El hombre que acaba de morir decidió qué podíamos comer, pensar, hacer, oír y decir durante sus 47 años en el poder. El hombre que acaba de morir no sólo decidió qué constituía ser cubano, sino también qué constituía ser humano.
Imagina un parque temático en el que los visitantes disfruten privilegios que no están al alcance de los lugareños. Estos forasteros pueden actuar con un nivel de impunidad inimaginable para los nativos. Y una vez que han vivido sus fantasías, tienen la libertad de regresar a casa, en donde pueden continuar sus vidas perfectamente normales. A lo mejor estás pensando en Westworld. Pero yo me refería a Cuba.
Es difícil distinguir entre la nueva serie estelar de HBO y mi tierra natal. En ambos parques temáticos hay educación y salud pública gratuita. Y con eso quiero decir que en cada lugar los robots son programados: todos sus pensamientos les llegan a través de unos algoritmos meticulosamente calculados; en ninguno de los dos sitios las mentes esclavas pueden pensar fuera del guión oficial. En ambos lugares la memoria de los súbditos es borrada al final de cada episodio (para que puedan repetirse). En cada sitio los gerentes del parque temático se ocupan del bienestar físico de su gente. Bueno, seamos un poco más precisos: en Westworld los residentes son reparados porque los turistas ejecutan con ellos sus más salvajes aberraciones; en la isla caribeña el decrépito sistema de salud pública sólo funciona frente a las cámaras de televisión extranjera como una herramienta de propaganda, y es usado como una excusa oficial para justificar cualquier cosa, desde la represión ubicua hasta la abundante escasez. Otro paralelo: en ambos lugares los rebeldes que se atreven a cuestionar la realidad son descontinuados y confinados a quedar fuera del juego.
En ninguno de los contextos los visitantes aceptarían vivir un solo día bajo las reglas y condiciones que el parque temático ha establecido en perpetuidad para sus nativos. Al margen de eso, la más importante (quizá la única) diferencia entre Westworld y Cuba es que mientras los turistas que visitan la primera están conscientes de que la vida que viven solamente es posible a expensas de los anfitriones, y entienden la artificialidad del entorno y cómo todo está orquestado para que su experiencia sea emocionante sin llegar a ser peligrosa, quienes visitan la segunda —las legiones que a lo largo de los años me han dicho que quieren “ir a Cuba antes de que se muera Fidel Castro”— se creen la narrativa oficial de tal manera que se sienten con el derecho de hablarles a los cimarrones cubanos sobre los beneficios de vivir bajo la gerencia del parque temático.
Nada ha cambiado con su muerte. Y aun así, celebro que el hombre que ha dejado a su paso una nación en ruina económica y moral, y que es la causa de la división en la familia cubana (mi familia incluida) no esté entre nosotros. Lo celebro. Pero tal vez no debería hacerlo.
¿Es acaso lógico sorprenderse de que los cubanos expresen su dicha ante la muerte del Programador en Jefe? El hombre que acaba de morir decidió qué podíamos comer, pensar, hacer, oír y decir durante sus 47 años en el poder. El hombre que acaba de morir no sólo decidió qué constituía ser cubano, sino también qué constituía ser humano. Tildó a sus opositores de “gusanos”, les quitó la humanidad a los librepensadores, pues siempre es más fácil aplastar a un gusano que a un humano. Quizá esto explique que mi primera reacción a la muerte de Fidel Castro fuera recordar a sus víctimas.
Nada ha cambiado con su muerte. Y aun así, celebro que el hombre que ha dejado a su paso una nación en ruina económica y moral, y que es la causa de la división en la familia cubana (mi familia incluida) no esté entre nosotros. Lo celebro. Pero tal vez no debería hacerlo. Fidel Castro murió sin responder por toda la gente que murió por él y porque él lo decidió; hizo mutis por el foro dejando atrás un país en el que sus ciudadanos están dispuestos a enfrentarse a 90 millas de incertidumbre y tiburones en lugar de la certeza de tener que vivir bajo su régimen represivo.
A la larga, hemos perdido. Con el plural mayestático de la oración anterior me refiero a los cubanos. Estamos solos. Varios jefes de Estado elegidos democráticamente y una considerable porción de los medios de prensa siguen colgándole a Fidel Castro el título de “presidente” y encuentran moralmente aceptable debatir su “legado”. ¿Dónde quedan los juicios amañados, los fusilamientos, las ejecuciones extrajudiciales, las miles de vidas perdidas en el mar mientras trataban de huir de la isla? ¿Por qué esos muertos no cuentan?
Las únicas victorias posibles a esta hora son pequeñas, íntimas, individuales: algo tan sencillo como escoger la comida que como, vivir sin miedo, leer un libro prohibido… Ver y entender el código Castro y haberme desprogramado de su doctrina es mi mayor logro. (Tendré que actualizar mi perfil de LinkedIn).
Es posible que te hayas preguntado si Fidel Castro fue un dictador tan horrible cómo se explican las multitudes en la isla que han expresado pesar ante su muerte. Tienes razón en cuestionar eso. También es posible que hayas visto el video en el que una mujer afrocubana —una ciudadana doblemente privada de derechos, una víctima de la misoginia racista en la isla— llora a mares frente a las cámaras. Mientras lamenta la muerte de Fidel Castro, grita: “Tenía que haber sido yo, no él”. Estoy de acuerdo. Tenía que haber sido ella. Su vida debió haber sido su vida. La protagonista de su vida debió haber sido ella misma. Esa mujer y yo estamos a lados opuestos del drama cubano, pero su dolor me conmueve. Esa mujer, también, es una víctima de Fidel Castro. Esa mujer —bien que en un arranque de pasión— ha ofrecido su vida por la vida de un hombre de noventa años que tuvo el poder de controlar su vida durante toda su vida. La vida de ella.
Haz una pausa y piensa en el nivel (interiorizado) de opresión a la que ha estado expuesta durante las más de cinco décadas y media en que los hermanos Castro han detentado el poder. Esa mujer es mucho más que un chiste en las redes sociales. Esa mujer es el alma en harapos de una nación derruida.
¿Te acuerdas de Kim Jong–il? Durante su funeral los norcoreanos mostraron un desconsuelo similar. Ese, también, parecía un pesar legítimo. Pero seguramente has escuchado del síndrome de Estocolmo. Podríamos, pues, denominar la reacción de los norcoreanos como el síndrome de Pyongyang. El síndrome de La Habana es un poquito más sutil, pues los medios de prensa y una notable parte de la intelligentsia continúan tomando partido con el secuestrador.
El hecho de que escriba esto demuestra que soy un error en el sistema. Fui adoctrinado para ser un robot que diseminara propaganda castrista a los cuatro vientos. Pero me liberé.
Habiendo dicho esto, la próxima vez que quieras celebrar los beneficios del parque temático que es Cuba, haznos un favor y piensa en tu privilegio infinito. No olvides que tienes un pasaje de vuelta a casa. ®