Un día Ramón despertó crudísimo en un palacio ostentoso con baño de mármol, oro y marfil. Al verse en el espejo no podía creer lo que veía: era el rostro del mismísimo papa Francisco.
Cuando Ramón despertó la memoria apenas le rendía para recordar que tras exhalar oxígeno es recomendable inhalarlo nuevamente, mucho menos para reconocer un aire de familiaridad en aquella monumental habitación color marfil iluminada por un tragaluz que proyectaba flores de lis amarillas y lilas en el piso de mármol blanco climatizado, lo mismo que por la luz cálida que entraba a través de los ventanales construidos en perfecta concordancia con los cuatro puntos cardinales del mapamundi.
Se incorporó lentamente en el borde de la cama, posando las palmas de sus pies sobre las enormes losas blancas, con la mirada puesta en un punto fijo de la pared durante un tiempo indefinido. Se quitó un largo camisón blanco de seda para rascar una barriga pálida que tampoco podía adjudicarse como suya mientras bostezaba.
Caminó a duras penas hacia la puerta de lo que intuía era el baño, con la mano presionando su hígado ensanchado y lanzando lamentos que sonorizaron su propio viacrucis. El esplendor y la belleza de aquel espacio daban la impresión de haber sido tocados por la gracia del mismísimo Alfa y el Omega; pero de poco le importaba esto a Ramón, quien sólo veía de frente a una resaca del tamaño de Dios.
Se hincó frente al inodoro de oro sólido con la naturalidad de quien acostumbra a despertar en casa ajena, para inducir un vómito que salpicó todos los bordes del trono dorado. Luego se dirigió al lavabo para girar la chapa de oro blanco, absorto por la suavidad con que caía el agua sobre el mármol hasta que procedió a tallarse la cara hasta encontrarse con sus ojos en el espejo.
A pesar de la mermada capacidad de asombro aludida líneas atrás, Ramón pegó un salto atrás a la vez que gritaba como quien acaba de sorprender a su propio asesino. La violencia de la reacción lo obligó a trastabillar hasta caer de espaldas sobre la piedra climatizada. Su nuca rebotó dos veces antes de afianzarse en el suelo. Cuando volvió en sí percibió una súbita y fuerte palpitación en su pecho. No era para menos: el rostro que reflejaba el cristal le pertenecía al mismísimo Papa de la gente.
Ramón se arrastró por el suelo hasta abrazar el cuello de un bidé más pulcro que el corazón de la Santísima Virgen de las Nieves. Se incorporó con una parsimonia lastimera hasta afianzar sus glúteos flácidos en la superficie de oro y sostuvo su frente con las palmas de unas manos que le resultaban ridículamente suaves y amorfas. Enseguida, y de manera automática, un chorro salió disparado de la tráquea de un neonato de rizos y semblante angelicales para hidratar el esfínter reseco de Franciscus PP.
Permaneció sentado largo rato ahí, sin poder hilar un pensamiento coherente, en un intento inútil por digerir y medir la profundidad del acantilado mental que se desdoblaba ante sus pies.
Si bien la memoria le fallaba, lo que Ramón conservaba de su existencia pasada era la certeza de la inexistencia de Dios. De eso y el recuerdo de su padre, dueño de la única videoteca del pueblo y parroquiano habitual de las cantinas, quien siempre solía chiflar el Réquiem de Mozart bajo estrés. Ramón deploraba al ganado bípedo que pastaba en los templos y a los monarcas de la religión institucionalizada que la pregonaban y lucraban con la ignorancia.
Volvió a sumirse debajo de las sábanas con la esperanza de despertar dentro de los confines de su piel; sin embargo, sus plegarias no fueron atendidas. Presa de la desesperación, quiso beber hasta perder el conocimiento con el objetivo de reencarnar en otra instancia metafísica, obedeciendo la propia ecuación ilógica que lo situó en la alcoba principal de La Santa Sede, pero no encontraba un solo indicio de la sagrada uva en ninguno de los aposentos de Su Santidad.
Cuando Ramón asumió que no le quedaba más remedio que asimilar su nueva condición, lo hizo con la serenidad de quien ha atravesado más de un infierno terrenal. “Amén, pues”, afirmó para sus adentros, “seré el Papa de la gente”. En cuanto terminó de pronunciar estas palabras, unos nudillos tímidos tocaron a la puerta de la recámara.
“¿Vuestra Excelencia?”, preguntó una voz opacada por la gruesa capa de madera que los separaba. “Su Santidad”, insistió la voz a los pocos segundos. “Los fieles llevan más de dos noches esperando vuestra presencia en la plaza”.
Ramón tardó un tiempo que se antojaba interminable en encontrar las palabras correctas para responder sin alzar las sospechas de sus súbditos. No recordaba una sola parábola bíblica mediante la cual poder justificar su demora. Cuando por fin le vino a la mente una respuesta afín a su nuevo cargo, notó una voz melodiosamente rasposa que salía de su garganta, como un trombón sumergido en miel, muy distinta a su habitual timbre avinagrado. Sin embargo, respondió con una naturalidad categórica.
—Paciencia, hijo mío, que Aquel nos dio más tiempo que vida —pronunció con sorpresiva autoridad.
—Sí, Su Excelencia —replicó el mayordomo con algunos falsetes en su timbre que ponían en evidencia su creciente nerviosismo.
Aturdido y resignado, y con un gesto que claramente respondía a las manos del papa, acarició la frente de Cristo Rey que asomaba del bajorrelieve de un crucifijo y de pronto dos puertas se deslizaron a los costados abriéndose de par en par para desplegar hileras llenas de sotanas rojas, negras y blancas, lo mismo que gorros, calzones y calcetines.
Ramón se apuró en encontrar un armario para cambiar su atuendo desalineado por uno compatible con la gracia de su título, pero no veía ningún pomo o manija en la recámara. Aturdido y resignado, y con un gesto que claramente respondía a las manos del papa, acarició la frente de Cristo Rey que asomaba del bajorrelieve de un crucifijo y de pronto dos puertas se deslizaron a los costados abriéndose de par en par para desplegar hileras llenas de sotanas rojas, negras y blancas, lo mismo que gorros, calzones y calcetines de esa gama.
R ignoraba la carga simbólica de los colores, por lo que decidió adivinar y vestirse del blanco protocolario. Cuando salió de la recámara, dos mozos vestidos con el uniforme de la Guardia Suiza Pontificia se cuadraron a las orillas de la puerta. En un reflejo contra natura Ramón se persignó.
“Guiadme hacia mi gente, hijos míos”, demandó Ramón amablemente y se frotó las palmas de sus manos. Los mozos se apuraron en asentir al unísono antes de ponerse en marcha unos pasos por delante de Su Santidad. Ramón apenas podía digerir la información simbólica que se asomaba en su entorno cuando de pronto avistó la terraza y una franja de la multitud que lo esperaba expectante en las inmediaciones de la Plaza San Pedro. Los guardias extendieron sus brazos en reverencia para cederle el paso al Papa de la gente.
Ramón caminó hacia el borde de la terraza con las manos ensortijadas en alto y el clamor del rebaño estalló para cimbrar todos los recovecos de la Santa Sede. Contrariamente a lo que dictaría la naturaleza taciturna de R, la reacción de la multitud le sentaban bien. Dio un par de golpes al micrófono con las yemas de sus dedos para cerciorarse del volumen y alargó su silencio con una sonrisa amplia, estirando los brazos al aire con la finalidad de absorber el bullicio de su rebaño que estallaba en toda su humanidad, arrojándolo hacia los picos más altos de la euforia y, lo que era más importante, mitigando la resaca que parecía desvanecerse en las lágrimas de Cristo.
Cuando volvió en sí la multitud permanecía inmersa en un silencio expectante. Ramón esbozó para sus adentros un discurso improvisado y acercó sus labios al micrófono.
“Hijas e hijos míos, lamento haberlos hecho esperar. Que su misericordia se extienda a este humilde funcionario público”, pronunció y pudo escuchar el eco interrumpido por el aleteo de las palomas blancas que sobrevolaban la plaza.
“He venido con ustedes”, titubeó por un instante. “He venido con ustedes para iluminar el sendero de sus existencias con las enseñanzas que he adquirido a lo largo de mi vida. He venido con ustedes para ofrecerles una verdad distinta a aquella apegada al protocolo pontificio. La Iglesia necesita reformarse y adaptarse a los nuevos tiempos que nos rigen. Por eso es que he decidido instruirlos, consagrándome a la tarea de encauzarlos hacia el verdadero progreso de la humanidad”.
La multitud volvió a estallar en júbilo. El Papa de la gente exigió calma con las palmas abiertas de sus manos.
“En primer orden, hijas e hijos míos, quisiera señalar al elefante que está en la plaza. Con esto me refiero, claramente, a ese leviatán que ustedes llaman ‘Dios’. ¿Acaso no les parece un tanto infantil perpetuar la idea de una figura paterna inasible que vive en el cielo y que vigila cada uno de nuestros movimientos desde su estrado etéreo? ¿No les parece paradójico que los supuestos heraldos de Cristo vivamos cubiertos en oro?”
Ramón pudo advertir varios rostros caídos en el público, lo mismo que muchas miradas atónitas.
“¿No será que Dios es un invento para paliar nuestra orfandad intergaláctica? ¿Un ente ficticio creado con el fin de mantener un control incuestionable sobre la población? Observen a su alrededor la opulencia material que nos envuelve. ¿No les parece algo contradictorio a las enseñanzas de Cristo?”
Un tosido seco perforó el silencio estupefacto de la multitud.
“He venido con ustedes para poner a prueba sus convicciones”, continuó Ramón Franciscus PP, asombrado por la naturalidad con la cual encarnaba el papel de pastor. Cubrió el micrófono con la mano y volteó a ver a su mozo.
—Traedme un whisky doble en las rocas, hijo mío. No sólo de pan vive el hombre.
—De inmediato, Su Excelencia —respondió el guardia sin chistar y desapareció en las entrañas de la Santa Sede.
Ramón retiró su mano del micrófono y acercó sus labios para dirigirse a su rebaño anonadado.
“Tan seguro como el sol que nos ilumina, puedo garantizarles que han estado viviendo en el error; que su ingenuidad ha sido explotada a lo largo de milenios por los proxenetas de Cristo, quienes lucran de la ingenuidad; que la Iglesia está cimentada sobre el miedo y la ignorancia”, aseveró con un brillo de satisfacción en sus ojos.
Las rodillas del mozo se tambalearon en cuanto escuchó estas últimas palabras pronunciadas por Ramón. Tan es así que a punto estuvo de perder el equilibrio y verter el whisky en la pulcra sotana de Su Santidad.
“Que dios te bendiga”, dijo el Papa de la gente a su esbirro antes de hacerse del Old Fashion, sorber el líquido ambarino y dirigirse a su gente nuevamente con un par de ojos crepitantes.
“Hijos míos, entiendo lo difícil que puede resultarles digerir estas verdades, por lo que he decidido dejarlos por hoy con la finalidad de que reflexionen y ejerzan el librepensamiento. Benditos sean. Por último, los invito a disfrutar de las utilerías y a visitar la tienda de souvenirs”, comunicó Franciscus PP y se retiró bajo el manto de un silencio por demás abrumador.
Las dos hileras de Custodes Helvetici se cuadraron estirando sus armaduras al tiempo que un puñado de cardenales claramente disgustados y alarmados por el discurso de Ramón salieron de sus palcos para seguirle el paso e intentar intercambiar algunas palabras con Su Alteza, pero éste los despachó con una sonrisa fraternal. “El Señor obra de maneras misteriosas, hermanos”, dijo finalmente, antes de cerrar la puerta de la alcoba en sus narices.
Ramón se sentía francamente vitalizado por su debut performático. El inusitado poder que de pronto cayó en sus manos le resultaba atractivo. Se propuso aprender el lunfardo y analogías futbolísticas para perfeccionar el acto, lo mismo que algunos versos insignia de Gardel.
Una idea surcó sus oídos. Encendió el ordenador y buscó las bases de datos de todos los curas pederastas jamás reportados ante las autoridades competentes. Imprimió la nutrida letanía y buscó a toda prisa una hoja y una pluma para redactar una carta genérica en la cual extendía una invitación a los susodichos para una visita a la Santa Sede, all included, con motivo de “su gran desempeño al servicio de la Iglesia”. En cuanto terminó le entregó los nombres y la carta a su fiel guardián, Doménico, para que se diera a la tarea de enviar las invitaciones personalizadas cuanto antes.
Pasó de viernes a viernes enclaustrado, desatendiendo las insistentes plegarias de los cardenales para que les concediera una audiencia, mientras esbozaba y afinaba los detalles de la ejecución de su plan, autodenominado Acción de Gracia. Cuando finalmente llegó el día anhelado, Ramón se plantó frente al espejo. Lejos de sentirse abrumado por su inexplicable condición metafísica, cada vez se sabía menos R y más PP.
Encendió el ordenador y buscó las bases de datos de todos los curas pederastas jamás reportados ante las autoridades competentes. Imprimió la nutrida letanía y buscó a toda prisa una hoja y una pluma para redactar una carta genérica en la cual extendía una invitación a los susodichos para una visita a la Santa Sede, all included, con motivo de “su gran desempeño al servicio de la Iglesia”.
Cuando Franciscus abrió la puerta de su recámara la sien derecha de Doménico se estampó en la piedra blanca, produciendo un sonido hueco. Éste despertó de golpe y ofreció disculpas. Llevaba una semana entera sin despegarse de la habitación de Su Santidad.
—Tranquilo, hijo. Tu lealtad es mi recompensa. ¿Has cumplido con tu encomienda? —preguntó PP.
—Por supuesto, Excelencia. Todos los curas de la lista ya se encuentran congregados en la plaza, y todos están en sus posiciones aguardando la orden.
—Que Dios te mantenga en su infinita gloria —replicó y ajustó el crucifijo de tal modo que la cabeza de Cristo miraba hacia el suelo.
Cuando salió a la terraza se encontró con un mar de sonrisas sórdidas. Una brisa dulce acarició el semblante severo de PP.
“Bienvenidos sean a la Santa Sede. Hoy es un día histórico para nuestra Orden”, expresó Franciscus PP con un tono solemne que contrastaba con el júbilo de sus subordinados. “Este día será recordado como Acción de Gracia; como el primero de muchos pasos rumbo a la reparación de la Iglesia”. Los curas aplaudían sin entender bien a bien el porqué.
El Papa de la gente oteó su horizonte con desdén, cogió el micrófono y se sentó en el borde de la barandilla de tal modo que sus pies se columpiaban en el aire.
“Veo ante mí a una multitud mancillada por el pecado. Los aquí presentes fueron convocados no gracias a sus virtudes, sino debido a su inexorable naturaleza infrahumana. Ni Cristo en un buen día les daría la hora”, aseveró mientras señalaba con su dedo índice los semblantes descompuestos de los congregados.
Los cardenales cuchicheaban su consternación desatendida desde el palco detrás de Bergoglio. Los corresponsales de las televisoras no podían creer lo que estaban presenciando.
“Ha llegado su juicio final. El veredicto ya está emitido”, continuó PP. “Tienen una sola opción para resarcir sus pecados, la única acción noble que les queda por hacer en este mundo: quemarse a lo bonzo o, bien, esperar a que una de sus víctimas, aquí presentes, lo haga por ustedes”. Hubo más de un cura que se desplomó al escuchar la sentencia de Franciscus.
“El día de hoy y bajo este nuevo sol se hará una pequeña indemnización a las monstruosas injusticias cometidas en nombre de Cristo”, agregó y alzó su cáliz lleno de Laprhoaig al aire para dar la señal y así coquetear con lo que sería su primera experiencia religiosa.
Sólo una docena de curas tuvieron a bien asumir su destino a mano propia, mientras que un pequeño ejército de monaguillos armado con baldes de combustible y cerillos fue ocupando la plaza resguardada por los Custodes Helvetici. Los sollozos de los pederastas crepitaban en la plaza hasta que las llamas cubrieron el sol.
Los ojos de Franciscus eran dos esferas de fuego. Su sonrisa, un acantilado de esmalte desgastado. Levantó el cáliz nuevamente y bebió todo su contenido para celebrar aquel espectáculo. Los exmonaguillos reían a carcajadas y aplaudían la justicia inusitada que se les había ofrecido. Ramón oteaba a los curas agonizantes con repudio desde su estrado inasible. Los cardenales estaban sentados en silencio sepulcral, pasmados por aquel espectáculo.
Los noticieros de ese día repetían una y otra vez las imágenes de los restos de sotanas que yacían calcinadas e inanimadas, despojadas de toda humanidad. Los televidentes alrededor del mundo permanecían pegados a las pantallas. Las encuestas improvisadas no tardaron en reflejar una clara mayoría volcada a favor de la supuesta Acción de Gracia. Al día siguiente, los titulares de los diarios mostraban una tendencia más equilibrada, dependiendo de su línea ideológica, naturalmente. A raíz de lo sucedido, los jerarcas de la Iglesia convocaron a una junta extraordinaria para deliberar sobre el futuro de su pastor, en la que, entre otras cosas, sopesaban la alternativa de exorcizar, excomulgar o, la más popular, asesinar a Franciscus PP.
Los televidentes alrededor del mundo permanecían pegados a las pantallas. Las encuestas improvisadas no tardaron en reflejar una clara mayoría volcada a favor de la supuesta Acción de Gracia. Al día siguiente, los titulares de los diarios mostraban una tendencia más equilibrada, dependiendo de su línea ideológica, naturalmente. A raíz de lo sucedido, los jerarcas de la Iglesia convocaron a una junta extraordinaria para deliberar sobre el futuro de su pastor.
Poco le importaba al Papa el revuelo creado en torno a su figura. Su Santidad ya se encontraba esbozando su próximo acto de justicia. Encomendó a Doménico la tarea de hurgar en los archivos secretos de la Iglesia con el fin de juntar todo el material incriminatorio sobre los saqueos durante la Conquista española.
Mientras Doménico reunía los referidos documentos, R pasaba sus días predicando ante las multitudes en favor de la eutanasia, la despenalización de las drogas y del aborto, calificando este último como una acción digna de la beatificación.
Si bien es cierto que su consumo de Laphroaig ya rozaba con el abuso, la mente de PP se mantenía lúcida, dejando detrás suyo a un rebaño más compungido que el anterior.
Por la mañana de un sábado un vendaval nostálgico despeinó a Bergoglio justo antes de pasar el rastrillo por su cachete. Sus ojos registraban la imagen del viejo R en el espejo y las vivencias que habían encauzado en ese rostro turbulento para darle su forma actual. Pero todo eso se disipó en cuanto Doménico tocó a la puerta del baño para anunciarle que había conseguido reunir los documentos encomendados por Su Santidad.
El Papa de la gente los exhibió en todas las cadenas televisivas, incluso otorgó una entrevista a Oprah Winfrey. El escándalo mediático no pasó inadvertido por los jerarcas de la Santa Sede. Los cardenales dejaron de lado sus intenciones homicidas para enfocar sus energía y atención en intentar mitigar las parvadas de amenazas e insultos que les llovían desde todos los ángulos. Convocaron a los abogados más rapaces del Viejo Mundo a otra junta extraordinaria con la finalidad de elegir la estrategia a seguir para enfrentar la calamidad mediática y la crisis institucional que le seguía. Al mismo tiempo, surgieron facciones dentro de los creyentes que pedían la abolición de la Iglesia, mientras que, en el ámbito laico, la superioridad moral estaba al alza.
De manera paralela, el Papa de la gente desarrollaba una insana afición por las aceitunas griegas y el paté de fuá. Estaba sumergido en su tina de obsidiana, sopesando las vías legales para poder excomulgar a los cardenales, tras vincular su complicidad y perpetuación de los crímenes de la Iglesia y así poder dilucidar el castigo correspondiente. Sumergió la cabeza en el agua. Su barriga salió a la superficie al mismo tiempo que su cabeza. Se detuvo a contemplar con desdén esa panza amorfa y lampiña, las verrugas y aquella celulitis claramente avanzada cuando una idea iluminó su rostro. Chasqueó los dedos. Doménico entró de inmediato con una bata en las manos.
El Vaticano apenas se había repuesto del escándalo anterior cuando las cadenas televisivas ya transmitían las imágenes aéreas de los cardenales esposados, que eran conducidos en hilera por alguaciles de la Interpol al interior de furgonetas fuertemente blindadas.
Los sermones masivos que Bergoglio ofrecía diariamente, en los que señalaba la obsolescencia e irrelevancia de la institución, habían logrado cautivar la atención de una audiencia sin paralelos, de tal modo que el escepticismo se había tornado en el eje central de la comunión a escala mundial y al margen de la religión de los neo–devotos sumados a la causa.
“Es nuestro deber erradicar el pensamiento mágico del planeta y sustituirlo con la razón. La única fe real es la que tenemos en que Messi levante la orejona”, aseveró el Papa para ser ovacionado por su gente una vez más.
Los cardenales, por órdenes directas de su Pastor y con el visto bueno de la Interpol y de la opinión pública, fueron enviados a las maquilas chinas y condenados a ensamblar cajas de anticonceptivos hasta lograr que la natalidad en la India igualara a la de Suecia.
La sonrisa engreída de Bergoglio apareció en todas las portadas de las revistas en boga. Incluso cedió de buena gana una entrevista a Hard Talk, conocida por el escepticismo voraz de sus periodistas y de su crítica implacable al sujeto en cuestión.
Asimismo, la figura del Papa de la gente no tardó en convertirse en un referente de la entereza y de las convicciones inamovibles del hombre. Ganó dos premios Nobel por la Paz consecutivos y coleccionó un sinfín de condecoraciones. Patrocinó con las bóvedas destinadas a resguardar el oro saqueado de la Nueva España para conducir investigaciones científicas con el objetivo de erradicar la polio de la faz de la Tierra. También es cierto que destinó casi todos los recursos del oro saqueado en nombre de la Corona para encontrar una cura definitiva para la cruda y de sus secuelas.
Bien, pues una vez que los cardenales fueron asignados a sus respectivas mazmorras industriales, Ramón Franciscus no se encontró con una sola voz crítica en toda la Santa Sede, excepto las de su propia psique, claramente.
Ganó dos premios Nobel por la Paz consecutivos y coleccionó un sinfín de condecoraciones. Patrocinó con las bóvedas destinadas a resguardar el oro saqueado de la Nueva España para conducir investigaciones científicas con el objetivo de erradicar la polio de la faz de la Tierra.
Otro factor determinante en lo que se refiere a la idealizada visión que el público de pronto tenía de Franciscus fue el triunfo argentino en la final del Mundial Qatar 2022. Este último suceso lo catapultó a esferas inasibles. En Córdoba Capital levantaron un monumento en su honor, donde Ramónaparecía dominando un balón con la sola mirada. La obra fue inaugurada por el primo tercero de Messi. Las masas misticoides pseudo–religiosas colocaron a Ramón Franciscus sólo por debajo de Lio en los peldaños de la Santísima Trinidad completada por Diego Armando. Dicho sea de paso, en la construcción de la referida obra perdieron la vida dos hinchas de All Boys y una edecán de Quilmes.
En su corto activismo como Jefe de la Iglesia, las acciones de Ramón PP habían logrado reducir los contagios en África de VIH en 99.9 por ciento; despenalizó el aborto en toda Latinoamérica y gran parte del denominado Bible Belt estadounidense, y frenó la sobrepoblación mundial en 120 puntos porcentuales. De igual manera consiguió decretar e implementar con gran éxito El Día Mundial del Onanismo Obligado.
Sin embargo, ninguno de los referidos éxitos lograba levantar los ánimos de Ramón Franciscus, quien venía acarreando una depresión latente. Cada vez que se veía al espejo perdía una fracción de ímpetu y de convicción. Si bien antes se sabía otra persona, al menos en esencia y principios, ahora no tenía idea de quién era ese nuevo viejo que le devolvía una sonrisa amarga en el cristal.
R fue resintiendo una recaída espiritual y emocional que lo llevó a someterse, por insistencia de Doménico, a una pila de pruebas neuropsiquiátricas dentro de los confines de la Santa Sede, realizadas por los mejores psiquiatras en la viña de Aquel. A nadie tomó por sorpresa el diagnóstico, era evidente que Benedictus no andaba en buena forma: sufría de una especie de depresión posparto y de los consecuentes deterioros cognitivos que siguen a la melancolía clínica, como fatiga, irritabilidad y necesidad de aislamiento. Este nuevo estado de ánimo lo mantuvo alejado de los reflectores. Su Eminencia evitaba a toda costa establecer contacto visual con el poco personal de cocina y los guardias suizos pontificios que se cruzaban en su camino durante sus cortas caminatas al vapor.
De hecho, una de las últimas apariciones de Franciscus fue en la madrugada de Pascua en la cocina principal de la Santa Sede. Ramón estaba con los pies descalzos, con su gorro de noche y su camisón blanco bajo el manto de la oscuridad, sosteniendo la puerta del frigorífico mientras dibujaba una sonrisa pasmada, absorta por la luz estéril que brotaba del refrigerador, como quien había descubierto el verdadero significado de la vida.
El caso es que Doménico, quien cumplía con su turno de guardia, lo vio y se apuró a acercarse a ese viejo delirante para posar la mano en su hombro con la intención de acompañarlo a su alcoba; pero éste, presa de un desplante psicótico, arremetió con rabia contra la humanidad de su esbirro, abalanzándose sobre él para golpearlo en la cara con sus puños ensortijados hasta que su siervo leal perdió el conocimiento y sus pies cesaron de temblar. En cuanto los demás guardias vieron el incidente, inmovilizaron al Papa de la gente. El doctor de guardia se vio obligado a sedar a Franciscus y mandarlo a reposar al recoveco sacro atado a una camilla de hospital, a la vez que Doménico fue trasladado en una furgoneta negra a un hospital público de Roma bajo una identidad falsa.
A pesar de que el joven fue dado de alta al mes de haberse internado, a partir de ahí desarrolló un grado de agorafobia inoperante y un tartamudeo crónico que los médicos calificaron de incurable. Los abogados del Vaticano lograron mantener el incidente en relativo silencio, tras ofrecer una cuantiosa suma de dinero a la familia del guardia vulnerado.
A pesar de que ya habían pasado varias semanas desde aquel incidente y de los medicamentos ordenados por los psiquiatras, Bergoglio, desmemoriado y errático, se encerró aún más en sus aposentos. Comisionó a la industria militar israelí la construcción de un muro de concreto reforzado que separara su residencia del resto de la Creación a cambio de una bendición a Yad Vashem cada lustro. Asimismo, contrató a Jonathan Pryce para que apareciera en su lugar en los actos públicos ineludibles, como la navidad o el aniversario luctuoso de Maradona.
Los medios de comunicación italianos hablaban de la locura que poseía el espíritu del papa y adjudicaron su deteriorado estado mental a su alejamiento de los preceptos católicos convencionales, mientras que los medios internacionales especulaban que R tramaba un acto revolucionario, uno que alteraría el viejo orden mundial. Pero la realidad es que Ramón Franciscus PP a duras penas lograba hacerse de la fuerza necesaria para acarrear su humanidad al retrete sin derramar el whisky de su cáliz. No era para menos, y es que después de tantos años en estado de manía, era inevitable que volviera a incursionarse en los opacos senderos de la depresión. Lo único que tenía en claro era su deseo de aislarse por completo del mundo y de todas las criaturas que lo habitaban.
Se limitó a escribir discursos cada vez más cortos con la finalidad de destruir lo que restaba de la favorable imagen pública de la Iglesia. Ya no tenía mensajeros, como ninguna otra relación humana excepto los whatsapps que enviaba directamente al manager de Pryce, para que el actor, posteriormente los comunicara al mundo en su nombre. El más controvertido de todos éstos, quizás, tanto por su impacto a largo plazo como por su naturaleza contradictoria, fue su llamado a predicar e imponer el ateísmo en todas las zonas rurales alrededor del globo.
Durante el balance de su corta dirección de la Santa Sede la eutanasia había sido despenalizada en gran parte del mundo occidental, los embarazos no deseados se habían desplomado 90 por ciento en África y Latinoamérica; lo que, naturalmente, se tradujo en un decrecimiento notable en las tazas de crímenes violentos, de muertes infantiles por inanición y de nuevos aspirantes a policías.
No obstante su estado actual, lo que Ramón Bergoglio Franciscus PP había legado a la humanidad era invaluable. Durante el balance de su corta dirección de la Santa Sede la eutanasia había sido despenalizada en gran parte del mundo occidental, los embarazos no deseados se habían desplomado 90 por ciento en África y Latinoamérica; lo que, naturalmente, se tradujo en un decrecimiento notable en las tazas de crímenes violentos, de muertes infantiles por inanición y de nuevos aspirantes a policías.
Por mera casualidad, o gracias a una premeditación maliciosa, la verdad es que nadie lo sabe a ciencia cierta hasta la fecha, Ramón Franciscus eligió el Día Mundial del Onanismo Obligado para presenciar la actuación de Pryce que saludaba a los fieles congregados en la plaza.
Ramón, vestido de pantalones de mezclilla desgastada y una remera de la selección argentina de futbol, con el 10 estampado en la espalda, se paró al lado de su doble para enfrentar a la multitud. Naturalmente, el actor se vio alterado por la inesperada presencia delatora de su patrón, pero hizo lo posible por mantenerse dentro de los lineamientos de su personaje. La multitud se vio presa de la conmoción. Millones de ojos oscilaban entre las dos figuras sin saber en cuál de ellas sostener la mirada. Ramón Franciscus apartó a su doble con el brazo y acercó sus labios al micrófono. Pryce retrocedió disimuladamente hasta desaparecer del ojo público y emprendió su huida a su camerino.
Los fieles de la plaza permanecieron boquiabiertos en espera de las palabras de Su Excelencia. Ramón Franciscus PP encendió un cigarro, dio una calada y aclaró la garganta. “¡Dinos algo, padre!”, clamó una voz desesperada en la multitud. El Papa de la gente sonrío y dio otra calada al cigarro, exhalando un hilo de humo que se desintegraba en el cielo azul de verano.
“Bien, gente, les diré algo. Quiero que mi último acto como guía espiritual les sirva para darle, de una buena vez, muerte a la religión institucionalizada. El día de hoy, dios se muere conmigo”.
Tras pronunciar estas palabras Franciscus se trepó a la barandilla de la terraza y alzó sus puños al aire. La multitud coreaba su nombre, aunque con cierta consternación. Bergoglio, sin titubear, dio un paso firme hacia el vacío. Su sonrisa se alargaba conforme se precipitaba hacia la multitud anonadada; hacia la nada sublime; hacia esas frondosas praderas verdes deshabitadas por el hombre y sus dioses. ®