o no. “Lobizón”, en cambio, si está —en realidad, aparece escrito con “s”, “lobisón”, aunque en el Diccionario del Español del Uruguay, de la Academia Nacional de Letras, figura para nuestro alivio la versión rioplatense, con “z”—; habría que pensar cuál es el criterio detrás de ese sustantivo exclusivamente masculino, como si no tuviera mucho sentido incluir el femenino. La explicación no debe estar en la economía de tinta, sino en la economía simbólica, en el imaginario social. Por ejemplo, tampoco aparece “parturiento”, la forma masculina del adjetivo “parturienta” o “parturiente”, que sí figuran, y la definición del DRAE es bien clara al respecto: “Dicho de una mujer: Que está de parto o recién parida.”
parturienta o parturiente.
(Del lat. parturĭens, -entis, part. act. de parturīre, estar de parto).
1. adj. Dicho de una mujer: Que está de parto o recién parida.
¿Por qué no existe el femenino de la palabra o, mejor dicho, por qué existe solo el masculino de “lobizón”? De “lobisón”, el DRAE remite directamente a “hombre lobo” y, de ahí, a: “El que, según la tradición popular, se convierte en lobo las noches de plenilunio”.
lobisón.(Del port. lobishome).
1. m. El que, según la tradición popular, se convierte en lobo las noches de plenilunio.
Según esto, es claro que el hombre lobo es hombre, del sexo masculino, más allá de lo que propongan las nuevas series de tevecable. El “lobizón”, aparentemente, se vivencia en el hombre como algo opuesto al logos, a lo racional, al buen juicio, el pensamiento analítico, la capacidad crítica, la distancia objetiva. Todo eso que idealmente sería el varón “normal”, el que no es afectado por la luna llena. El lobizón, en cambio, sufre el aterrador llamado de la luna y el inconsciente, y se termina transformando en algo que no es, ni frente a sí mismo ni frente a la sociedad. Es este hombre civilizado, razonable, coherente [o̊ ántropos], el ser humano, pero también [o̊ anér], es decir, el varón (vale decir, la mitad de [o̊ ántropos]) quien suele percibir a la Sombra que lo habita como algo ajeno a sí mismo. Un “otro”, un extraño que lo desfigura, un lobizón. Esta imagen queda reverberando sobre nuestra atónita comprobación cotidiana de innumerables modalidades de violencia doméstica, incluso la que escapa al diagnóstico consciente de sus implicados: resulta que aquel maravilloso hombre civilizado, razonable y coherente que ponderábamos antes no puede hacer nada para controlar su brutal metamorfosis. Cuando mucho, en el mejor de los casos y como un acto de amor hacia sus seres queridos, les dirá que corran y se encadenará a un poste. Pero tristemente, a menudo suele ocurrir que los seres queridos —especialmente las seres queridas— no se conformen frente a la realidad de la “dinámica lobizón”. Insisten en ver al maravilloso hombre civilizado, razonable y coherente escondido tras los ojos de la fiera; luchan por no abandonarlo del todo a las garras del lobizón que lo posee. Y así es como a veces, esta segunda negación de la Sombra —en este caso la Sombra del otro— termina en tragedia. Con las fieras, aunque se trate de fieras temporales como el lobizón, es imposible razonar. Eso los lobos lo saben, conocen su naturaleza; las seres queridas no siempre lo ven. Resulta infinitamente más complejo lidiar con un lobizón que con un lobo.
Un pasaje del escritor Robert Louis Stevenson describe muy atinadamente esta relación interna con la Sombra; está en El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, famosa novela que partió de la exploración de una pesadilla, y dice así: “Fue en el terreno de lo moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad del Ser Humano. Vi que las dos naturalezas que contenía mi conciencia podía decirse que eran a la vez mías porque yo era radicalmente las dos: ‘Mis dos caras eran igualmente sinceras’”.
Sí, lobizonas somos todas; lo llevamos a veces más, a veces menos grácilmente, pero es nuestra segunda piel. Esas noches corremos bajo la luna seguidas por nuestros cachorros, si los tenemos, aullamos, somos presas de un hechizo que sabemos que en algún momento pasará, porque se trata de ciclos. En cambio, no todos son lobizones.
Lobizón y humano son el mismo, pero ninguno se reconoce en el otro. El típico “punto ciego” de la Sombra que todos llevamos en nosotros: todo lo que el sujeto no quiere ser, sus costados siniestros no aceptados, lo que no puede reconocer en sí, el aspecto inadaptado del hombre. La Sombra es, entre otras cosas, «la cola del saurio”, es decir, las tendencias más primitivas y agresivas.
En cambio, el término “lobizona” prácticamente no se emplea en el lenguaje, porque desde el imaginario social es hasta natural imaginarse a una mujer aullándole a la luna, por lo menos desde el caudal simbólico. Una lunática. Cualquier mujer sometida a los ciclos hormonales de cada mes sabe de lo que hablo, y quizás los hombres que tiene cerca también. La luna llena, la menstruación, el aullido, la irritación, el llanto, el mostrar los dientes, lo incomprensible, la distorsión del paisaje bajo la luz plateada, mes a mes la lobizona emerge y no es resistida; mes a mes “no somos quien en verdad somos, pero a la vez somos”. La “dinámica lobizona” es propia de la identidad femenina, inherente a ella. Lobizonas somos todas, y vamos por la vida aceptando ser transfiguradas periódicamente en fieras, y viceversa. No tenemos más remedio que permitir los ciclos y los procesos que se operan en nuestros cuerpos. Tal como son, sin posibilidad de controlarlos desde la voluntad o el ego: la llamada “pasividad femenina” tiene que ver con este inclinar la cabeza frente a lo que es, y eso nos coloca en otro lugar. Sí, lobizonas somos todas; lo llevamos a veces más, a veces menos grácilmente, pero es nuestra segunda piel. Esas noches corremos bajo la luna seguidas por nuestros cachorros, si los tenemos, aullamos, somos presas de un hechizo que sabemos que en algún momento pasará, porque se trata de ciclos. En cambio, no todos son lobizones. Con los lobizones hay que tener cuidado: no son animales domésticos, cuando se transfiguran.
Al final, la condición de “lobizona” se nos aparece como propia de la naturaleza femenina y su gran carga hormonal. Ésta sería, pues, la explicación de la omisión del DRAE: “lobizona” vendría a ser como una tautología, una redundancia de mal gusto. Ya lo dije: todas las mujeres somos lunáticas, no hay nada que hacerle. Aunque quizás esté exagerando un poco al plantearlo así: en realidad, lo somos únicamente cuando estamos menstruando, durante el síndrome premenstrual, en el embarazo, el puerperio, la lactancia, la perimenopausia, la menopausia y la luna llena. El resto del tiempo somos razonables, predecibles y lógicas, como los varones que no llevan dentro de sí un secreto y repudiado lobizón. Nosotras, igual que Dr. Jekill y Mr. Hyde, por lo menos sabemos que somos ambas cosas, que las dos caras son igualmente sinceras. No nos queda más remedio que enterarnos, así que no nos toma por sorpresa: lo integramos a nuestra imagen personal. Es sano ser una lobizona.
El DRAE nos regala, además, un par de deliciosas acepciones para “loba” a tener en cuenta: un sustantivo de uso coloquial en Uruguay, “Mujer sensualmente atractiva”, y un adjetivo en Chile, que asocia al lobo con “arisco, huraño”. Pero de “lobizonas” ni hablar: no aparecen, no hay metamorfosis dramáticas, como le sucede al pobre lobizón, según el DRAE. Acá se trata de la entrega a “lo otro que vive en mí”, que no es lo mismo que batallar contra ello. Esta diferencia sitúa a la lobizona en un lugar de poder.
f. coloq. Ur. Mujer sensualmente atractiva.
adj. Chile. Arisco, huraño.
El contrapunto “virgen”, en el caso del título elegido por la autora para reflejar su conjunto de textos, retoma el sentido original de “mujer completa en sí misma”, otro lugar de poder. Muy distinto es decir “virgen” en contraposición a “puta”: eso habla de la mujer en relación con el hombre, no en relación consigo misma. Son categorías femeninas que definen una polaridad a partir del vínculo con lo masculino. Desde ese punto de vista, “virgen” implica “ningún hombre”: una mujer que nunca tuvo actividad sexual, inocente e ignorante en esos territorios, “pura”, “intocada”. En cambio, “puta”, desde ese mismo punto de vista, implica “cualquier hombre”: una mujer que no discrimina en cuanto a compañero sexual, el hombre en tanto tal (no por sus particularidades individuales, únicas). Una mujer experta en el placer ajeno; quizás también en el propio, ya que el mote de “puta” también corre para las mujeres “amplias de criterio”, “ligeras de cascos” y demás expresiones entre comillas.
Con la reelaboración de la polaridad que hace Léonie Garicoïts disponiendo una categoría “vírgenes” frente a una categoría “lobizonas”, la identidad femenina se define entonces a partir de un eje distinto que en la clásica dicotomía “vírgenes y putas”. Ya no se trata de la mujer en cuanto al hombre sino de la mujer en cuanto a sí misma. Según la especialista junguiana en arquetipos femeninos, Jean Shinoda Bolen, la virgen es, desde lo simbólico, una mujer que se siente completa sin un hombre, que funciona por sus propios medios y siente que puede cuidar de sí. Pone su fuerza y su atención en ella, en sus proyectos. La diosa Artemisa en pinta: el modelo femenino arquetípico que mejor encarnaría este metafórico “ser virgen” como representación de integridad. La virgen no necesita de la aprobación masculina, puede seguir sus propios intereses y trabajar en pro de sus objetivos personales. Su identidad y sentido del valor propio se basan en lo que es y lo que hace, no en sus vínculos: la mujer que se concibe como una unidad en sí misma. Algo que, por cierto, no es lo más habitual: nos extraviamos muchas veces en la maraña de los afectos y de las responsabilidades. El elogio de la virginidad —entendida desde el psiquismo, no desde la sexualidad física necesariamente— es una cuerda tácita en estos textos de Léonie, que apuntan hacia este plano de independencia, de búsqueda de la autonomía. La lobizona comparte esto con la virgen.Y es que, la verdad, tanto vírgenes como lobizonas son modelos solitarios, por fuera de las relaciones amorosas, aunque se busquen o se deseen. La insistencia de una mujer en permanecer o retornar a estos modelos de autonomía en soledad a menudo tiene que ver con la opresión sobre lo femenino, con limitaciones que se sufren, relaciones de pareja que cercenan, abusos que se callan, vulneración de los derechos personales que ni siquiera se percibe. La habituación a la burka, visible o invisible. La vivencia de Perséfone Koré, la mujer cautiva e impotente. Pero al final, estos arquetipos de virgen y de lobizona siempre terminan reapareciendo para restablecer el poder personal. Curiosamente, la diosa Artemisa bien podría considerarse un entrecruzamiento perfecto entre ambas; de la segunda, tiene el aspecto salvaje, cruel, excelente cazadora y, por si fuera poco, diosa de la luna.
Algún día el lado oscuro, las profundidades, lo que no nos gusta ver, dejarán de ser tabú, locura: serán tan naturales como la luz lunar, distinta a la del sol. La búsqueda y aprendizaje que Léonie Garicoïts registra y comparte en estos textos la convierten en guía, como todo el que alguna vez bajó al inframundo y encontró el camino de regreso.
A las mujeres, esa alineación natural con la lobizona que comentábamos antes nos pone más en contacto con los aspectos sombríos, difíciles, de la experiencia humana. Todo aquello “que no nos gusta y quisiéramos no tener que ver”: lo femenino implica una aceptación mucho más contundente de “lo que es”, sin más. Cuando la biología nos impone las reglas de juego en nuestros propios cuerpos se nos limita bastante más la posibilidad de engañarnos con lo que nos gustaría que fuera: sabemos que no todo puede ser controlado a fuerza de voluntad, que hay aspectos de nuestra identidad que no pueden ser negados. Dice el gran mitólogo Joseph Campbell que, para poder volverse un hombre, el muchacho tiene que dejar atrás a la madre y encontrar su propia manera de “hacer” en el mundo. Actuar, construirse. En cambio, una chica sólo tiene que ser (nada menos, acoto yo), darse cuenta de que ya es una mujer. Y también, darse cuenta de que no puede evitar serlo, en toda su condición. La menarca, con la instauración de los ciclos menstruales luna a luna, mes a mes durante una enorme parte de su vida, así lo impone. La posibilidad —casi fatalidad— de salir embarazada luego de una relación sexual, incluso cuando no sea su deseo. La entrega al largo periodo de gestación, que no toma en cuenta lo que uno desearía o quisiera lograr mediante voluntarismos, sus planes, sus compromisos mundanos o metas ideales. Es lo que es, nos guste o no. Y el parto, con sus sangrientos y dolorosos misterios: no cuenta el “Todavía no me siento preparada” cuando llega ese momento, no vale el “A mí me impresionan estas cosas: prefiero no entrar a la sala”, no existe el “No me gusta cómo me veo o cómo lo estoy haciendo”. No hay excusas: hay que encarar. Por eso, es mucho más fácil hacer el tránsito de “mujer” a “lobizona” a “lado oscuro”, a eso que no necesariamente nos gusta percibir o aceptar de nosotros mismos. Mucho más fácil, por cierto, que el tránsito de “hombre” a “lobizón” a “lado oscuro de la experiencia humana”. Estos aspectos problemáticos, las experiencias dolorosas, la cola del saurio, pueden elegantemente ir a parar a “El Otro” y dejar intacta nuestra imagen idealizada, nuestro propio sentido de luminosidad, de racionalidad. O pueden rechazarse, evitarse, bordearse.
Perséfone, sin embargo, no tiene más remedio que hacerse cargo de la experiencia del dolor: su vida entera salta en pedazos en el momento en que es raptada, violada y retenida contra su voluntad bajo tierra, lejos de la luz del sol, en el horroroso mundo de los muertos. Es la víctima de un perpetrador, o al menos así empieza su periplo de crecimiento; de ahí que este arquetipo femenino se ligue con zonas de nuestra experiencia particularmente difíciles, como pueden ser la melancolía, el duelo, la enfermedad, el suicidio, el sufrimiento en general, o con territorios tan misteriosos y perturbadores como el mundo onírico, el inconsciente, la mismísima muerte.
Pero aunque Perséfone Koré, la doncella raptada, sea una problemática netamente femenina que tiene que ver con rasgos como la ingenuidad, la dependencia, la “corrección social” aprendida y la invalidación que la propia mujer hace a menudo de sus percepciones al buscar el aval y la guía en las opiniones externas, tanto hombres como mujeres tenemos problemas con la Sombra, con el no ver o no querer ver, no querer saber, no querer lidiar con la pérdida y las experiencias dolorosas, propias o ajenas. Seguimos matando al emisario de las malas noticias, elegimos a un chivo expiatorio de nuestros miedos y lo llamamos “loco”, “depresivo”, “desequilibrado”. Pero el que está en contacto consciente con sus oscuridades no tiene el menor peligro de transformarse en lobizón y terminar no reconociendo su imagen en el espejo. Este libro propone algo, en ese sentido: validar la totalidad de la experiencia humana, no disociarnos del lado oscuro, animarse a mirar el verdadero reflejo de nuestro rostro, nos guste o no. Perséfone Koré crece realmente cuando acepta quedarse a vivir en el inframundo, cuando junta el valor para hacerlo su casa y elige comer la granada que le ofrece Hades. Se hace soberana de sus propias oscuridades, de sus experiencias tal como fueron: las acepta, y así trasciende el lugar de víctima o doliente para convertirse en reina, un lugar distinto, de sabiduría y dominio. Y como ha estado tanto en el inframundo, como ha sobrevivido y sabe habitar en él, puede convertirse en guía de otros. Se trata de recuperar el lado fértil, profundo, de la mirada de Perséfone. Ir más allá de la virgen Koré y la Perséfone terrible, la reina de los muertos, la lobizona.
Algún día el lado oscuro, las profundidades, lo que no nos gusta ver, dejarán de ser tabú, locura: serán tan naturales como la luz lunar, distinta a la del sol. La búsqueda y aprendizaje que Léonie Garicoïts registra y comparte en estos textos la convierten en guía, como todo el que alguna vez bajó al inframundo y encontró el camino de regreso. Ser una reina Perséfone es la única salida sana para una Koré raptada. Desde el título mismo, Vírgenes y lobizonas, la escritora se promete y nos promete un recordatorio indispensable de la intención: Ser completa en sí misma, como las vírgenes. Estar alineada con la propia oscuridad, como las lobizonas. ®
—Léonie Garicoïts (Uruguay, 1962) es poeta y doctora en Derecho y Ciencias Sociales. Su sitio web.