Tal y como se tensa la cuerda de un violín o bajo el ritmo frenético de un piano, la película Whiplash nos llevará como una flecha por un túnel configurado por los sueños de grandeza de Andy Neyman (Miles Teller), un talentoso estudiante de batería que desea figurar en la escena musical.
Ese túnel personal se verá parcialmente iluminado por uno de los profesores más exigentes y temidos de una de las mejores escuelas de música del país: Terence Fletcher (J. K. Simmons).
En primer plano, y como marco de la película, el jazz de conservatorio; un jazz aséptico, apegado al tempo, ejecutado con pulcritud y perfección, ensayado una y otra vez hasta literalmente dejar la zalea; un jazz que vibra, que emociona, pero que a ratos se antoja algo plano, por no dar cabida a uno de sus elementos esenciales: la improvisación y el juego melódico. Un contraste importante, tomando en cuenta los orígenes del jazz y su desarrollo a lo largo del siglo XX en el sur de Estados Unidos, en el que su expresión ha sido eminentemente libre y libertaria. El profesor Fletcher, en el intento obsesivo y desquiciado de que los alumnos ejecuten con maestría cada pieza y den lo mejor de sí pasará por encima de la dignidad de los jóvenes, favoreciendo lo que es propio de países desarrollados: el culto descarnado a la competencia y a la perfección a costa de lo que sea.
El jazz de conservatorio; un jazz aséptico, apegado al tempo, ejecutado con pulcritud y perfección, ensayado una y otra vez hasta literalmente dejar la zalea; un jazz que vibra, que emociona, pero que a ratos se antoja algo plano, por no dar cabida a uno de sus elementos esenciales: la improvisación y el juego melódico.
Tanto Teller como Simmons se enfundan perfectamente en la piel de sus personajes; el diálogo de miradas entre ambos da lugar a un entramado psicológico digno de mencionar. La edición tensa, brava y candente entre música y ejecución produce un marco inmejorable para el espacio emocional, frágil y denso a la vez, de los personajes.
La película de Damien Chazelle, queriéndolo o no, obliga a pensar en el juego perverso de “ser el mejor”. Más allá de impulsar al máximo la carrera profesional de alguien, más allá de la vocación, más allá de la excelencia, habría que detenernos en el ¿para qué?, ¿qué es lo que reforzamos, qué es lo que realmente apoyamos cuando pasamos por encima de lo que sea y de quien sea para ser los mejores? Es más, ¿realmente somos los mejores? ¿Quién dice que somos los mejores?
Es interesante plantearlo en un mundo en el que el suicidio se convierte en la primera causa de muerte entre los jóvenes, y la competencia una causa recurrente de depresión. La competencia en el mundo globalizado se ve con buenos ojos porque aseguran que “produce” perfeccionamiento. Sin embargo, no hay que olvidar que nuestra realidad es el mercado. Y el mercado manda. En este contexto, quedan pocos espacios para ser “los mejores en lo que hacemos” desde una ética personal que no compite con los otros, que no sobaja ni humilla ni juzga al otro. Es la lógica de perfeccionarse construyendo, edificándose a uno mismo y a los demás. Algo muy lejos de lo que vemos reflejado en la película de Chazelle, donde la competencia quiere hacernos mejores para anularnos como individuos… paradojas de la modernidad. ®
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