Cada vez que “entro” a mi círculo de Facebook siento que ingreso a una vecindad desde un lugar privilegiado y que cada uno de nosotros es un ojo que espía detrás de una cerradura, que observa, con placer malsano, ya sea sádico o masoquista, la vida de los demás.
Tengo ya varios años con mi página de Facebook. Al principio me resistí a abrirla porque no entendía el sentido de tener una cuenta en esta red social. No fue sino hasta que vi la película sobre la vida de Mark Zuckerberg cuando entendí que la red había nacido como una vía para ligar y conseguir parejas sexuales. Esto fue lo que originalmente la hizo exitosa, aunque poco a poco hubiera ido evolucionando de acuerdo con los usos y las diferentes necesidades de los usuarios.
Hace poco llegué a contabilizar mil amigos. Fue un momento de reflexión porque en la vida real del día a día soy una persona tímida y reservada, con pocos amigos. Facebook es, sin duda, un instrumento de comunicación social, una manera de estar “conectada” y al día, al tanto de las noticias y hasta de los cumpleaños de amigos y parientes. Las preguntas son inevitables: ¿es de verdad un medio de comunicación efectivo, veraz, imprescindible? ¿Si no tienes cuenta en Facebook existes? ¿Cuántas de estas personas conoces en realidad, sabes algo de ellas o por qué las aceptas en tu círculo?
Como siempre ha sido en mi vida, empecé a cuestionarme si era feliz entrando al mundo de Facebook y qué me hacía sentir en realidad. Si no era feliz, ¿para qué entraba a las noticias? ¿Qué tendencias podía observar y qué me decía de la sociedad en la que vivo, del círculo de escritores y artistas en el que me muevo?
Lo primero que podía contestar es que advertía una diversidad de publicaciones muy interesantes: desde las señoras que sólo postean fotos de eventos sociales y familiares hasta las fanáticas religiosas que suben oraciones y bendiciones al por mayor, sintiéndose una especie de repartidoras oficiales de bienestar espiritual.
Esto que estoy describiendo me parece que es como irse hundiendo en espiral por el infierno descrito por Dante y, en el último círculo, nos encontramos con los exhibicionistas a los que les gusta confesar no sólo sus acciones y pensamientos diarios, sino sus sentimientos más íntimos.
Los hay que suben chistes o memes o los que se la pasan despotricando todo el día sobre la situación política y económica del país, utilizando lenguaje soez y enrabiado desde la pantalla de su computadora —de la que no se despegan en todo el día. Si estos sujetos tienen alguna otra actividad a la que dedicarse es un misterio. Critican, pero jamás aportan una solución o una sugerencia constructiva para resolver lo que critican.
Están por supuesto, y en mayoría, los egos andantes que se autopromocionan a cada paso que dan: que si hicieron esto, que si les publicaron aquello, que si los invitaron a quién sabe dónde. Que si se vieron con fulanito y menganita para presentar el libro de sutanito.
Esto que estoy describiendo me parece que es como irse hundiendo en espiral por el infierno descrito por Dante y, en el último círculo, nos encontramos con los exhibicionistas a los que les gusta confesar no sólo sus acciones y pensamientos diarios, sino sus sentimientos más íntimos.
Dentro de esta última categoría existen varios niveles. Los que nos informan cómo y cuándo pasean al perro, con quién desayunan, si están en el aeropuerto esperando un vuelo, si acaban de comprar un libro, nos muestran fotos de lo que comieron y si se bañaron o no. Luego vienen las revelaciones más íntimas, como a quién aman o han dejado de amar, si están en una relación “complicada”, si sienten soledad, desesperación o se han recuperado de un cáncer. Si toman medicinas que los hacen ver alucinaciones o les escriben cartas a sus padres muertos que los maltrataron de niños. Es decir, cuelgan el alma en el tendedero.
Cada vez que “entro” a mi círculo de Facebook siento que ingreso a una vecindad desde un lugar privilegiado y que cada uno de nosotros es un ojo que espía detrás de una cerradura, que observa, con placer malsano, ya sea sádico o masoquista, la vida de los demás.
Esto es voyeurismo, me dije, y en él estamos inmersos todos, como signo de la sociedad enferma en la que vivimos. Enferma, no lo digo con una actitud moralista, sino en el sentido literal de la palabra. No sé si entre los afectados está el mundo entero o nada más este país que atraviesa una crisis moral, política y social de la cual nunca antes me había tocado ser testigo.
Según la definición de voyeurismo, éste es un trastorno sexual que afecta la manera “sana” de relacionarse con los demás. Se caracteriza porque el sujeto afectado mira o espía a alguien más sin su consentimiento ni conocimiento, a través de la cerradura de una puerta o el resquicio de una ventana, mientras el observado se desnuda o mantiene relaciones sexuales. Este acto puede ir acompañado de una masturbación, o no, pero definitivamente provoca placer sexual en el que observa. Se nos dice, también, que está asociado con una fuerte tendencia exhibicionista y un impulso compulsivo e irrefrenable, es decir, no puede parar, y por último, también se asocia a personas que disfrutan siendo testigos del sufrimiento de otras personas.
El fenómeno del voyeurismo virtual no sería tan acentuado en la red, quizá, si no existiera la contraparte del exhibicionismo. Existen tanto quienes quieren exponer–se, desnudar–se, descubrir–se, como quienes quieren mirar, ya sea para sentir placer o para clavarse agujas. Hay quienes sufren al ver el éxito de los demás —el cual, si es auténtico, quizá sea en menor proporción a la que la mayoría “infla” al hablar de sus actividades. Ésos son los masoquistas. Los sádicos parecen ser los que le refriegan a los demás sus incontables y repetidos triunfos cotidianos, como si un triunfador no viviera más que acontecimientos marcadamente afortunados. También existen los que viven para los likes. La satisfacción o insatisfacción de su vida depende del número de me gustas que obtengan sus posteos.
Hablarles a los desconocidos de nuestros miedos, nuestras expectativas, nuestros problemas cotidianos, nuestros conflictos interiores, de los problemas con los hijos, me parece en verdad un poco escalofriante. ¿Qué ya nadie tiene amigos reales con los que pueda uno tomarse una taza de café y contarles sabrosamente nuestras inquietudes y problemas más íntimos? ¿Cuántos de nosotros caemos en el kafkianismo de imitar a los que se confiesan en Facebook? ¿O a los que presumen?
Incluso la veracidad de las noticias o las notas que circulan en ese medio son muy cuestionables. ¿Libertad de expresión? ¿Sabían que FB tiene contratos con el FBI y otras agencias de seguridad gubernamentales en el mundo y que nos puede espiar a través de las cámaras y los micrófonos de los dispositivos electrónicos en cualquier momento?
Así, la pregunta ya no es tener o no tener Facebook, sino ¿en qué infierno estoy metida? El voyeurismo crea adicción y no se plantea si es bueno o malo. Un afectado del trastorno no puede vivir sin él. Así estamos todos, inmersos en esta enfermiza perturbación social, sin saber cómo salir de ella. ®