¿Puedo considerarme filósofa? No lo sé, mi definición se la dejo a ustedes. Formo parte de un gremio intelectual, institucional, pero no le pertenezco. En esta colmena hay quienes llevan a la filosofía como un abrigo de mink, como un adorno sobre los hombros que los dota de elegancia y superioridad.
Me pronuncio contra la reducción institucional de la filosofía, contra la jerga erudita, contra la construcción sistemática y abstracta que aliena al pensamiento. Me pronuncio por la filosofía como ejercicio vital. Asumo este difícil, esquivo, hambriento trabajo sobre mí misma y me pregunto: ¿Quién soy en esta elusividad, esta hambre que no acaba, que no se sacia con nada? Nada soy más que sangre y abismo, átomos que se deslizan sobre un halo de luz.
Ni la pasión ni el hálito del pensamiento son implantados desde fuera o por voluntad propia: se está condenado a ellos por algún sino inexplicable. Yo no elegí ser filósofa: me vi lanzada al pensamiento por la necesidad de explicarme a mí misma, de la misma forma en que otras veces he sido catapultada al amor y al deseo como fuerzas instintivas sobre las que mi razón no decide. La filosofía crece en mí de forma natural, incluso quizás sea yo un engendro de ella y deba reconocer entonces a Artaud, Camus, Nietzsche, Stirner y a Heráclito como mis padres putativos, como aquellos cuyas ideas filosóficas impactaron mi ser cual meteoritos. El simple hecho de estar viva me sorprendió desde muy joven, casi niña, y la vida examinada ha sido desde entonces el resultado del minúsculo y perfecto aleteo de la necesidad. Podría decir que poseo una vocación, una predilección por cruzar el límite, por experimentar y proponer para mí misma nuevas formas de vida. Esto no me facilita la existencia, porque vivir y filosofar viviendo exige la elección plenamente consciente de poner frente a sí la atadura a la finitud, a los juegos de la fortuna y al propio sinsentido que es uno mismo. Cuando la vida me empuja a una normalidad plana yo muero, yo me suicido con la misma guadaña de la muerte llana.
La filosofía no me hace más inteligente pero sí más profunda; seguramente no me perfecciona, pero me humaniza, me hace más mortal, más consciente de que sólo tengo esta vida para llegar a ser quien soy en toda su amplitud. Por todo esto, sostengo que filosofar es aprender a morir, esto es, a vivir porque se sabe que se vive sólo una vez, que todo transita, que todo es un paso hacia ningún lado —y pensar a partir de ello.
No hay filosofía sino filósofos, no hay ideas sino minúsculos corpúsculos que flotan sobre un halo de luz. “Soy cuerpo y pienso”. “Sólo existen los átomos y el vacío, todo lo demás son hipótesis”. La experiencia de mi propia materia es la medida de mi verdad: Yo tengo una estrella enclavada en el firmamento y una espina atragantada en mi músculo cardíaco. Yo extraigo mis órganos vitales para liberarlos del dolor, para poner en crisis los automatismos y convicciones socialmente útiles. Es la vida misma el puente por el que arranco mis escamas y me inmolo para construirle su casa al superhombre o, más aún, a la SUPER HEROÍNA. Yo escribo porque detesto los convencionalismos sociales por opacos, estúpidos y alienantes. Yo soy un ser entre la espada y la pared.
Filosofar no es pensar: es un proceso de desasimiento, de auto-creación de una segunda naturaleza. Soy mi propio acto filosófico y fallido. Nietzsche no es un filósofo al que se lee para cultivarse: es un estado de ánimo, una prolongada experiencia, un caminar en lo prohibido obedeciendo la ley de gravedad que nos sujeta a la tierra en un flujo constante, en un flujo del que no podemos escapar ni mucho menos abarcar.
¿Puedo considerarme filósofa? No lo sé, mi definición se la dejo a ustedes. Formo parte de un gremio intelectual, institucional, pero no le pertenezco. En esta colmena hay quienes llevan a la filosofía como un abrigo de mink, como un adorno sobre los hombros que los dota de elegancia y superioridad. Yo puedo ver a través de ese falso pelaje un cuerpo desnudo y temeroso, un cuerpo maltrecho, torpe, incapaz de cualquier tipo de goce. Existen seres más sencillos y cercanos a la sabiduría que el arrogante filósofo de palabras vacías y ornamentales que destellan en la falsa vitrina humana, pero esta ridícula frivolidad me parece una denuncia de la perenne condición de lo humano. Valoro la superficialidad en la medida en que el espectáculo de lo ridículo me profundiza.
Pensar es para mí intentar desenredar lo que me confunde. Y a mí me confunde el hombre con sus errores, sus temores, sus victorias. Me confunde el teatro como biografía elemental; la vida sexual, la muerte y los abismos del amor me confunden. A mí me atrae la confusión como la luz a determinados insectos, es por eso que quizás debiera revisarme a mí misma con un entomólogo y no con un terapeuta sistémico. En mí la confusión es inevitable, por abigarrada y excesiva, por el peso de la literatura, por el peso que tienen sobre mis estados de ánimo David Bowie, Jim Morrison y Kurt Kobain.
La cultura católica me enseñó a culpabilizar los instintos, pero yo me he entregado a la vida para vivirla completa y de una vez por todas. Es decir: me he construido una segunda naturaleza, me he reeducado continuamente a mí misma para percibir, oler el engaño moral de la virtud y las buenas costumbres, las cuales son dispositivos para dinamitar lo que es privado, lo que es sólo de uno mismo. No cumplo, pues, con el puntaje requerido para ganarme el amor de la masa, soy compleja y me siento incómoda en lo sencillo. Me es difícil dejar pasar las cosas sin hacer demasiado, sin esforzarme por conquistar mi propia libertad y seguramente soy un intento fallido para vivir más allá del bien y del mal, lo cual no hace sino apuntalar en mí una risa que me horada hasta el tuétano.
Nuestra verdadera educación filosófica no depende de la memorización de doctrinas sino del poder formador de la vida: somos más pensadores cuando las letras impresas se convierten en acciones efectivas, en experiencias epidérmicas. Leo, pero mi tónico mental no son los datos ni los conceptos ajenos, sino los aforismos concretos que dibujan mis elecciones y sus inesperadas consecuencias. El temor de perder mi pensamiento, al sujetarme a un tiempo que no es el mío, me hace temblar, de ahí mi esfuerzo por construirme una caverna que proteja mi corazón filosófico. Yo no escribo para expiarme frente a los demás. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”… Pues si con el sudor de mi frente pierdo mi pensamiento, colocar mis ideas en este papel, en tanto que autoconstrucción, equivale a un legítimo instinto de autodefensa. Escribir es para mí desenvainar la espada.
Hoy que leo esto ante ustedes —porque ustedes no leen este texto, me escuchan— puedo decirles que lo hago para ensanchar la aristocracia de las ideas independientes, para declararme más atea frente a la iglesia, para ser más hereje, para defender concepciones más claras del universo. ¿Y saben por qué? Porque según Nietszche, uno de mis padres, “Dios es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores”. Leo, más aún pronuncio este texto en busca de una disciplina interna que ponga a prueba mi capacidad y mi fuerza. ¿Cómo llegué a Nietzsche? ¿Por qué quise casarme con él? ¿Por qué sus libros provocaron en mí un deseo carnal infinito? Mi respuesta es simple: porque de las explicaciones que pueden darse sobre quién es filósofo elegí la del hombre desconcertante que para pensar no se eleva por encima de las cosas mundanas sino que se sumerge en el mundo para poder pensar lo que piensa. Nietzsche llegó a mí para desencajarme de lo permitido. Una vez que comencé a leerlo ya no pude ser la que se esperaba que fuera, traicioné los parámetros morales en los que había sido educada de una manera más o menos libre. Yo radicalicé la libertad que se me había dado y renuncié a las enseñanzas del catecismo a los doce años, sin saber que hacía una elección que iba a teñir la tela de mi existencia. Aún trabajo la cuestión de la culpa, ese vampirismo injertado en la piel para succionar la capacidad humana de crear los propios valores y vivir conforme a uno mismo. Le pedí al cura y a Dios que me abandonaran, que me dejaran sola frente a esta cáscara de hueso y piel que es mi cabeza para ejercer mi propia decantación espiritual. Decidí pensar bajo una cascada y bañarme en mis siete soledades.
Filosofar no es pensar: es un proceso de desasimiento, de auto-creación de una segunda naturaleza. Soy mi propio acto filosófico y fallido. Nietzsche no es un filósofo al que se lee para cultivarse: es un estado de ánimo, una prolongada experiencia, un caminar en lo prohibido obedeciendo la ley de gravedad que nos sujeta a la tierra en un flujo constante, en un flujo del que no podemos escapar ni mucho menos abarcar. Esto es filosofar: la ardiente voluntad de crearse uno a sí mismo de cara al absurdo, de hacer honor a la inmanencia cuando la propia vida se transforma en un triunfo literario que se deshace entre las manos. He escrito bitácoras de mi vida desde hace más o menos 25 años y las guardo todas para recordarme a mí misma quién soy. Escribo para darle peso existencial a mi devastación, para curar mis heridas. “De todo lo escrito”, dijo Zaratustra, “yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre y te darás cuenta de que la sangre es espíritu”.
Una vez más con él filosofía vuelve a ser experiencia, autodramatización y experimentación erótica, creciendo simultáneamente hasta engendrar al minotauro. “Yo amo”, dice Zaratustra, “a quien no reserva para sí una gota de espíritu, sino que quiere ser íntegramente el espíritu de su virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el puente”
No me justifico, simplemente me explico a mí misma: yo no llegué a Nietzsche, específicamente a El nacimiento de la tragedia, por la vía académica. Desemboqué allí por necesidad, por el excesivo peso que tenía sobre mí el teatro. El teatro como experiencia trágica me enfrentó a la verdad sin evadir lo horroroso, el miedo, la rabia y todo aquello que Occidente ha considerado digno de olvidar. Hacer teatro —no actuar, hacer como si, sino manejar la energía e instalarse en la pura presencia— supuso para mí un profundo trabajo de conocimiento interno, un camino de pequeñas muertes cuyo resultado final es el renacimiento. Suspendí la mente para ir hacia adentro, guardar silencio y encontrar en el grito los ruidos que habían estado guardados durante mucho tiempo, aprisionados, humeantes y desesperados. Artaud, El teatro y su doble, me llevó a Nietzsche para encontrarme con una experiencia de vacío, soledad, miedo, rabia y combate, la única brecha posible que en esos años yo contemplé para ser libre. Para mí el teatro fue un ejercicio filosófico en amplio sentido: un trabajo sobre la conciencia no desde lo que consideramos claridad, sino a partir de la iluminación que traen consigo la confusión, la irracionalidad y el desequilibrio. Si a partir de la experimentación teatral puedo decir que el conocimiento profundo está en relación con el manejo de la energía corporal, filosóficamente puedo afirmar que el Conocimiento es la relación entre la conciencia como mente que se piensa a sí misma y la total organicidad, unidas en compás por el acto vital de la respiración profunda. El conocimiento de las emociones, que permite al actor su manejo escénico, es un socavamiento de las partes más internas del cuerpo para convertirlas en metáforas de las experiencias humanas, desde las más primitivas y corpóreas, como son la sobrevivencia, hasta las más mentales, como la comunicación con los seres espirituales y la energía universal. Este socavar en las formas internas, que nos son tan cercanas y a la vez tan lejanas, trae consigo la modificación de las expresiones externas socialmente reguladas. Nietzsche no eligió por azar la tragedia griega para iniciar su pensamiento sobre la superación del hombre. El estado supranormal de la escena trágica está en estrecha relación metafórica con Dionisos como “desatador de nudos”, “liberador”, “derrumbador de murallas”. Dionisos, el que rompe las fronteras de la normalidad, de las convenciones sociales, el que abre las fronteras de la posibilidad absoluta en que las cosas adquieren su sentido más profundo y se topan, dirá Artaud, con su Mana. Esta posibilidad absoluta, en el que la realidad extiende sus tentáculos y crea monstruos en los que convergen la animalidad, la vegetalidad y aun lo espiritual, en retruécanos que no son posibles de alcanzar en el estado cotidiano, es la posibilidad de la vida misma. Yo amé el teatro porque me convertí en una puerta, porque en escena fui todos los hombres, un abanico de pasiones y tormentos, un lanzamiento de dados. Mi cuerpo como detentador de toda forma cognoscible, de toda información milenaria, evolutiva y no evolutiva, que la palabra no alcanza a pronunciar. Nietzsche no es un filósofo, es una experiencia teatral, corporal. Detrás de la sentencia filosófica veo al hombre: al hombre Nietzsche, pero también a cada hombre viviendo en el hielo, caminando lentamente bajo la tormenta, atacando causas para las que no encontrará aliados, tomándose a sí mismo como fatum.
Soy un ser intermedio, una amante del conocimiento, del viaje, de la distancia. Estoy lejos a veces hasta de mí, por eso escribo, para hacer de la escritura síntoma y espejo de mí misma.
Así, en busca de un delirio filosófico, viajé hace poco a Nueva York, en busca de respuestas a preguntas existenciales… La ciudad no habló, habló mi ser más profundo para lanzarme la pregunta sobre cómo es que el amor había dejado de ser una experiencia estética. Sentada en Central Park, sobre las raíces de un árbol de copa generosa, las hojas cayendo sobre mí, experimenté la profundidad punzocortante de “El camino del creador”, que Nietzsche había escrito específicamente para concederme la gracia de una soledad auténtica. Busqué mis siete soledades bajo el cielo lluvioso de la ciudad mientras el viento se llevó mis ideas y me dejó desnuda en medio de un valle de tristeza. Me vi materializada en tierra y cenizas, existiendo en el dolor, en busca de mi propio dios y mi propia virtud. Rompí la cadena, liberando la atadura del amor, dando forma a una escultura involuntaria, situada físicamente en una encrucijada. “Yo amo”, me dijo Zaratustra, “a quien es de espíritu libre y de corazón libre: su cabeza no es así más que las entrañas de su corazón, pero su corazón lo empuja al ocaso”.
La filosofía no se lee, baja sobre uno mismo, se coloca en las entrañas: la filosofía es la flecha del anhelo hacia la otra orilla. Filosofía es un momento preciso, una situación vital: Frente a la pieza Spem in Alium. Nunquam habui, de Janet Cardiff, una ventana, frente a ésta un árbol cuyas hojas agita el viento en una repetición ad nauseam. Tras el árbol, el puente de Brooklyn y sobre él una avioneta roja. La nariz moqueando y los ojos empañados ante la revelación del devenir. En ese momento todo es arte, experiencia, profundidad y verdad. El ser entero —carne, huesos, latido, pneuma— decide. Con el viaje se revela una nueva pasión para curar la histeria y la inteligencia, una nueva razón para pensar emerge como gota de agua en la oscuridad, resbalando helada por la espalda. Yo bailo ante su espíritu como ante una cumbre dorada, él es abismo puro avasallando la razón, epicentro de la Ciudad de México. Una vez más con él filosofía vuelve a ser experiencia, autodramatización y experimentación erótica, creciendo simultáneamente hasta engendrar al minotauro. “Yo amo”, dice Zaratustra, “a quien no reserva para sí una gota de espíritu, sino que quiere ser íntegramente el espíritu de su virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el puente”.
Me despido arrojando palabras de oro, sin cambiarme de nombre para ocultar mis experiencias como criterio de mi pensamiento. Ni rana pensante ni aparato de objetivación, yo, filósofa, soy línea en blanco, cita, entrecomillado, punto final, y en mis puntos suspensivos, ecpirosis pura. Yo criminal, yo traidora, amante negada, madre borrada: soy todos los estigmas y las quemaduras. Soy sor Juana, Ana Bolena, Juana de Arco, Hipatia y una especie de Borgia. Soy la condenada, la pantera, la tarántula y la serpiente. Nuevamente la filósofa, la nocturna, la que nada a contracorriente. Escritora, mal comida, pensadora. ®
Víctor Hara
Hay tres o cuatro frases en este texto que merecen impregnar nuestras conciencias,
paola m.
simplemente genial, considérame tu discípulo y ojala llegues lejos
Minerva
Me gustaría platicar con la que escribió esta declaración.
Jonathan
No esperes a ser grande para escribir, puede que para entonces ya estes muy oxidada :)
Eva Leticia Martínez García
Este texto me super encantó. Yo quiero escribir así cuando sea grande. Es tan sentido y tan pensado al mismo tiempo. Me gusta mucho que no lance sentencias, como todos los sabihondos, sino que hable de cómo sé hace la filosofía en uno mismo. Felicidades.