Ya es leyenda, y muchas cosas ciertas y otras no tanto seguirán escribiéndose sobre la figura del cómico genial del cine y la televisión mexicanas. Como las que se narran aquí.
Llegaste a Tijuana sin tener nada de nada… o eso creías. Era 1949, tenías dieciocho años y habías dejado la capital por un fuerte disgusto con tu hermano, que te había dado un pequeño rol en la calabaceada cinta que lo había lanzado al estrellato. Por eso no te causó ningún asombro el estudio de filmación del gringo Harris en San Isidro. Lo que sí te intrigaba es el porqué te había llamado: no eras nadie. El crew de producción era escaso. Harris te recibió efusivo y sólo te dijo: “Doña Lila me dijo que puedes hacer muy bien lo que te voy a pedir… hazlo”. ¿La Doña? ¿La madrota que te trataba maternal y confianzuda? “¿Y por qué puedo hacerlo?” “Porque tienes lo necesario, muchacho”. Entonces entraron las starlets, que no eran de una belleza despampanante pero sí de curvas turgentes. Tus hormonas cuasiadolescentes, el descomunal tamaño que te cargabas y tu desinhibición nata hicieron lo demás.
Y así pasaron cinco años echándote a gringas recién llegadas del Medio Oeste por una buena paga para realizar esos cortos en 16 milímetros en blanco y negro que serían degustados en salones de caballeros, burdeles de Nueva York, salas familiares de potentados y pequeños auditorios universitarios donde estudiantes liberadas querían deleitarse con las “últimas picardías de Tijuana”, aunque en realidad te querían ver en acción, pues en los parloteos subterráneos corría el rumor de tu enhiesta, desaforada y titánica virilidad.
Pero el ir y venir entre el México de Ruiz Cortines y el sueño pervertido de California pronto te cansó. Además, tus apariciones continuas en las procaces cintas te hicieron temer que alguien te reconociera y quisiera chantajearte. Oíste que eso le había pasado a Rita, a Marilyn y a la novata Jayne, así que decidiste darle las gracias a Harris y volver a la capital, donde, ironía de ironías, once años después de iniciar tu orgiástica carrera te convertías en ídolo infantil caracterizando al Lobo Feroz, disfrazado con un morro tan enorme como eso que te dio tu húmedo trabajo.
Pero el cine estaba cambiando a mil por hora y pronto te diste cuenta de que el futuro estaba en un medio despreciado. Así que apostaste de lleno por la pantalla chica que poco a poco, como un gusano barrenador, se incrustaba en el esqueleto de la sociedad. Tu desenfado te ayudó: podías decir prácticamente la gracejada que quisieras porque tu mote, El Loco, te cubría de hilarante impunidad. Además, mostraste rápidamente y sin vergüenza cuál era el equipo de soccer que llevabas en el corazón, por lo que el espectro de tus seguidores creció entre los oligofrénicos y los chicos de la banda que también eran grandes aficionados de las cremas desnatadas.
Pero el cine estaba cambiando a mil por hora y pronto te diste cuenta de que el futuro estaba en un medio despreciado. Así que apostaste de lleno por la pantalla chica que poco a poco, como un gusano barrenador, se incrustaba en el esqueleto de la sociedad.
Siendo la indiscutible figura cómica televisiva coleccionabas triunfo tras triunfo en el cinescopio, mientras que tras bambalinas coleccionabas proezas indecibles en los camerinos. Las chicas más dulces eran tus diosas arrodilladas y sus rostros angelicales te miraban en perspectiva. Y tuviste la ventaja de nunca ser derrotado por la soberbia o el despotismo, por lo que fuiste aderezo de ricas ensaladas y gratas variedades que se iniciaban al comenzar el nuevo día.
Mas la década siguiente te volvió a la carpa y el cabaret y conforme pasaban los lustros, ya completamente fuera de la televisión, el nuevo público olvidaba tus ocurrencias y celebraba a tus hijos bastardos.
Sin embargo, las altas esferas no te veían con simpatía. Pétreos y cerrados, no entendían que la risa es alivio del alma. Y llegó el comentado momento, en el año del Benemérito, en el que hiciste tu mejor chiste: el de Bomberito Juárez y su esposa Manguerita Maza. El Halcón Mayor, tercermundista y paranoide, no entendió la paranomasia y, conocedor de tus dotes fálicas gracias a su sabueso de barriada, concibió que al mencionar a doña Manguerita rendías velada pleitesía a tu manguerón. Y te sacaron del aire, además de cobrarte una exorbitante multa…
No estuviste mucho inactivo: los años setenta se convulsionaban en cambios y tu humor absurdo reflejaba la posmodernidad. Así que volviste a ser el consentido. Mas la década siguiente te volvió a la carpa y el cabaret y conforme pasaban los lustros, ya completamente fuera de la televisión, el nuevo público olvidaba tus ocurrencias y celebraba a tus hijos bastardos.
Tu cuerpo se resentía… En los últimos años las menciones que se hacían de ti en los medios eran boletines sobre tu precaria salud. Pero no, no podías irte sin una última carcajada. Y el día de tu último suspiro le robaste los reflectores a un patiño que desgañitaba sus graznidos para justificar su incompetencia y vender cachitos. Mientras la atención que necesitaba patológicamente lo abandonaba para centrarse en ti, sacaste oníricamente tu chequera diciendo: “Aquí está mi multa”. Y mientras el vejete se retorcía al no ser el centro de las miradas, partiste al Paraíso que habías escogido para pasar la Eternidad: Ese de starlets curvilíneas, sugerentes y predispuestas. ®