Una multiplicidad de factores intervienen al momento del diagnóstico de una depresión; los síntomas característicos son la melancolía, el cansancio extremo, la pérdida de interés personal y la falta de motivación para realizar las labores cotidianas, entre otros.
Entendida como enfermedad mental, la depresión cobra —por así decirlo— un número considerable de víctimas en grupos poblacionales muy bien definidos. Por la seriedad de los estudios psiquiátricos y psicométricos —curados en salud muchos de ellos—, persiguiendo la variable que tienen que corroborar, jóvenes, mujeres y adultos mayores robustecen las listas de los trastornos psiquiátricos.
Si bien existe un perfil específico para definir a las estructuras depresivas de acuerdo con su tipo de personalidad, la depresión hoy no se acaba de entender en un mundo aderezado por la petulante idea de que se vive para ser feliz. El “coqueteo” constante con la muerte, por ejemplo, a través de las ideas suicidas parece confrontar a una sociedad que ha tenido a bien sobrevalorar la propia vida.
La depresión, aparte de brindar ganancias formidables para un negocio próspero y en expansión como lo son las farmacéuticas, viene a representar una dolencia que se apacigua en el mejor de los casos con la ayuda de pastillas, que si bien no te pintan la vida de rosa, al menos, por momentos, te la hacen más llevadera —aunque no sea algo que las finanzas personales puedan costear con repetida frecuencia.
Si bien existe un perfil específico para definir a las estructuras depresivas de acuerdo con su tipo de personalidad, la depresión hoy no se acaba de entender en un mundo aderezado por la petulante idea de que se vive para ser feliz.
El psicoanálisis y la psiquiatría hacen lo suyo desde el diván. Le apuestan, si no a la normalidad o a la sanidad —cosa que tampoco las teorías terminan por explicar—, por lo menos a ser paliativos que buscan la negación de la autodestrucción de quienes los consultan.
Vivir la depresión consiste en beberla diariamente en pequeñas dosis controladas, para que la bioquímica cerebral no se dispare en un post-mortem. Los momentos de intercambios nihilistas suceden desde, para y con la soledad; son aprehendidos por un carisma que desarrolla el “enfermo mental” que presenta la depresión.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, la depresión se cataloga como un trastorno mental con alta frecuencia que afecta a 350 millones de personas en el mundo y tiene como riesgo, en su etapa más aguda, el suicidio.
En México, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el reporte de suicidios ocurridos durante 2011 obtuvo una prevalencia de 5 mil 718 casos, por medio del ahorcamiento, el estrangulamiento o la sofocación, con un porcentaje de 79.6 en hombres y mujeres de 20.4. El índice mayor de suicidios se registró en aquellos que no tenían empleo.
La correlación entre el suicidio y el desempleo no es un elemento casual, sino causal; el empleo como medio de sobrevivencia para la obtención de recursos económicos cobra un carácter vital, más todavía en una sociedad enajenada en la producción.
El peso del estereotipo de la masculinidad exige a los varones perpetuar el modelo de proveedor, el cual no sólo cumple con una función social y económica sino psicológica de sustentar en la cartera llena la valía propia.
La depresión no sólo es un problema de salud mental, el cual, además de no ser debidamente atendido es poco entendido por los prejuicios y estereotipos que existen en torno suyo, empezando por la idea construida de la enfermedad o dolencia según la cual, si no es visible, pareciera que no existe.
La depresión no sólo es un problema de salud mental, el cual, además de no ser debidamente atendido es poco entendido por los prejuicios y estereotipos que existen en torno suyo
Antes de llegar a una etapa que se considera crítica y que lleve al suicidio, la persona con rasgos depresivos pasa por episodios generalmente matizados por la incompatibilidad para crear redes sociales, laborales, familiares y personales “funcionales” que le permitan una “adecuada” interacción. El desgaste de este entramado ubica al sujeto como incapacitado, revirtiendo una serie de reproches contra él mismo, terminando por fragmentar su disminuida estima, agudizado por un medio estereotipado que persigue un modelo de felicidad zalamera, vista más desde una añoranza que, como todo ideal, resulta imposible de alcanzar en un “máximo esplendor” donde el pragmatismo, la inmediatez y lo utilitario cobran parte fundamental de los estilos de vida que definen a las personalidades como exitosas o no.
En una sociedad mercantilista con fetiches de alto valor agregado —incluidos los recursos intelectuales pasteurizados de altísimos predicadores con discursos encumbrados—, se esteriliza toda posibilidad de complejización, sin dar las suficientes posibilidades a cuestionamientos que permitan replantear la frivolidad conceptual en la que se deifica a “la felicidad”, “el éxito”, “el amor”, etcétera.
El dolor apabullante, la tristeza sin tregua, la melancolía torturante, el sufrimiento autoinfligido, la vacuidad existencial, la ira incontenible, la angustia mancillada, el estado nihilista permanente, el inflexible cuestionamiento por la propia vida y los legítimos deseos de muerte no encuentran resonancia en sociedades presuntuosas llenas de colectivos imposibilitados para la alteridad, incluyendo la más básicas. No es el flagelante sufrimiento ajeno lo insostenible para los demás, es la imagen decadente que refleja el propio rostro de quien lo mira, un efecto de espejo en el que no se quiere mirar nadie.
En una sociedad que ha convertido al dinero en un fin de posesión y adquisición y no en un medio de acceso para la satisfacción de necesidades primarias, las personalidades de tipo depresivas suelen ser un riesgo considerable para la administración de una población a cargo del llamado Estado. La búsqueda de paliativos viene a ser más redituable por la inmediatez que representa, no por nada la industria del entretenimiento ha mantenido un auge considerable en todos los sectores de la sociedad, que si bien no corresponde hacer aquí un análisis de sus ganancias económicas, pudiera servir como indicador del espacio que le brindamos al “entretenimiento” —misma situación con el consumo de drogas legales e ilegales— y la sedación, antes que crisis y confrontación.
Sobreponerse a la depresión —a medida de lo posible—, contrario a lo que se pudiera pensar, no es mantener una actitud socarronamente optimista; consiste en asumir la dolencia como propia y como parte de la vida misma, sabiendo de antemano que conlleva en sí una indómita tristeza permanente con la que hay que convivir por el resto de los días, haciendo sombra siempre a la sobrevalorada alegría. La distancia polarizada entre una y otra es posible a pesar de todo y sobre todo de sí mismo. Apostarle a la vida, hacer que el dolor nos pertenezca. Apropiárnoslo para que no sea él quien termine engulléndonos a nosotros. Ahí la bravata. ®